El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (18 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Podríais hacer algo aún mejor —dijo, y sacó el otro Al-Kemal—. La semana pasada subí por la costa hasta el punto en que, según los mapas de estas islas, debe de estar su latitud respecto de Portugal. Allí preparé el Al-Kemal con este nudo —dijo, tocando uno de los nudos de la cuerda—. El otro es de Lagos, para que os traiga directamente a casa, en caso de que algo vaya mal.

Ella se quedó en silencio un momento y, cuando habló, el tono de su voz era suave.

—¿Por qué os habéis tomado todas estas molestias?

—Si Hamet-el-Baku no hubiera atacado el barco de vuestro padre, yo estaría todavía en los bancos de remos de una galera árabe y, sin embargo, hoy vuelvo a ser libre y hasta seré un hombre rico cuando vuelva del viaje de África.

—Pero la corte de Venecia aún no os ha declarado libre.

—Lo hará —afirmó Andrea, seguro de sí mismo—, pero esto vendrá después.

—Será antes de lo que pensáis, hijo mío —se les había olvidado a los dos que fray Mauro estaba con ellos—. El maestre Jacomé ha escrito a la compañía de judíos a la que pertenece el barco veneciano que se perdió cuando los turcos os hicieron prisionero. Les ha referido los hechos tal y como vos los presentasteis en la audiencia ante el príncipe Enrique. Antes de que volváis de vuestro viaje, puede que ya se os hayan retirado los cargos y revocado la sentencia.

—Ésta es otra buena razón por la que necesitaré el Al-Kemal, para volver rápidamente a Lagos y Villa do Infante —dijo Andrea, feliz—. ¿Habéis entendido bien cómo funciona, hermano? Quiero que los dos lo sepáis usar perfectamente.

—Lo habéis explicado tan claramente que hasta un niño podría guiar la nave de vuelta a casa, si supiera encontrar la Estrella Polar —le aseguró fray Mauro.

—¿Cómo lo usaréis para el viaje a África? —preguntó doña Leonor.

—Tengo pensado ir haciendo nudos en el cordel conforme navegamos hacia el sur —le explicó Andrea—. Luego, en el camino de vuelta, sólo tendré que guiarme por ellos para saber dónde estamos. Los capitanes del Océano índico han recorrido grandes distancias durante siglos, recalando con gran exactitud. De hecho los fenicios debieron de usar un método parecido, probablemente poniendo una mano entre la línea de visión y la Estrella del Norte y contando cuántos dedos cubrían el ángulo que obtenían.

Mientras regresaban por las dunas hacia su residencia en Villa do Infante, doña Leonor parecía ser la misma que antes de la fiesta. Se cogía a la mano de Andrea para ayudarse cuando el terreno era dificultoso. Incluso una de las veces, cuando tropezó con una raíz en mitad del camino, él tuvo que cogerla entre sus brazos para que no se cayera. Caminando despacio y hablando, no se dieron cuenta de que fray Mauro se les había adelantado. Cuando llegaron al pueblo, lo vieron entrar en la casa de don Bartholomeu.

La luz de la luna todavía alumbraba con fuerza, dando un resplandor de plata a todo el pueblo. Se sentía el aroma de las flores cuando llegaron al portón y entraron en el jardín de la residencia. Sin palabras, pero como por mutuo acuerdo, se detuvieron a la sombra de una pérgola que había al lado del pozo que daba agua a la familia.

—Me alegro de que hayáis decidido a favor de nuestra amistad, señora —dijo Andrea—. Si pudiera mantenerla diciendo la verdad, os diría que siento haberos besado la noche de la fiesta.

—¿Y por qué no ha de ser ésta la verdad, señor?

—¿Podría algún hombre ser sincero cuando dice que lamenta haber besado a una mujer tan hermosa?

—Una vez dijisteis que no soy más que una niña.

—Eso fue antes de que os conociera de verdad y de que pudiera admirar vuestra delicadeza e inteligencia.

Se rió fuerte y con ganas.

—¿Es mi inteligencia lo que admiráis de mí, señor? Os consideraba más galante.

Andrea tomó las manos de la joven entre las suyas, y ella no se resistió.

—La galantería es fácil cuando no es necesaria, señora. Mi elogio era real, lo digo desde lo más profundo del corazón.

—Y como tal lo tomo —le dijo seriamente—. Quiero que sepáis que mis oraciones para un feliz regreso os acompañarán.

—¿Nada más que vuestras oraciones, señora? Vos rezaríais por todos, aunque sólo fuera por compasión.

—¿Qué más puedo ofreceros?

—Un recuerdo de vuestra gracia y confianza, tal vez, como los que los caballeros llevan a la batalla.

—No tengo nada —dijo rápidamente. Entonces, con un tono de voz más bajo—. Tened.

Antes de que se diera cuenta de que lo estaba haciendo, se puso de puntillas y lo besó suavemente en los labios. Fue como el roce de un fragante pétalo de rosa.

