En la ciudad olvidada de Opar, el sangriento altar de sacrificios dedicado al Dios Flamígero se yergue sobre las criptas repletas de oro destinado a la fabulosa Atlántida. Es el reino de La, gran sacerdotisa de ese mundo perdido, que sueña todavía con el poderoso hombre-mono que ya una vez escapó de su cuchillo.
Tarzán tampoco ha olvidado las inmensas riquezas de Opar. Pero el destino reserva una cruel sorpresa al señor de la jungla. Azotadas por un violento terremoto, las rocas de la cripta hieren a Tarzán. Lord Greystoke, la familia y la civilización desaparecen de sus recuerdos. En medio del horror que lo rodea, solo permanece en su memoria el recuerdo de su infancia entre los salvajes simios que le enseñaron a sobrevivir.
Edgar Rice Burroughs
Tarzán y las joyas de Opar
Tarzán 5
ePUB v1.0
Zaucio Olmian30.06.12
Título original:
Tarzan and the Jewels of Opar
Edgar Rice Borroughs
1ª edición en revista:
All-Story Weekly
, de 18/11 a 16/12/1916
1ª edición en libro: A.C. McClurg, 20/04/1918
Traducción: Emilio Martínez Amador
Portada original: J. Allen St. John
Retoque portada: Zaucio Olmian
Ilustraciones: J. Allen St. John
Editor original: Zaucio Olmian (v1.0)
ePub base v2.0
Tarzán armó otra flecha y apuntó con cuidado…
UN BELGA Y UN ÁRABE
S
I EL TENIENTE Albert Werper logró escapar a la destitución fulminante, y aunque por muy poco, fue gracias al prestigio de su apellido, un apellido que había deshonrado ignominiosamente. Al principio, aceptó con reconocimiento y humildad que, en vez de verse sometido al consejo de guerra, que era lo que merecía, le destinaran a aquel puesto militar del Congo. Pero seis meses de monótona rutina, de aterrador aislamiento en un lugar dejado de la mano de Dios, le habían hecho cambiar de opinión. No cesaba de darle vueltas en la cabeza a su mala suerte. Se pasaba los días sumido en un estado de enfermiza autocompasión que, con el tiempo, engendró en su débil y titubeante cerebro un odio obsesivo hacia los que le habían enviado allí, precisamente las mismas personas a las que con anterioridad agradeciera desde el fondo de su alma el que le librasen de la infamante degradación.
Deploraba no poder disfrutar de la vida alegre de Bruselas, aunque en ningún momento lamentó los errores que le arrancaron de la más divertida de las capitales y, a medida que iban transcurriendo los días, el resentimiento del teniente Albert Werper fue concentrándose cada vez con más intensidad en el representante en el Congo de la autoridad que lo había exiliado: su capitán y superior inmediato.
Este oficial era un hombre frío y melancólico, que inspiraba escaso afecto entre sus subordinados directos, si bien los soldados indígenas de su pequeña unidad militar sentían por él gran temor y respeto.
Werper se había acostumbrado a pasar horas y horas sentado junto a su jefe en el porche del alojamiento común. Fumaban los últimos cigarrillos de la noche abismados en un silencio que ninguno de los dos parecía tener el menor deseo de interrumpir. El insensato odio del teniente fue aumentando hasta convertirse en una especie de monomanía.
El natural talante taciturno del capitán se convertía a los ojos del teniente Werper en una premeditada voluntad de insulto, de echarle en cara sus pasados delitos. Daba por supuesto que su superior le despreciaba, y tal idea le iba reconcomiendo y envenenando rencorosamente por dentro, hasta que una noche su demencial obsesión estalló de súbito en forma de instinto homicida. Sus dedos acariciaron la culata del revólver que llevaba al cinto, sus párpados se entrecerraron y sus cejas se fruncieron.
—¡Es la última vez que me insulta! —gritó al final, mientras se ponía en pie de un salto—. Soy oficial y caballero y no voy a tolerar por más tiempo su actitud. ¡Exijo una explicación, so cerdo!
Con expresión de profunda sorpresa, el capitán miró al teniente. No era la primera vez que veía a un hombre atacado por la locura de la selva…, la locura de la soledad, del ensimismamiento, del girar continuamente alrededor de una obsesión sin salida. Todo ello con algún toque adicional de fiebre.
El capitán se levantó y extendió el brazo para poner las manos en el hombro del teniente Werper. Ascendieron hacia sus labios palabras tranquilizadoras, pero no tuvo tiempo de pronunciarlas. Werper tomó el gesto de su superior como un intento de agresión. El revólver del teniente se alzó hasta alcanzar el nivel del corazón del capitán y en el momento en que éste daba un paso adelante, Werper apretó el gatillo. El oficial cayó redondo, sin un gemido, sobre el tosco entarimado del porche y, al mismo tiempo que se desplomaba, la neblina que envolvía el cerebro de Werper desapareció y el teniente se contempló a sí mismo y contempló el crimen que acababa de cometer bajo la misma luz que lo verían quienes estaban destinados a juzgarlo.
