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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (12 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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—Y que consiste, ante todo, en volverse del revés los bolsillos —dijo el padre Brown.

Y procedió a hacerlo. En sus bolsillos se encontraron siete peniques y un medio chelín, el billete de regreso, un pequeño crucifijo de plata, un pequeño breviario y una barrita de chocolate.

El coronel le miró atentamente, y después dijo:

—¿Sabe usted? Más que el contenido de sus bolsillos quisiera yo ver el contenido de su cabeza. Mi hija, lo sé, le interesa a usted como persona de su propia familia. Pues bien: mi hija, de un tiempo a esta parte, ha…

Y se detuvo. Pero el viejo Fischer continuó, rabioso:

—De un tiempo a esta parte ha abierto las puertas de la casa paterna a un socialista asesino, que declara cínicamente que no tendría empacho en robarle cualquier cosa a un rico. Y aquí está todo el asunto: aquí tiene usted al hombre rico… que ya no lo es tanto.

—Si quiere usted ver el interior de mi cabeza, no hay inconveniente —dijo Brown como con aburrimiento—. Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único que encuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: que los que roban diamantes no hablan nunca de socialismo, sino que más bien —añadió modestamente—, más bien denuncian al socialismo.

Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sacerdote continuó:

—Vean ustedes: nosotros conocemos a esa gente más o menos bien. Este socialista es incapaz de robar un diamante, como es incapaz de robar una pirámide. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, en el que hizo de policía: en ese Florian. Y, a propósito, me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.

Pantalón se levantó entonces de un salto, y salió del estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante el cual el millonario se quedó mirando al sacerdote, y éste mirando su breviario. Después Pantalón reapareció, y dijo con un
staccato
lleno de gravedad.

—El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se ha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido.

El padre Brown soltó su breviario y dejó ver una expresión como de ruina mental completa. Poco a poco comenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos grises, y después dejó salir esta pregunta difícilmente oportuna:

—Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que murió su esposa?

—¡Mi esposa! —replicó el militar asombrado—. Murió hace un año y dos meses. Su hermano James, que venía a verla, llegó una semana más tarde.

El curita saltó como un conejo herido.

—¡Vengan ustedes! —dijo con extraña excitación—; ¡vengan ustedes! Hay que observar a ese policía.

Y entraron precipitadamente al escenario, cubierto ahora por el telón, y rompiendo bruscamente por entre Colombina y el clown —que a la sazón cuchicheaban muy alegres—, el padre Brown se inclinó sobre el cuerpo derribado del policía.

—Cloroformo —dijo incorporándose—. Apenas ahora me he dado cuenta.

Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con mucha lentitud, le dijo:

—Haga usted el favor de explicarnos lo que significa todo esto.

El padre Brown soltó la risa; después se contuvo, y al hablar tuvo que esforzarse un poco para no reír otra vez.

—Señores —dijo—, no hay tiempo de hablar mucho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Pero conste que este gran actor francés que tan admirablemente representó el policía, este inteligentísimo sujeto a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arrojó al suelo, era…

—¿Era…? —preguntó Fischer.

—Un verdadero policía —concluyó el padre Brown, y echó a correr entre la oscuridad de la noche.

En el extremo de aquel exuberante jardín hay huecos y emparrados; los laureles y otros arbustos inmortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la luna de plata, luciendo, aun en mitad del invierno, los cálidos colores del Sur. La verde alegría de los laureles cabeceantes, el rico tono morado e índigo de la noche, el cristal monstruoso de la luna, forman un cuadro «irresponsablemente» romántico. Y por entre las ramas más altas de los árboles mírase una extraña figura que no parece ya tan romántica cuanto imposible. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestida con un millón de lunas. La luna real la ilumina a cada movimiento, haciendo centellear una nueva parte de su cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante y triunfal, saltando del árbol más pequeño que está en este jardín al árbol más alto que sobresale en el vecino jardín; y sólo se detiene en sus saltos porque una sombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menor y se ha dirigido a él inequívocamente:

—¡Eh, Flambeau! —dice la voz—. Que parece usted realmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva, quiere decir una estrella que cae.

La relampagueante y argentada figura parece inclinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a la pequeña figura de abajo, con la seguridad de poder escapar en todo caso.

—Flambeau nunca ha hecho usted cosa más acabada. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supongo que con un billete de París) justamente una semana después de la muerte de Mrs. Adams, es decir, cuando nadie estaba en ánimo de preguntarle a usted nada. Todavía es más inteligente el haber dado con la pista de las «Estrellas Errantes» y fijar el día de la visita de Fischer. Pero lo demás ya es más que talento: es verdadero genio. Supongo que el mero hecho de sustraer las piedras fue para usted una bagatela. Lo pudo usted hacer con mil distintos juegos de manos, sin contar con ese subterfugio de empeñarse en prenderle a Fischer en el chaqué una cola de papel. Pero en lo demás, realmente se eclipsó usted a sí mismo.

