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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (16 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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Calló un instante, y escuchó el aullar del viento en las torres. Y después soltó estas palabras:

—El difunto conde de Glengyle era un ladrón. Vivía una segunda vida oscura, era un condenado violador de cerraduras y puertas. No tenían ningún candelero, porque estas velas sólo las usaba, cortándolas en cabos, en la linternita que llevaba consigo. El rapé lo usaba como han usado de la pimienta algunos feroces criminales franceses: para arrojarlo a los ojos de sus perseguidores. Pero la prueba más concluyente es la curiosa coincidencia de los diamantes y las ruedecitas de acero. Supongo que ustedes también lo verán claro: sólo con diamantes o con ruedecitas de acero se pueden cortar las vidrieras.

La rama rota de un pino azotó pesadamente sobre la vidriera que tenían a la espalda, como parodiando al ladrón nocturno, pero ninguno volvió la cara. Los policías estaban pendientes del padre Brown.

—Diamantes y ruedecitas de acero —rumió Craven—. ¿Y sólo en eso se funda usted para considerar verdadera su explicación?

—Yo no la juzgo verdadera —replicó el sacerdote plácidamente—. Pero ustedes aseguraban que era imposible establecer la menor relación entre esos cuatro objetos… La verdad tiene que ser mucho más prosaica. Glengyle había descubierto, o lo creía, un tesoro de piedras preciosas en sus propiedades. Alguien se había burlado de él, trayéndole esos diamantes y asegurándole que habían sido hallados en las cavernas del castillo. Las ruedecitas de acero eran algo concerniente a la talla de los diamantes. La talla tenía que hacerse muy en pequeño y modestamente, con ayuda de unos cuantos pastores o gente ruda de estos valles. El rapé es el mayor lujo de los pastores escoceses: lo único con que se les puede sobornar. Esta gente no usaba candelabros, porque no los necesitaba: cuando iban a explorar los sótanos, llevaban las velas en la mano.

—¿Y eso es todo? —preguntó Flambeau, tras larga pausa—. ¿Al fin ha llegado usted a la verdad?

—¡Oh, no! —dijo el padre Brown.

El viento murió en los términos del pinar como un murmullo de burla, y el padre Brown, con cara impasible, continuó:

—Yo sólo he lanzado esa suposición porque ustedes afirmaban que no había medio de relacionar el tabaco, los pequeños mecanismos, las velas y las piedras brillantes. Fácil es construir diez falsas filosofías sobre los datos del Universo, o diez falsas teorías sobre los datos del castillo de Glengyle. Pero lo que necesitamos es la explicación verdadera del misterio del castillo y del Universo. Vamos a ver, ¿no hay más documentos?

Craven rió de buena gana, y Flambeau, sonriendo, se levantó, y recorriendo la longitud de la mesa, fue señalando:

—Documentos número cinco, seis, siete; y todos más variados que instructivos, seguramente. He aquí una curiosa colección, no de lápices, sino de trozos de plombagina sacados de los lápices; más allá una insignificante caña de bambú, con el puño astillado: bien pudo ser el instrumento del crimen. Sólo que no sabemos si hay crimen. Y el resto, algunos viejos misales y cuadritos de asunto católico que los Ogilvie conservaban tal vez desde la Edad Media, porque su orgullo familiar era mayor que su puritanismo. Sólo los hemos incluido en nuestro museo porque parece que han sido cortados y mutilados de un modo singular.

Afuera, la terca tempestad arrastraba una nidada de nubes sobre Glengyle, y de pronto la amplia sala quedó sumergida en la oscuridad, al tiempo que el padre Brown examinaba las páginas miniadas de los misales. Antes de que aquella onda de curiosidad se disipara, el padre Brown volvió a hablar; pero ahora su voz estaba notablemente alterada:

—Mr. Craven —dijo, como hombre a quien le quitan de encima diez años—, usted tiene autorización para examinar la sepultura, ¿verdad? Cuanto antes, mejor: así entramos de lleno en este horrible misterio. Yo, en lugar de usted, procedería a ello ahora mismo.

—¿Ahora mismo? —preguntó, asombrado, el policía—. ¿Y por qué ahora?

—Porque esto es ya muy serio —contestó Brown—. Aquí no se trata ya de rapé derramado o piedras desmontadas por cualquier causa. Para esto sólo puede haber una razón, y la razón va a dar en las raíces del mundo. Estas estampas religiosas no están simplemente sucias ni han sido rasguñadas o rayadas por ocio infantil o por celo protestante, sino que han sido estropeadas muy cuidadosamente y de un modo muy sospechoso. Dondequiera que aparecía en las antiguas miniaturas el gran nombre ornamental de Dios, ha sido raspado laboriosamente. Y sólo otra cosa más ha sido raspada: el halo en torno a la cabeza del Niño Jesús. De modo que venga el permiso, venga la azada o el hacha, y vamos ahora mismo a abrir ese ataúd.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el oficial londinense.

—Quiero decir —contestó el curita, y su voz pareció dominar el ruido de la tempestad—, quiero decir que el Diablo puede estar sentado en el torreón de este castillo en este mismo instante, el gran Diablo del Universo, más grande que cien elefantes, y aullando como un Apocalipsis. Hay en todo esto algo de magia negra.