—Id con Dios —dijo en voz baja, y antes de que pudiera tomarla entre sus brazos, ella se alejó hacia la casa.

Andrea se quedó un buen rato allí solo, al lado de la pérgola en flor. Se sentía profundamente conmovido por la sensación de afecto, intimidad y confianza que había brotado entre los dos y que era más fuerte de lo que incluso a él mismo le hubiera gustado admitir. Hasta aquella noche la había considerado sólo una joven bella y llena de gracia, pero se daba cuenta de que habían sido los labios de una mujer los que lo acababan de besar, y el cuerpo de una mujer el que había tenido entre sus brazos dos veces aquella noche. La primera vez, al acercarse a ella para ayudarla a usar el Al-Kemal y, la segunda, cuando había tropezado por el camino.

Se esforzó por recordar a Angelita, como para obligarse a mantener su lealtad hacia ella como dueña de sus sentimientos. A cualquier hombre se le haría difícil elegir entre las dos, pensó, quizás por ser tan diferentes.

Angelita, entre sus brazos, había demostrado ser una criatura llena de pasión y abandono, una verdadera hurí como la que los árabes esperaban encontrar en el Paraíso. La belleza de doña Leonor era mucho más frágil y, sin embargo, parecía tener más fuerza. Era exactamente esta fuerza lo que hacía que su entrega, que sólo la obtendría un marido al que amara profundamente, sería cien veces más completa y gratificante.

Mientras se encaminaba a la habitación que compartía con fray Mauro, Andrea se sorprendió a sí mismo recordando algo que había dicho a doña Leonor un día en la cubierta de la carabela Santa Paula, cuando ya se veía el perfil de Venecia.

—Me temo que hay pocas mujeres tan fieles como vos, señora —le había dicho—. Será muy afortunado el hombre a quien entreguéis vuestro amor.

Aquella noche lo había movido sólo la gratitud hacia la joven, por lo mucho que había hecho para salvarle la vida, pero ahora sabía que aquellas palabras habían sido mucho más reales de lo que entonces imaginaba.

Libro III Tierra de Riqueza
I

A finales de abril la nave de don Alfonso Lancarote zarpó de Lagos rumbo a las costas africanas. Una semana más tarde ya se veía en el horizonte el pico del volcán de Tenerife, mucho antes que el resto de las islas Afortunadas. Hicieron escala sólo un día en el puerto de San Sebastián, en la isla de Gomera, para coger comida y agua dulce, prosiguiendo más tarde su camino hacia el sur, ayudados por un buen viento en popa, y todo un mar ante ellos, bien iluminado por el sol.

Como navegante, Andrea viajaba en la Santa Clara, la carabela más grande de la flota que ondeaba la insignia de don Alfonso. Sin embargo, su posición no le dio derecho a privilegios especiales. Como el resto de la tripulación (salvo don Lancarote y sus dos ayudantes) dormía en cubierta, guardando sus pocas posesiones e instrumentos en un pequeño arcón del buque. El Al-Kemal lo llevaba dentro de un lienzo de lona, amarrado a la cintura, siguiendo la advertencia de Cadamosto de estar alerta ante los posibles ladrones.

El único camarote de la carabela estaba en la toldilla, como llamaban la cubierta parcial que iba desde el palo de mesana hasta el coronamiento de popa. Era lo bastante grande para don Alfonso y los dos
fidalgos
que lo ayudaban, João Gonçalves y Gil Vicente. Gonçalves era un hombre joven y apuesto de Lagos y Gil Vicente era un familiar suyo de Florencia, que había llegado sólo unos días antes de que zarpara el barco y les había pedido si podía acompañarlos.

El príncipe Enrique había insistido mucho en la precisión de los apuntes de navegación que debían tomar los capitanes de las naves a su servicio. Además, ya que las observaciones realizadas a bordo con los instrumentos de que disponían eran sólo parcialmente satisfactorias, había pedido que se anotara también toda la información relativa a cada una de las escalas del viaje. Los resultados obtenidos en los viajes anteriores habían sido incorporados a una serie de mapas de excelente calidad donde se mostraba la costa africana con todo lujo de detalles hasta las costas de la isla de Arguin, un poco más al sur del Cabo Blanco. Por otra parte, usando la información que habían obtenido del jefe de los beduinos, Adahu, unos años antes, y de los esclavos negros hechos prisioneros en expediciones anteriores, los cartógrafos tenían una idea aproximada del perfil general de la costa africana hasta una distancia considerable hacia el sur.

Por diversas fuentes se sabía que la tierra de los negros (o Guinea, “Tierra de Riqueza”, como a veces se la llamaba) quedaba al sur de los abrumadores desiertos del interior. Se estimaba que la frontera norte de Guinea debía de ser el gran río del que fray Mauro había hablado a Andrea. Los geógrafos de Villa do Infante creían que este río podría ser la parte occidental del Nilo, y que podría servirles para llegar hasta el reino del Preste Juan. Los esclavos negros que habían capturado en esta región decían que el río se llamaba Sanaga, y que su desembocadura se veía desde el mar gracias a unas palmeras altísimas que lo rodeaban.