Del barracón de los soldados le llegaron exclamaciones excitadas y el ruido de los hombres que corrían hacia él. Le cogerían y, si no lo pasaban por las armas en el acto, lo llevarían Congo abajo hasta un centro castrense donde un tribunal militar legalmente constituido lo ajusticiaría con idéntica efectividad, aunque de modo más reglamentario.
Lo que menos deseaba Werper era morir. Nunca había tenido tantas ganas de conservar la vida como en aquel momento en que de un modo tan concluyente se había jugado su derecho a vivir. Los soldados estaban ya muy cerca. ¿Qué podía hacer? Miró a su alrededor como si buscara alguna forma tangible de excusa que justificara su homicidio, pero lo único que encontraron sus ojos fue el cadáver del oficial al que de un modo tan arbitrario acababa de asesinar.
A la desesperada, dio media vuelta y huyó de los soldados que amenazaban ya con echársele encima. Atravesó a la carrera el espacio del perímetro, con el revólver todavía empuñado con fuerza. Cuando llegaba a la puerta del recinto, un centinela le dio el alto. Werper no se detuvo a dar explicaciones ni a ejercer la influencia de su graduación, simplemente levantó el arma y descerrajó un tiro al inocente negro. Instantes después, tras apoderarse rápidamente del rifle y la canana del centinela, el fugitivo franqueaba los portones del acuartelamiento y desaparecía en la tenebrosidad de la jungla.
Durante toda la noche, el teniente Werper no cesó de adentrarse en la espesura selvática. De vez en cuando, el rugido de un león le inducía a detenerse y aguzar el oído, pero en seguida reanudaba la marcha, con el rifle amartillado y a punto. Le imponían más temor los perseguidores humanos que iban tras él que los carnívoros salvajes que pudieran encontrarse por delante.
Amaneció, por fin, pero el teniente no interrumpió su avance. El hambre, la sed y el cansancio se desvanecían ante el pánico que le inspiraba la posibilidad de que le capturasen. Su única idea era escapar. Pensaba que sería peligroso hacer un alto para descansar o para comer, así que continuó adelante, a trompicones, tambaleándose, hasta que le fallaron las fuerzas, cayó de bruces y ya no pudo incorporarse. Ignoraba si quería o no saber cuánto tiempo llevaba huyendo. Y cuando le fue humanamente imposible continuar la fuga, el agotamiento y la pérdida de los sentidos le impidieron darse cuenta de que había llegado al límite de sus fuerzas.
Y así fue como le encontró Ahmet Zek, el árabe. Los esbirros de Ahmet se mostraron partidarios de atravesar con un venablo el cuerpo de su atávico enemigo, pero Ahmet no compartió tal idea. Antes quería interrogar al belga. A un hombre, siempre era más fácil interrogarle primero y matarlo después, que matarlo primero e interrogarle después.
De modo que ordenó que trasladasen al teniente Albert Werper a su tienda, donde los esclavos del árabe facilitaron al belga comida y vino, en pequeñas dosis, hasta que recuperó el conocimiento. Al abrir los ojos, el oficial belga vio una serie de rostros de indígenas que le resultaban completamente desconocidos y, justo delante de una tienda, la figura de un árabe. No aparecían por ninguna parte uniformes de soldados.
El árabe volvió la cabeza y, al ver que el prisionero tenía los ojos abiertos, entró en la tienda.
—Soy Ahmet Zek —se presentó—. ¿Quién eres tú y qué haces en mi territorio? ¿Dónde están tus soldados?
¡Ahmet Zek! Werper le miró con ojos como platos, al tiempo que el alma se le caía a los pies. Estaba en poder del más conocido de los asesinos de la región, un individuo sanguinario, que odiaba a los europeos en general y a los que llevaban el uniforme belga en particular. Las fuerzas militares del gobierno belga destacadas en el Congo llevaban largos años combatiendo infructuosamente a aquel hombre y sus seguidores, en una guerra en la que ninguno de los dos bandos pedía ni esperaba cuartel por parte del adversario.
Sin embargo, en ese mismo odio del árabe hacia los belgas vislumbró Werper un rayo de esperanza. También él era un fugitivo, un fuera de la ley. De forma que Ahmet y él tenían por lo menos un rasgo en común, un interés del que él podría sacar provecho si sabía jugar bien sus cartas.
—He oído hablar de ti —manifestó— y te estaba buscando. Los míos se me han puesto en contra. Los odio. En este preciso instante, los soldados me están buscando para matarme. Estaba seguro de que tú me protegerías frente a ellos, porque tú también los odias. A cambio, me pondré a tu servicio. Soy un soldado experto. Sé luchar y tus enemigos son mis enemigos.