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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El Capitán Tormenta (6 page)

BOOK: El Capitán Tormenta
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—Muley-el-Kadel debe de tener el pellejo muy duro y ya se está restableciendo. De aquí a dos días ya podrá montar de nuevo a caballo. ¡Ah! Debo comunicarte otra nueva muy importante que sin duda, te extrañará.

—¿Qué noticia es?

—Que también Laczinski, el polaco, se va restableciendo muy deprisa.

—¡Laczinski! —exclamaron a la vez el capitán y Perpignano.

—Sí.

—¿No murió a consecuencia del golpe de cimitarra?

—No, señor. ¡Por lo visto los osos de los bosques polacos tienen dura la osamenta!

—¿Y no le dieron el golpe de gracia?

—No, ya que renegó de la cruz y abrazó la fe del Profeta —replicó El-Kadur—. ¡Ese aventurero tiene una conciencia muy elástica y venera igual la cruz que a la Media Luna!

—¡Es un canalla! —barbotó encolerizado Perpignano— . ¡Luchar contra nosotros, contra sus hermanos de armas!

—Y en cuanto se encuentre restablecido será nombrado capitán en el ejército turco —agregó el árabe—. Uno de los bajás le ha asegurado que le dará ese destino.

—Ese hombre debe sentir por mí un odio mortal, sin que yo le haya dado el menor motivo para ello. Si a veces no me…

—¿Qué capitán? —indagó el veneciano, al ver que interrumpía sus palabras de improviso.

En lugar de responder, el capitán Tormenta preguntó al árabe:

—¿Aún nada?

—¡Nada! —repuso El-Kadur con gesto de desolación—. No comprendo por qué ocultan de esta manera el lugar adonde fue llevado el caballero Le Hussière.

—No obstante resulta imposible que lo desconozcan todos —adujo el capitán Tormenta, lanzando un suspiro—. ¿Le habrán dado muerte? ¡Dios mío, qué sospecha!

—No, señora. Tengo la certeza de que está con vida. Me imagino que le tienen encerrado en algún castillo de la costa, en la idea de que consienta en abrazar la religión islámica. Es un hombre muy valeroso a quien los turcos desearían tener entre sus guerreros, ya que les sería de mucha utilidad para conducir sus hordas, valientes pero indisciplinadas.

El capitán Tormenta se había dejado caer encima de un montón de escombros, como acometido por una imprevista debilidad.

Perpignano y el árabe le contemplaban, intensamente emocionados.

—¡No podré averiguar nunca qué ha sido de él! —musitó la duquesa, estallando en un apagado sollozo.

—¡No desesperes, señora! —dijo el árabe—. ¡No desisto de mis esfuerzos hasta conocer a dónde le han llevado! Estás enterada de que vive, y ya esto ha de ser un gran consuelo para ti.

—Pero no tienes nada que demuestre cuanto dices, El-Kadur.

—Es verdad. Pero si le hubiesen matado, se conocería en el campamento.

—¿Y por qué esconden de esa forma el sitio donde le tienen preso?

—Eso no puedo saberlo.

El capitán Tormenta se había incorporado.

—¡Sí, es verdad! ¡No debo desesperarme!

En aquel instante un tremendo clamor turbó el silencio nocturno.

En el campamento turco sonaban las trompas y los timbales de la caballería y un vocerío enfurecido, unido a los disparos de armas de fuego.

Miles de antorchas habían sido encendidas como de improviso y discurrían por la extensa llanura, yendo a reunirse hacia el centro del campamento, donde sobresalía por encima de las demás la grandiosa tienda del gran visir, general supremo de las fuerzas otomanas.

El capitán, Perpignano y El-Kadur se habían aproximado inmediatamente al parapeto del fuerte, en tanto que las trompetas de los centinelas cristianos tocaban alarma y los guerreros que habían estado dormitando hasta entonces se armaban y corrían hacia las murallas.

—¡Se disponen para el ataque general! —comentó el capitán Tormenta.

—No —contestó el árabe, con pausada voz—. Es una revuelta que ha ocurrido en el campamento turco, la cual ya estaba prevista de antemano.

—¿Contra quién?

—Contra el gran visir Mustafá.

—¿Por qué razón? —inquirió Perpignano.

—Para forzarle a continuar el asedio de la ciudad. Ya hace ocho días que las fuerzas se hallan inactivas y empiezan a murmurar.

—Todos lo habíamos observado —convino Perpignano—. Por fuerza el gran visir tiene que encontrarse enfermo.

—Al parecer disfruta de una magnífica salud. Su corazón es el que se halla encadenado.

—¿Qué quieres dar a entender, El-Kadur? —preguntó el capitán.

—Que una joven cristiana, de Canea, lo ha hechizado. El visir profundamente enamorado y aceptando el consejo de la bella muchacha, os ha concedido una larga tregua.

—¿Puede ser que los ojos de una mujer puedan influir de tal manera en tan fiero capitán? —exclamó el teniente.

—Se asegura que es una belleza extraordinaria. Sin embargo, no me agradaría encontrarme en su lugar, ya que todo el ejército solicita su muerte, considerando que es un impedimento para proseguir la campaña.