La plateada figura que estaba entre las hojas verdes parece hipnotizada, y aunque el camino de la fuga está franco a sus pies, no se mueve: no hace más que contemplar con asombro al hombre que le habla desde abajo.

—¡Ah, naturalmente! —dice éste—. Ya estoy al cabo de todo. Sé que no sólo nos obligó usted a representar la pantomima, sino que la hizo servir para un doble uso. Usted no se proponía más que robar tranquilamente las piedras, pero un cómplice le envió a decir a usted que ya estaba usted descubierto, y que aquella misma noche un oficial de policía le iba a echar a usted la mano.

Un ratero común se habría conformado con agradecer el soplo y ponerse a salvo; pero usted es todo un poeta. Y a usted se le había ocurrido la sutil idea de esconder las joyas verdaderas entre el resplandor de las joyas falsas del teatro. Y ahora se le ocurrió a usted la idea, no menos sutil, de que si el disfraz adoptado era el de Arlequín, la aparición de un policía no tendría nada de extraordinario. El digno agente salía de la estación de policía de Putney para atraparle a usted, y cayó redondo en la trampa más ingeniosa que ha visto el mundo. Al abrirse ante él la puerta, se encontró sobre el escenario de una pantomima de Navidad, donde fue posible que el danzante Arlequín le golpeara, le sacudiera, le aturdiera y le narcotizara, entre los alaridos de risa de la gente más respetable de Putney. ¡Oh, no! No será usted capaz de hacer nunca otra cosa mejor. Y ahora, de paso, conviene que me devuelva usted esos diamantes.

La verde rama en que la figura centelleante estaba colgada se balanceó, acusando un movimiento de sorpresa.

Pero la voz continuó, abajo:

—Quiero que me los devuelva usted, Flambeau, y quiero que abandone usted esta vida. Todavía tiene usted bastante juventud, buen humor y posibilidades de vida honrada. No crea usted que semejantes riquezas le han de durar mucho si continúa usted así. Los hombres han podido establecer una especie de nivel para el bien. Pero, ¿quién ha sido capaz de establecer el nivel del mal? Ése es un camino que baja y baja incesantemente. El hombre bondadoso que se embriaga se vuelve cruel; el hombre sincero que mata, miente después de ocultarlo. Muchos hombres he conocido yo que comenzaron, como usted, por ser unos picarillos alegres, unos honestos ladronzuelos de gente rica, y acabaron hundidos en el cieno. Maurice Blum comenzó siendo un anarquista de principios, un padre de los pobres, y acabó siendo un sucio espía, un soplón de todos, que unos y otros empleaban y desdeñaban. Henry Burke comenzó su campaña por la libertad del dinero con bastante sinceridad, y ahora vive estafando a una hermana medio arruinada para poder dedicarse incesantemente al brandy and soda. Lord Amber entró en la sociedad ilegal en un rapto caballeresco, y a estas horas se dedica a hacer chantajes por cuenta de los más miserables buitres de Londres. El capitán Barillon era, antes del advenimiento de usted, el caballero apache más brillante, y paró en un manicomio, aullando lleno de pavor contra los delatores y encubridores que le habían traicionado y perdido. Ya sé, Flambeau, que ante usted se abre muy libre el campo; ya sé que se puede usted meter por él como un mono. Pero un día se encontrará usted con que es un viejo mono gris, Flambeau. Y entonces, en su libre campo se encontrará usted con el corazón frío y sintiendo próxima la muerte, y entonces las copas de los árboles estarán muy desnudas… Todo permaneció inmóvil, como si el hombrecillo de abajo tuviera cogido al del árbol con un lazo invisible.

Y la voz continuó:

—Ya usted ha comenzado también a decaer. Usted acostumbraba a jactarse de que nunca cometía una ruindad; pero esta noche ha incurrido usted en una ruindad: deja usted tras de sí la sospecha contra un honrado muchacho que ya se tiene bien ganada la enemiga de los poderosos; usted le separa de la mujer a quien ama y de quien es amado. Pero todavía cometerá usted peores ruindades en adelante.

Tres diamantes como tres rayos cayeron sobre el césped, lanzados desde la copa del árbol. El hombre pequeñín se inclinó a recogerlos, y cuando volvió a alzar los ojos hacia la verde jaula del árbol, vio que ya el pájaro de plata la había abandonado.

