—La señora Calaba es turca —decía el portero—. Vive en el número diez del cuerpo B, rodeada de una colección infinita de objetos de mal gusto que pertenecieron a su tercer marido, un general montenegrino; tiene las paredes cubiertas de cuadros y cuadritos, los pisos de mesas y mesitas, las mesas de relojes, metrónomos, barómetros, pisapapeles, lamparitas con pantallas balcánicas, rompenueces, aldabones, zapatos de diplomáticos, cajas de mariposas, estereoscopios y yataganes. Nació en una torre medieval sobre el Bosforo, y escribe poesías en inglés, dictadas según ella dice por las voces. En francés en cambio escribe sus recuerdos de Constantinopla, donde fue una especie de princesa. Una vez me llamó para leerme un capítulo de su diario; previamente me explicó que lo que iba a leer era una descripción de la mujer del sultán que pasa en una embarcación descubierta, frente a los Embajadores extranjeros que la saludan al sol desde la orilla, pero en realidad en el fragmento que me leyó esos personajes no aparecían todavía; describía solamente el agua al sol, a lo largo de veinte páginas escritas con una letra voluminosa. Hasta ahora no quise nunca aceptar su invitación para una lectura total de la obra, porque me haría perder demasiado tiempo y además he sabido que es una mujer cruel: cuando se aburre, me contó la criada, tortura sus perros con unas agujas largas de tejer que calienta al rojo sobre una estufita búlgara con mango.
—Una tarde que pasábamos por ese caos —decía yo— de vías y de excavaciones que en cierto momento convirtió la zona de Porta Maggiore en una de las regiones más peligrosas de Roma para una mujer encinta, mientras contemplábamos la tumba del panadero, el escultor Marzano me contó la conocida anécdota del poeta Corsi en Fregene, cuando salió de noche a pasear por la playa con un gato en una jaula con ruedas, y se encontró con un chico de catorce años que le preguntó qué llevaba en la jaula, y poco después los descubrió el padre del chico que era pescador: dicen que el padre corrió al poeta con una red, y envuelto en la red se lo llevó en un camión hasta Ponte Galería y allí lo dejó para que se volviera a pie, sin luz, a su casa. La historia es falsa pero de todos modos de ella podemos deducir interesantes observaciones sobre la psicología de Corsi, sobre la de Marzano que me la contaba, y hasta acerca de mí que la escuchaba, sonriendo como si la viera en vez de oírla. No se termina nunca de conocer a los romanos.
—Así es —comentaba el portero—. No es raro que tal o cual escritor famoso mantenga sus grupos determinados de gatos sin hogar; a veces los grupos coinciden y de ese modo los escritores llegan a conocerse entre sí e inician conversaciones que poco a poco terminan por caer en la literatura. Conocí una gata parida que se instaló con su gatito, como una mendiga, debajo de la ventana de la señora Zucchi, negándose a formar parte de grupos establecidos, para acogerse a la beneficencia exclusiva de esta dama que nació en Madrid, en una sala del Museo del Prado; su padre fue el gran filósofo Trivial. La señora Zucchi es la que regó con ácido muriático las plantas de su vecina, la señora Prato, porque ésta escuchaba discos de poetas ingleses a las tres de la madrugada y al mismo tiempo clavaba clavos en la pared: tenía una extraordinaria colección de cuadritos con todos los palacios reales europeos y las tumbas de favorecidos con el Premio Nobel. Pero parece que de noche los cambiaba de lugar.
—No era ella, era su abuela, la condesa Véronese —replicaba yo—. La señora Prato tenía diecinueve años; yo le daba lecciones de español, fue así como la conocí. Dábamos las lecciones en un cuartito desnudo (los demás los tenía subalquilados a una fábrica de zapatos como depósito, ¿re cuerda?), sentados en una cama muy blanda y muy baja que se hundía hasta el suelo (porque no había sillas, las dos que tenían las reservaban para las personas que de vez en cuando venían a probarse los zapatos, en presencia de la abuela. La señora Prato se reía mucho del español, no sé por qué. En cierta ocasión insistió en presenciar la lección su marido, el señor Prato, que tenía dieciocho años y representaba menos; la señora Prato lo echó varias veces de la habitación, aunque se veía que no tenía adonde ir, salvo la calle pero hacía tanto frío. ¡Pobre señora Prato, no aprendió nunca nada!
—¡Cómo silban esos muchachos! —exclamaba el portero—. El príncipe Novello, abuelo de la doctora del departamento veintiuno, cuerpo A, mató una vez a un hombre porque lo fastidiaba con su silbido, hace de eso naturalmente muchos años. La nieta vive en el séptimo piso, para no oír silbar. Para conservar la tradición de la familia, a veces vuelca los restos de sopa sobre las motocicletas de los aprendices, y cuando barre les tira la tierra, aunque hay que reconocer que desde esa altura la tierra no llega al patio, se dispersa por el aire; y también la sopa, para decir verdad.