—¿Y piensas que el visir aceptará las exigencias de sus guerreros? —inquirió el capitán.

—Ya comprobaréis cómo no es capaz de oponerse —respondió el árabe—. El sultán dispone de espías en el mismo campamento y, si supiese que está cundiendo el descontento entre sus guerreros, no vacilaría en obsequiar a su comandante supremo con un lazo de seda. Y ya sabéis lo que semejante regalo quiere dar a entender: ahorcarse o dejarse empalar.

—¡Desgraciada muchacha! —exclamó el capitán Tormenta con acento conmovido—. ¿Y qué más puede ocurrir?

—Cuando esa encantadora jovencita muera, podéis esperar un furioso asalto. Las huestes islamitas se encuentran nerviosas por lo prolongado del asedio y se arrojarán sobre Famagusta como un mar tormentoso contra las peñas.

—¡Los acogeremos como se merecen! —repuso Perpignano—. Nuestras espadas y corazas son fuertes y no nos tiemblan los corazones.

El árabe inclinó la cabeza y, examinando con angustia a la duquesa, agregó:

—¡Son muy numerosos!

—Como no conquisten la ciudad por sorpresa…

—Siempre podré avisarte con tiempo. ¿He de regresar al campamento turco, señora?

El capitán Tormenta no respondió.

Apoyado contra el parapeto, prestaba atención a las vociferaciones de los sitiadores y examinaba con aspecto de preocupación los millares de antorchas que se movían en torno a la tienda del gran visir.

Entre aquel griterío ensordecedor, que parecía el bramido del mar azotado por el viento, se escuchaban en ocasiones miles de voces que exclamaban:

—¡Muera la esclava! ¡Queremos su cabeza!

Y los timbales, las trompas y los disparos hacían enmudecer aquella fiera gritería, y aquellas maldiciones que brotaban de cien mil pechos se convertían en un horrible rugido, como si el campamento de los infieles hubiese sido de improviso invadido por infinidad de animales salvajes llegados desde los desiertos asiáticos y africanos.

—¿Debo regresar, señora? —insistió El-Kadur.

El capitán Tormenta repuso, con un estremecimiento:

—¡Sí, márchate! ¡Aprovecha este momento de tregua y no abandones tus averiguaciones si deseas verme feliz!

Los ojos del hijo del desierto fueron atravesados por una sombra de infinita tristeza y contestó con tono resignado:

—Haré lo que deseas, señora, con tal de ver tus bellos labios sonreír y tu frente tranquila.

El capitán Tormenta hizo a su teniente una indicación para que le aguardara y se fue con el árabe hasta el parapeto del fuerte.

—¿Me dijiste que el capitán Laczinski no había muerto? —preguntó.

—Sí, señora. Y, por el momento, no parece tener muchos deseos de abandonar esta vida.

—¡Espíale!

—¿Teme algo de ese renegado? —inquirió el árabe, irguiéndose con aspecto amenazador.

—Presiento en él a un enemigo.

—¿Por qué razón te odiará?

—Ha logrado descubrir que soy una mujer.

—¿Temes que esté enamorado de ti? —interrogó El-Kadur mientras su rostro se demudaba como consecuencia de un acceso de terrible cólera.

—¡Quién sabe! —respondió la duquesa—. Acaso me odie porque la mujer ha derrotado al León de Damasco y tal vez, si bien en secreto, me ame apasionadamente. ¡No es sencillo entender el corazón humano!

—¡El vizconde Le Hussière de acuerdo; pero el polaco, no! —dijo el árabe con mal reprimido despecho.

—¿Serías capaz de imaginar que amo a ese aventurero?

—Jamás lo creería, señora. Pero de ser así… ¡El-Kadur tiene un yatagán en el cinto y lo clavaría hasta la empuñadura en el pecho de ese renegado!

Se advertía en aquel instante en el semblante del salvaje hijo del desierto tan gran expresión de ira, que el capitán Tormenta no pudo menos de sentirse impresionado. Era una desesperación inmensa, terrible.

—¡No te inquietes, mi buen El-Kadur! —dijo la duquesa—. O Le Hussière, o ninguno. ¡Lo quiero demasiado!

—¡Adiós, señora! —se despidió el árabe, luego de unos breves instantes—. ¡Espiaré a ese hombre, en quien adivino un enemigo de tu felicidad, igual que el león vigila la presa que agoniza! ¡Cuando tú ordenes, el pobre esclavo lo matará!

Y sin aguardar a que la duquesa le respondiera, saltó el parapeto y, dejándose deslizar por la muralla, desapareció apresuradamente entre la oscuridad.

La joven duquesa había permanecido quieta, intentando hallar entre las sombras nocturnas el
faub
de su leal esclavo.

—¡Cómo debe de sufrir su corazón! —murmuró—. ¡Pobre El-Kadur! ¡Más te hubiera valido permanecer en poder de tu antiguo y feroz amo!

Al verla sola, Perpignano se había dirigido hacia ella.