—Magia negra —repitió Flambeau en voz baja, porque era hombre bastante ilustrado para no pretender de eso—. ¿Qué significan, pues, esos últimos documentos?

—Algo horrible, me parece —dijo el padre Brown con impaciencia—. ¿Cómo he de saberlo a ciencia cierta? ¿Cómo voy a adivinar todo lo que hay en este laberinto? Tal vez el rapé y el bambú son instrumentos de tortura. Tal vez el rapé y las limaduras de acero representan aquí la manía de un loco. Tal vez con la plombagina de los lápices se hace una bebida enloquecedora. Sólo hay un medio para irrumpir de una vez en el seno de estos enigmas, y es ir al cementerio de la colina.

Sus compañeros apenas se dieron cuenta de que le habían obedecido y seguido, cuando, en el jardín, un golpe de viento les azotó la cara. Ello es que le habían obedecido de un modo automático, porque Craven se encontró con un hacha en la mano y la autorización para abrir la tumba en el bolsillo. Flambeau llevaba la azada del jardinero, y el mismo padre Brown llevaba el librito dorado de donde había desaparecido el nombre de Dios.

El camino que, sobre la colina, conducía al cementerio de la parroquia, era tortuoso, pero breve, aunque con la furia del viento resultaba largo y difícil. Hasta donde la vista alcanzaba, y cada vez más lejos conforme subían la colina, se extendía el mar inacabable de pinos, doblados por el viento. Y todo aquel orbe parecía tan vano como inmenso; tan vano como si el viento silbara sobre un planeta deshabitado e inútil. Y en aquel infinito de bosques azulados y cenizos cantaba, estridente, el antiguo dolor que brota del corazón de las cosas paganas. Parecía que en las voces íntimas de aquel follaje impenetrable gritaran los perdidos y errabundos dioses gentiles, extraviados por aquella selva, e incapaces de hallar otra vez la senda de los cielos.

—Ya ven ustedes —dijo el padre Brown en voz baja, pero no sofocada—. El pueblo escocés, antes de que existiera Escocia, era lo más curioso del mundo. Todavía lo es, por lo demás. Pero en tiempos prehistóricos, yo creo que adoraban a los demonios. Y por eso —añadió con buen humor—, por eso después cayeron en la teología puritana.

—Pero, amigo mío —dijo Flambeau amoscado—, ¿qué significa todo ese rapé?

—Pues, amigo mío —replicó Brown con igual seriedad y siguiendo su tema—, una de las pruebas de toda religión verdadera es el materialismo. Ahora bien; la adoración de los demonios es una religión verdadera.

Habían llegado al calvero de la colina, uno de los pocos sitios que dejaba libre el rumoroso pinar. Una pequeña cerca de palos y alambres vibraba en el viento, indicando el límite del cementerio. El inspector Craven llegó al sitio de la sepultura, y Flambeau hincó la azada y se apoyó en ella para hacer saltar la losa; ambos se sentían sacudidos por la tempestad como los palos y alambres de la cerca. Crecían junto a la tumba unos cardos enormes, ya mustios, grises y plateados. Una o dos veces, el viento arrancó unos cardos, lanzándolos como flechas frente a Craven, que se echaba atrás asustado.

Flambeau arrancaba la hierba y abría la tierra húmeda. De pronto se detuvo, apoyándose en la azada como en un báculo.

—Adelante —dijo cortésmente el sacerdote—. Estamos en el camino de la verdad. ¿Qué teme usted?

—Temo a la verdad —dijo Flambeau.

El detective londinense se soltó hablando ruidosamente, tratando de parecer muy animado:

—¿Por qué diablos se escondería este hombre? ¿Sería repugnante tal vez? ¿Sería leproso?

—O algo peor —contestó Flambeau.

—¿Qué, por ejemplo? —continuó, el otro—. ¿Qué peor que un leproso?

—No sé —dijo Flambeau.

Siguió cavando en silencio y, después de algunos minutos, dijo con voz sorprendida:

—Me temo que fuera deforme.

—Como aquel trozo de papel que usted recordará —dijo tranquilamente el padre Brown—. Y, con todo, logramos triunfar en aquel papel.

Flambeau siguió cavando con obstinación. Entre tanto, la tempestad había arrastrado poco a poco las nubes prendidas como humareda a los picos de las montañas, y comenzaron a revelarse los nebulosos campos de estrellas. Al fin, Flambeau descubrió un gran ataúd de roble y lo levantó un poco sobre los bordes de la fosa. Craven se adelantó con su hacha. El viento le arrojó un cardo al rostro y le hizo retroceder; después dio un paso decidido, y con una energía igual a la de Flambeau, rajó y abrió hasta quitar del todo la tapa. Y todo aquello apareció a la luz difusa de las estrellas.

—Huesos —dijo Craven. Y luego añadió como sorprendido—: ¡Y son de hombre!

Y Flambeau, con voz desigual:

—Y, ¿no tienen nada extraordinario?