—Anoche volvía costeando el Tíber —decía yo—, y al pasar al lado de uno de esos vespasianos dobles de lata, tipo
vis-a-vis
, vi dentro de él a dos hombres, uno de cada lado, que trataban ávidamente de conversar, como Píramo y Tisbe, a través de un agujero del tabique que los separaba. Para no parecer un curioso entrometido les pregunté la hora, ya que era tarde y no había nadie, salvo un cura que pasaba leyendo el breviario, aunque como era bizco no se sabía bien de qué lado miraba. Cuando ya me iba, salieron también ellos, haciéndose los distraídos, y se alejaron en direcciones opuestas, como dividiéndose los placeres posibles de la ciudad en dos zonas bien delimitadas, no superpuestas. Tal vez no se habían dado cuenta de lo tarde que era, y mi pregunta los había llamado a la realidad.
—No hay que creer que la gente es homosexual —protestaba el portero—. Las apariencias engañan, y es difícil sentar reglas válidas para todos los casos. Hablando de otra cosa, hace más o menos un mes estaba asomado a aquella ventana el señor Barone —y me señala la ventana—. Era un señor bastante viejo, tal vez por eso se murió repentinamente. Se quedó tieso, asomado como estaba, en posición contemplativa. Las personas que pasaban por el patio lo saludaban, y a veces le dirigían algún comentario de cortesía, pero él no contestaba porque se había muerto. Así se quedó unas tres horas, con los ojos entreabiertos, juntando moscas. Al atardecer yo estaba aquí sentado, tomando café, cuando una señora se hizo eco de la inquietud general; poco a poco se llenó de gente el patio y por todas las ventanas empezaron a asomarse los inquilinos, de cuerpo entero, para observar mejor al señor Barone. Un muchacho trajo una pértiga larga, se subió a una escalera y con el palo empujó al viejo, que parecía un verdadero cadáver y se cayó de costado, siendo inmediatamente sustituido por los dos policías que por fin habían conseguido penetrar en el departamento pero que todavía, dadas las circunstancias, no se atrevían a saludar a sus conocidos. Más de cien espectadores, como en un teatro, comentaban animadamente la repentina desaparición del señor Barone.
—¿Ha observado esas decapitaciones de santos —le preguntaba yo, un poco apurado porque ya era hora de irme— en las salas de primitivos de los museos? El verdugo está con la espada alzada para dar el golpe, pero la cabeza ya rueda cortada por el suelo, como si el santo hubiera decidido apresuradamente la conveniencia de efectuar un último milagro, ya que en el fondo dudaba de la posibilidad de realizar otros después de muerto, y con un rápido esfuerzo de ánimo se hubiera decapitado él mismo, frustrando la mala voluntad de esa hoja pagana. Del cuello, como de un caño, mana un penacho de sangre vigorosa, ¿se ha fijado?
En cualquier momento podría abrirse la puerta y aparecer en su marco la visión más o menos luminosa que todos por prudencia simulamos no esperar. También podría sonar el teléfono. Mientras tanto, el escriba musita y ordena vocablos en la sombra:
«Como de la consideración de un objeto inconsiderable lo invisible se hace visible.
«Kitty Bauer, incómoda en la popa de un barco delante de una columna plateada que junto con ocho objetos longilíneos similares sostenía el puente superior, observaba a plena luz su tubo de hierro de dos metros de alto, las cuatro aletas deltoides de la base y las cuatro del remate, además de un zócalo de diez centímetros de ancho pintado, como la sustancia antioxidante de la cubierta, del color de la hez del vino. En varios puntos del caño bajo observación la sal del mar había corroído el fierro y un marinero cubierto a continuación las escoriaciones con capas de ocre amarillo-limón disuelto en un vehículo de aceite de lino. El estilo del conjunto era vistoso sin pretender ser hermoso.
«Fráulein Bauer regresaba del Brasil a Zürich tratando de consolarse con el título por ella misma recientemente inventado y aprobado de Princesa de la Isla Decepción; yaciente en su banco de listones horizontales paralelos frente al pilar descripto declamaba en el más duro suizo-alemán del cantón de Uri, entre dientes y entre sueños (cubriéndose los ojos ante esa imagen que ella creía de Príapo, como una catecúmena cristiana en el jardín de su tío en Corinto) su presente íntimo anatema sistemático contra la acrópolis funicular del Pan de Azúcar, erróneamente suponiéndola un antiguo Pan como ella exiliado de un río indoeuropeo de panteras a ese río indefinido de eneros y bananeros.
«En dicha plena luz en efecto de eneros y bananeros, mientras las primeras ondas del mar que se abre conmovían el barco que se va, surgió la primera cosa del objeto bariolé: una noche con prácticamente todas sus estrellas. Al principio era angosta pero momentos después se descorrió como una cortina desplegando desde Orion al Centauro ciento sesenta grados, varios puntos fijos de referencia, un gran plan y dos o tres planetas, la vía láctea, la mancha gris y la bolsa negra. La mima soñadora bostezó. Sin esforzarse en prestarle atención advirtió distraídamente en el primer cielo de esa noche falsa desgarraduras con bordes de coloide sólido y del otro lado sombras medusiformes que se obnubilaban mutuamente entre ambos nocturnos gobelinos, el segundo también mutilado.