—¡Al parecer los turcos se han apaciguado! —comentó—. ¿Habrán asesinado a la cristiana? ¡Esos miserables son capaces de cualquier cosa, y, cuando se hallan dominados por la cólera, no respetan a nada ni a nadie, ya sean mujeres o niños!

—¡Lo sé de sobra! —murmuró la duquesa.

Mientras tanto, los gritos se habían interrumpido en el campamento turco y ya no se percibían los timbales de la caballería ni el sonido de las trompas. Solamente se veía cómo las antorchas se congregaban en distintos lugares o bien cómo se extendían en inacabable fila, que formaba una caprichosa línea de fuego en la oscuridad de la noche.

Los capitanes cristianos, seguros de que, por lo menos de momento, los infieles no pensaban lanzarse al asalto de la ciudad, habían ordenado a sus compañías retornar a las tiendas de campaña, dejando una fuerte guardia junto a los fuertes y las culebrinas.

Como ya anticipó El-Kadur la noche transcurrió sin la más mínima alarma, y los sitiados pudieron descansar con toda tranquilidad.

Casi no había comenzado a despuntar la aurora, cuando cuatro caballeros turcos que portaban en las alabardas banderines de seda blanca, precedidos por un trompetero, llegaron hasta debajo de la muralla del fuerte de San Marcos —en cuya plataforma se reunían por lo común los capitanes cristianos— con el objeto de solicitar una breve tregua para hacerles presenciar un insólito espectáculo, que afirmaban había de influir en gran manera en la suerte de la guerra.

Imaginando que se trataba de algún nuevo reto, los capitanes venecianos, que no deseaban excitar en demasía a aquellas fieras gentes de quienes dependía su destino, luego de un breve consejo, aceptaron prometiendo no disparar hasta después de mediodía.

Diez minutos más tarde, los sitiados, que no confiando demasiado en las promesas turcas, se habían congregado en los fuertes, vieron desplegarse en la llanura a las numerosísimas hordas enemigas desfilando por batallones como para una revista.

En primer lugar pasaron los artilleros, de anchos calzones y uniformes multicolores, detrás de los cuales eran arrastradas doscientas culebrinas por magníficos caballos árabes con penachos y cubiertos con largas gualdrapas rojas; a continuación venían las compañías de
jenízaros
, temibles guerreros que constituían lo más selecto del ejército turco, hombres a quienes no arredraba la muerte y que una vez lanzados al ataque, ni espadas, ni culebrinas, ni mosquetes eran capaces de detener.

Siguieron los albanos, con sus raros vestidos de túnica blanca y larga, y turbante, con las fajas repletas de pistolas; los guerreros del Asia Menor, provistos de larguísimos arcabuces, alabardas y ballestas de las empleadas cien años atrás y cubiertos con relucientes cotas de acero, que seguramente se remontaban a la época de las Cruzadas. En último término apareció una inmensa columna de jinetes árabes y egipcios cubiertos por sus grandes mantos blancos, adornados con franjas rosadas.

Al son de las trompas y timbales, el poderoso ejército se dividió en varias columnas, formando en la llanura un amplio semicírculo cuyas alas desaparecían en el horizonte.

—¿Tal vez querrán amedrentarnos mostrándonos sus fuerzas?—preguntó Perpignano, volviéndose al capitán Tormenta, que examinaba con cierto temor cómo desfilaban aquellas inmensas hordas.

—Lo ignoro —repuso la joven duquesa—. No obstante, algo pretenden.

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando las trompas cesaron de sonar de improviso y los timbales callaron.

Las columnas se abrieron y por entre ellas apareció el gran visir Mustafá, con armadura de hierro bruñido y un turbante adornado de enorme penacho que relucía igual que si estuviese lleno de brillantes.

Cabalgaba sobre un caballo tordo y enjaezado con insólito lujo; bridas largas, como las empleadas por los marroquíes y berberiscos, una enorme gualdrapa de terciopelo carmesí con franja de oro que le alcanzaba hasta las corvas y fundas de terciopelo azul para las pistolas, con un par de grandes medias lunas de plata.

Iba tras él un heraldo con una gran trompeta y un estandarte de verde seda, y algo más retrasada, encima de una mula blanca, una joven envuelta en un amplio velo blanco, adornado con diminutas estrellas de oro, que la escondía a las miradas. A continuación cabalgaban capitanes y bajás, despidiendo fulgores a causa de sus corazas plateadas, y caballeros en magníficas monturas.

El gran visir, que marchaba delante conduciendo con segura mano a su brioso corcel, se detuvo a unos trescientos pasos del fuerte de San Marcos. Contemplando a los capitanes cristianos, desenvainó su cimitarra y, volviéndose hacia sus guerreros, gritó:

—¡Observad cómo vuestro visir rompe sus cadenas!

Con un inopinado movimiento hizo dar a su caballo media vuelta, poniéndolo junto a la mula, y, alzándose sobre los estribos, con un seco y tremendo golpe de cimitarra cortó por completo el cuello de la muchacha, haciendo rodar a enorme distancia la cabeza, que, en efecto, era muy hermosa.

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