—Parece que no —contestó el oficial con voz ronca, inclinándose sobre el esqueleto apenas visible—. Pero espere usted un poco.

Sobre la enorme cara de Flambeau pasó como una ola pesada:

—Y ahora que lo pienso. ¿Por qué había de ser deforme? El hombre que vive en estas malditas montañas, ¿cómo va a librarse de esta obsesión enloquecedora, de esta incesante sucesión de cosas negras, bosques y bosques, y sobre todo, este horror profundo e inconsciente? ¡Si esto parece la pesadilla de un ateo! ¡Pinos y pinos y más pinos, y millones de…!

—¡Oh, Dios! —gritó el que estaba examinando, el ataúd—, ¡no tenía cabeza!

Y mientras los otros se quedaban estupefactos, el sacerdote, dejando ver por primera vez su asombro:

—¿Conque no hay cabeza? —preguntó—. ¿Falta la cabeza?

—Como si de antemano hubiera contado con que faltara otro miembro.

Y por la mente de aquellos hombres cruzaron, inconscientemente, las imágenes de un niño acéfalo nacido en la casa de los Glengyle, de un joven acéfalo que se ocultara en los rincones del castillo, de un hombre acéfalo paseando por aquel antiguo vestíbulo o aquel frondoso jardín… Pero, a pesar del enervamiento que los dominaba, aquellas funestas imágenes se disiparon en un instante sin echar raíces en su alma. Y los tres se quedaron escuchando los ululatos del bosque y los gritos del cielo, como unas bestias fatigadas. El pensamiento parecía haberse escapado de sus garras, cual enorme y robusta presa.

—En torno a esta sepultura —dijo el padre Brown— sí que hay tres hombres sin cabeza.

El pálido detective londinense abrió la boca para decir algo, y se quedó con la boca abierta. Un largo silbido de viento rasgó el cielo. El policía contempló el hacha que tenía en la mano, como si aquella mano no le perteneciera, y dejó caer el hacha.

—Padre —dijo Flambeau, con aquella voz grave e infantil que tan raras veces se le oía—. ¿Qué hacemos?

La respuesta de su amigo fue tan rápida como un disparo:

—Dormir —dijo el padre Brown—. Dormir. Hemos llegado al término del camino. ¿Sabe usted lo que es el sueño? ¿Sabe usted que todo el que duerme cree en Dios? El sueño es un sacramento, porque es un acto de fe y es un acto de nutrición. Y necesitamos un sacramento, aunque sea de orden natural. Ha caído sobre nosotros algo que muy pocas veces cae sobre los hombres, y que es acaso lo peor que les puede caer encima.

Los abiertos labios de Craven se juntaron para preguntar:

—¿Qué quiere usted decir?

El sacerdote había vuelto ya la cara hacia el castillo cuando contestó:

—Hemos descubierto la verdad, y la verdad no tiene sentido.

Y echó a andar con un paso inquieto y precipitado, muy raro en él. Y cuando todos llegaron al castillo, se acostó al instante y se durmió con tanta naturalidad como un perro.

A pesar de su místico elogio del buen sueño, el padre Brown se levantó más temprano que los demás, con excepción del callado jardinero. Y los otros le encontraron fumando su pipa y observando la muda labor del experto jardinero en el jardincillo de junto a la cocina. Hacia el amanecer la tormenta se había deshecho en lluvias torrenciales, y el día resultó muy fresco. Parece que el jardinero había estado charlando con Brown un rato, pero al ver a los detectives clavó con murria la azada en un surco. Dijo quién sabe qué de su almuerzo, se alejó por entre las filas de berzas y se encerró en la cocina.

—Ese hombre vale mucho —dijo el padre Brown—. Logra admirablemente las patatas. Pero —añadió con ecuánime compasión— tiene sus faltas. ¿Quién no las tiene? Por ejemplo, esta raya no la ha trazado derecha —y dio con el pie en el sitio—. Tengo mis dudas sobre el éxito de esta patata.

—Y ¿por qué? —preguntó Craven, divertido con la chifladura que le había entrado al hombrecito.

—Tengo mis dudas —continuó éste—, porque también las tiene el viejo Gow. Ha andado metiendo sistemáticamente la azada por todas partes, menos aquí. Ha de haber aquí una patata colosal.

Flambeau arrancó la azada y la hincó impetuosamente en aquel sitio. Al revolver la tierra, sacó algo que no parecía patata, sino una seta monstruosa e hipertrofiada. Al dar sobre ella la azada, hubo un chirrido, y el extraño objeto rodó como una pelota, dejando ver la mueca de un cráneo.

—El conde de Glengyle —dijo melancólicamente el padre Brown.

Y después le arrebató la azada a Flambeau.

—Conviene ocultarlo otra vez –dijo—. Y volvió a enterrar el cráneo.

Y reclinándose en la azada, dejó ver una mirada vacía y una frente llena de arrugas.

—¿Qué puede significar este horror?

Y, siempre apoyado en la azada como un reclinatorio, hundió la cara en las manos.

El cielo brillaba, azul y plata; los pájaros charlaban, y parecía que eran los mismos árboles los que estaban charlando. Y los tres hombres callaban.

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