Ninguno de los hombres del príncipe Enrique había llegado aún tan al sur, pero por la información que le había dado el maestre Jacomé, Andrea hizo un nudo en el cordel del Al-Kemal, basándose en la distancia que calculaba que habría entre las islas Canarias y el río Sanaga, creyendo que así podrían llegar hasta la desembocadura del río, incluso con mal tiempo.

Además del Al-Kemal Andrea utilizaba un astrolabio o “anillo del mar”. Se trataba de un círculo plano de metal que colgaba verticalmente de un gancho por un extremo. En la mitad del círculo, para que pudiese girar, había una regla o brazo de metal. Para usarlo se mantenía en alto con la cruz de diámetro paralela al horizonte, posición que adquiría automáticamente cuando se colgaba del gancho. Mirando a través del indicador móvil en la dirección del Sol o de la Estrella Polar, se podía calcular el ángulo de ambos respecto al horizonte.

Aunque en teoría era fácil de usar, daba muchos problemas si el mar no estaba en calma, porque con el movimiento de la nave resultaba difícil calcular con exactitud las indicaciones que marcaba. El cuadrante, que en realidad era sólo un cuarto de círculo del astrolabio y que en teoría era más cómodo de usar, era todavía menos exacto.

El compás, que a veces llamaban “la brújula genovesa”, se había usado durante los últimos siglos, y ya se conocían formas más sencillas que él incluso mucho antes. Era perfecto para determinar el Norte, pero no se podía determinar la posición de un barco en el mar respecto a la latitud o la longitud. Incluso algunos navegantes habían empezado a sospechar que a veces presentara algunas variaciones respecto al norte, según la zona del mundo donde lo usaran, aunque todavía no se habían registrado estas desviaciones con exactitud.

Para medir el tiempo, el barco de Andrea, como los demás, usaban un reloj de arena de media hora, que llamaban “ampolleta”. Estaba formado por dos botellas unidas por el cuello, que contenían la cantidad exacta de arena necesaria para que ésta pasara de una botella a otra en treinta minutos. Era muy exacto, pero tenía que haber un grumete que se encargara de darle la vuelta cada vez que la arena pasaba de una parte a otra del instrumento. En muchos barcos, el grumete tocaba una campana cuando le daba la vuelta, para avisar de que había pasado media hora, pero los grumetes a veces no la giraban en el momento justo, sino antes o después, por lo que se cometían algunos errores en los cálculos.

Contaban con otros dos métodos para medir la hora. A las doce del mediodía la sombra de una pequeña vara, un asta, caía sobre la aguja de la brújula, y giraban la “ampolleta”, marcando el inicio de un nuevo periodo de veinticuatro horas.

Un segundo método consistía en la observación de las estrellas, sobre todo la que los marineros consideraban (cuando se veía) su punto de referencia: la Estrella Polar. No suponía ningún problema reconocerla, ya que los marineros desde la Antigüedad habían observado que las dos estrellas finales (los “Guardianes”) de la constelación con forma de cucharón (que también llamaban El Carro, La Carreta, El Cazo o la Osa Mayor) apuntaban siempre hacia ella, e incluso habían calculado que la distancia entre los Guardianes y la Estrella Polar era seis veces mayor que la distancia entre los dos Guardianes.

También se sabía que tanto la Osa Mayor como la Osa Menor, que es una constelación más pequeña formada por las más brillantes del grupo, rotaban en torno a la Estrella Polar en algunos minutos menos que el tiempo comprendido entre un día y una noche. Hacía ya mucho tiempo que los marineros habían descubierto la forma de calcular el tiempo en función de dicha rotación y, para hacerlo, muchos de ellos llevaban siempre un instrumento llamado disco nocturno.

El disco nocturno no era difícil de usar, y consistía en un círculo de metal de 360 grados con dos indicadores y un agujero en el centro. Primero se observaba la Estrella Polar a través del agujero central, después se colgaba verticalmente uno de los indicadores, mientras que el otro se movía hasta que apuntara a los Guardianes, si se usaba la Osa Mayor, o a otra estrella muy brillante, la Kochab, en caso de usar como referencia la Osa Menor. Con las mediciones del indicador, junto a las escalas y el calendario, se calculaba el tiempo.

Con estos instrumentos se podía determinar algo incluso más importante: la longitud, o la altura Este-Oeste, como la llamaban los marineros de la época. Para ello había que observar al mismo tiempo un eclipse de luna, pero como no se esperaba ninguno hasta dentro de varios meses, Andrea no se preocupó en aplicar este método. Por otra parte, lo único que tenían que hacer era navegar directamente hacia el este desde cualquier punto de su ruta para llegar a las costas de África, así que el determinar la longitud sólo serviría para dar más datos a los cartógrafos de Villa do Infante cuando volvieran.

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