La recuperación de las joyas —y le tocó realizarla al padre Brown, de casualidad, como siempre— fue la causa de que aquella noche acabara en jubiloso triunfo. Sir Leopold, en un rapto de buen humor, hasta se atrevió a decirle al cura que aunque él, en lo personal, tenía miras mucho más amplias, no era incapaz de respetar a aquellos que, en razón de su credo, estaban obligados a vivir como enclaustrados e ignorantes de las cosas del mundo.

El hombre invisible

En la fresca penumbra azul, una confitería de Camden Town, en la esquina de dos empinadas calles, brillaba como brilla la punta del cigarro encendido. Como la punta de un castillo de fuegos artificiales, mejor dicho, porque la iluminación era de muchos colores y de cierta complejidad, quebrada por variedad de espejos y reflejada en multitud de pastelillos y confituras doradas y de vivos tonos. Los chicos de la calle pegaban la nariz al escaparate de fuego, donde había unos bombones de chocolate. Y la gigantesca tarta de boda que aparecía en el centro era blanca, remota, edificante, como un Polo Norte digno de ser engullido. Era natural que este arco iris de tentaciones atrajera a toda la gente menuda de la vecindad que andaba entre los diez y los doce años. Pero aquel ángulo de la calle ejercía también una atracción especial sobre gente algo más crecida; en efecto: un joven de hasta veinticuatro años al parecer estaba también extasiado ante el escaparate. También para él la confitería ejercía un singular encanto; pero encanto que no provenía precisamente del chocolate, aunque nuestro joven estaba lejos de mirar con indiferencia esta golosina.

Era un hombre alto, corpulento, de cabellos rojizos, de cara audaz y de modales un tanto descuidados. Llevaba bajo el brazo una abultada cartera gris, y en ella dibujos en blanco y negro, que venía vendiendo con éxito vario a los editores desde el día en que su señor tío —un almirante— le había desheredado por razón de sus ideas socialistas, tras una conferencia pública que dio el joven contra las teorías económicas recibidas. Llamábase John Turnbull Angus.

Se decidió a entrar, atravesó la confitería y se dirigió al cuarto interior —especie de fonda y, pastelería— y al pasar saludó, descubriéndose un poco, a la damita que atendía al público. Era ésta una muchacha elegante, vivaz, vestida de negro, morena, de lindos colores y de ojos negros. Tras el intervalo habitual, la muchacha siguió al joven al cuarto interior para ver qué deseaba.

Él deseaba algo muy común y corriente:

—Haga el favor de darme —dijo con precisión— un bollo de a medio penique y una tacita de café solo.

Y antes de que la muchacha se volviera a otra parte, añadió:

—Y también quiero que se case usted conmigo. La damita contestó, muy altiva:

—Ése es un género de burlas que yo no consiento.

El rubio joven levantó con inesperada gravedad sus ojos grises, y dijo:

—Real y verdaderamente, es en serio, tan en serio como el bollo de a medio penique; y tan costoso como el bollo: se paga por ello. Y tan indigesto como el bollo: hace daño.

La joven morena, que no había apartado de él los ojos, parecía estarle estudiando con trágica minuciosidad. Al acabar su examen, había en su rostro como una sombra de sonrisa; se sentó en una silla.

—¿No cree usted —observó Angus con aire distraído— que es una crueldad comerse estos bollos de a medio penique? ¡Todavía pueden llegar a bollos de a penique! Yo abandonaré estos brutales deportes en cuanto nos casemos.

La damita morena se levantó y se dirigió a la ventana, con evidentes señales de preocupación, pero no disgustada. Cuando al fin volvió la cara con aire resuelto, se quedó desconcertada al ver que el joven estaba poniendo sobre su mesa multitud de objetos y golosinas que había en el escaparate: toda una pirámide de bombones de todos colores, varios platos de bocadillos y los dos frascos de ese misterioso oporto y ese misterioso jerez que sólo sirven en las pastelerías. Y en medio de todo ello había colocado el enorme bulto de aquella tarta espolvoreada de azúcar, que era el principal ornamento del escaparate.

—Pero, ¿qué hace usted?

—Mi deber, querida Laure —comenzó él.

—¡Oh, por Dios! Pare, pare: no me hable usted así. ¿Qué significa todo esto?

—Un banquete ceremonial, Miss Hope.

—¿Y eso? —dijo ella, impaciente, señalando la montaña de azúcar.

—Eso es la tarta de bodas, señorita Angus —contestó el joven.

La muchacha le arrebató la tarta y la volvió a su sitio de honor; después volvió adonde estaba el joven, y, poniendo sobre la mesita sus elegantes codos, se quedó mirándolo cara a cara, aunque no con aire desfavorable, sí con evidente inquietud.

—Y ¿no me da usted tiempo de pensarlo? —preguntó.

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