«Reflejos de olas y de sardinas frivolas royeron pronto esta primera visión en orden de aparición. El fuste ferrometálico se hinchó un poco y emitió a manera de rueda las cuatro personificaciones que más odiaba nuestra amiga, tres machos y una hembra de raza mediterránea, sin piernas, unidos por el eje sexual. El triste huso o doble cuadrumano giraba lentamente moviendo los brazos por el aire como un grupo antiguo de actores ambiguos o como un fresco de Medusas que revuelve sus ofidios, pipiando sobre un fondo rúnico su juicio definitivo en escandinavo:
«—¡Échenla del club! (Voz del juez.)
«—Que antes nos entregue las llaves de los roperos. (Voz del usurpador.)
«—Secretas deformidades la afectan. (Voz de la rival.)
«—Si les dirige la palabra, escúpanle. (Voz del padre de familia.)
«El tetratronco trunco aceleró su rotación hasta deshacerse en mucílago mientras del dolmen monóstilo manaba como un suspiro un pulpo aéreo que se alejó sobre el mar con su estela de gas violeta. En ese momento Kitty Bauer oraba sonriendo la última canción de Marlene Dietrich y por el puente pasaba con su balde un marinero italiano, calibrado entre cuatro hileras de…»
Con su crepitación habitual estalla el teléfono. Las astillas del espejo del silencio se esparcen velozmente por el interior de un paralelepípedo de tres con diez por tres con setenta por tres con veinticinco metros. Es el señor Viminal, supereditor.
Señor Viminal: —¿Usted me llamó esta mañana?
Escriba: —Pretendí inquirir qué han decidido hacer con mis cuentos.
Señor Viminal: —Gracias al cielo, traigo buenas noticias para usted. Los leyó el señor Esquilino y dijo que eran aburridos pero que de algún modo hay que llenar la cuota anual de autores locales. Quedan en pie las objeciones del señor Vaticano, fácilmente atendibles: debemos cambiar el título de dos cuentos, suprimir en total quince párrafos peligrosos, reemplazar esas palabras que tanto disgustaron al señor Quirinal, y abolir el epigrama que parecería aludir al viejo Janículo.
Escriba: —No cuenten conmigo.
Señor Viminal: —No contamos. El corrector señor Celio se encargó de las sustituciones, y el libro corregido ya fue presentado al censor palatino monseñor Pincio. Si lo rechaza, como es probable, le devolvemos el manuscrito y usted queda bien con todos.
Escriba: —¿Y si lo acepta?
Señor Viminal: —No cante victoria antes de tiempo. El censor tarda siempre sus buenos meses en gestar alguna opinión. Bástele saber que su libro se encuentra en franco proceso de publicación. Después de todo, recuerde que usted escribe en castellano, a todas luces una lengua muerta.
Escriba: —A ratos intento revivirla.
Mientras los treinta y siete metros cúbicos de silencio roto se calman, el escriba sigue anotando, eligiendo, descartando, coleccionando, repartiendo:
«…pestañas e inmediatamente refutado; cuando las pestañas regresaron a adornar como Bernini el poste mágico, las niñas doradas que esos pelos protegían constataron la entrada en escena de dos niñas rubias de edades diversas y un automatón varón. Cada uno sostenía su pata de una estufa francesa; ambas fleurties babeaban meretriciamente y el joven de buena sociedad joco-gorjeaba: 'Quietas que me voy.' Posaron el horno sobre cubierta y juntando las seis manos como un loto de voto entraron en el antro de fundición; con chillidos de gozo cerraron la puerta ribeteada de amianto y salamandra. El involucro mixto vibró, tembló, retumbó, saltó, despidió humo, pintura marrón, agujas de reloj, guedejas de relay, tenias, pararrayos y paratruenos, para desmenuzarse finalmente in toto y ex cathedra silbando Sur le Pont de Max, con Gran Bulla.
«—¡Qué desagradable! —ronroneó Kitty-Marlene, decidida a conceder cada vez menos atención a las exageraciones de esa herrumbre picróstila de donde emergían ahora camellos damasquinados con gualdrapas de películas en tecnicolor, locomotoras de lona, convoyes de osos hormigueros y una gran bola de nieve maculada; tres procesiones en lambreta: el desfile del Circo Universal, el desfile del Primero de Mayo y el desfile de los años; la precesión de los equinoccios, la nutación de los polos, la erección de los pelos y numerosas discrepancias paralácticas; los ases fallecidos del volante, las mejores mareas observadas y una gran perra; las meninas (solas), una
mise-en-scéne
del Coronel Mizansén, las premiadas en el concurso Colgate y las preñadas el Día del Cartero, los nuevos elementos radiactivos y como número especial las más bonitas marcas de la milla, convirtiéndose sucesiva o alternativamente en foseólos y túsculos marinos al tuntún de las olas.