—Mi estimado señor —repliqué disculpándome—, justamente desde las doce estuve ingiriendo el
bitter
de Mr. Thrush, y lo único que puedo asegurarle es que desde entonces ninguna mujer de ninguna clase ha puesto los pies aquí. ¿No es cierto, Mr. Thrush? —terminé, introduciendo al tabernero en la conversación.
—Así es, Capitán Poynings —afirmó con la cabeza—. He visto uno o dos autos pasar de largo –continuó pensativamente— pero no he visto nada de particular. No hay mucho movimiento por este camino, ¿sabe usted? ¿Decía que era un Maraton sport? ¡Hum!… a ver… Son de color plateado, ¿no?
—El modelo corriente es todo cromado —replicó Custerbell—, pero el que estoy buscando ahora es una especie de amarillo prímula, tapizado en cuero verde brillante. Interrumpí de repente con bien fingida sorpresa.
¿Un Maraton amarillo tapizado en cuero verde? —repetí excitado—. ¿Y qué tipo tiene la muchacha, Mr. Custerbell? ¿Es pelirroja, por casualidad?
—¡Sí!, ¡sí! ¡Eso es! —contestó en seguida—. Cabellos color castaño obscuro. ¡Qué! ¿La vió usted?
Asentí decididamente.
—La he visto, creo, por la más simple casualidad. Hace alrededor de… a ver… ¡oh!, acaso hace tres cuartos de hora o un poquito más. Debe haber sido la misma joven, ¡claro! Muy joven, ciertamente atractiva, cabellos castaños, manejando un Maraton amarillo. Y casi juraría que el tapizado era verde…
—¿Pasó por aquí?
Sin duda alguna mi revelación había despertado intenso interés. Y tampoco había duda alguna del creciente desagrado y de la desconfianza que engendraban en mí sus maneras y sus ojillos astutos.
—No, exactamente —mentí con convicción—. Mire, fue en esta forma: hace alrededor de digamos tres cuartos de hora, justamente salí un momento para ver si alguien me había llevado la vieja bicicleta y, mientras estaba allí, vi que se aproximaba un auto. Era un auto amarillo, y ahora que se refiere usted a él casi estoy seguro que era un Maraton. Reconocí las líneas, pero dudo un poco del color. De lo que estoy seguro, es de que lo manejaba una joven pelirroja. No llevaba sombrero y pude verla claramente. Venía como de Horsham, es decir, desde el Norte, pero no llegó hasta aquí, pues justamente a este lado del cruce frenó estruendosamente, como si no estuviera segura de la dirección. Vi que miraba hacia atrás, al señalador de caminos, y entonces, casi en seguida, puso el auto en dirección contraria, viró a la izquierda, a mi izquierda y, finalmente, salió zumbando hacia la derecha, volviendo hacia… hacia… ¿A dónde conduce exactamente este camino, Mr. Thrush? —pregunté como casualmente volviéndome hacia el tabernero.
Bill Thrush, que Dios lo bendiga, ni siquiera pestañeó, aunque sabía perfectamente bien que era ociosa mi pregunta. Conozco todos los caminos, los senderos, y las sendas en el Rape y, en rigor, en todo el reino de Sussex.
—Si usted va lo suficientemente lejos, llegará a Brighton —replicó ominosamente, en el mismo tono de prevención que un predicador revivalista usaría para hablar del camino al infierno—, pero el primer pueblo que se encuentra desde aquí es Pulmer, luego Woodhurst, Bulking y después Berrington. Después de este…
—¿Dijo usted Berrington? —exclamó vivamente Custerbell.
—Sí, Berrington —confirmó el tabernero—; más allá de Applegrove estará…
—¡Entonces, está claro! —dijo Custerbell con una breve risa—. Mire usted, Mr. Poynings. Sussex podrá ser un lindo condado (o, diremos, reino), pero me gustaría que tuvieran ustedes más originalidad al nombrar sus ciudades y pueblos. Me doy cuenta exacta de lo que ha sucedido.
Asentí, maravillándome interiormente de que la fortuna sonriera a mis embustes.
—Ella confundió Berrington con Merrington —sugerí.
—Sin duda alguna. Ninguno de los dos hemos estado nunca por aquí, y justamente elegimos Merrington para almorzar, porque la Guía del Turista habla bien de la
Green Maiden
. Y entonces, cuando Bry… cuando mi amiga llegó a estas encrucijadas creyó que sería mejor comprobar su posición, y viendo que uno de los brazos del poste señalaba un punto que terminaba en «errington», salió por el camino equivocado. Apostaría —agregó mirando a Bill Thrush— a que Berrington es uno de los lugares que indica el poste, ¿verdad?
—Eso es —convino el tabernero, después de pensar un instante—. Esto es lo que debe haber sucedido, seguramente, señor.
—Sin embargo —objeté por pura fórmula—, la joven no puede haber sido muy observadora. ¡El brazo que señala aquel camino puede decir Berrington, pero el que señala éste tiene que decir Merrington!
—¡Oh!, no es nada —dijo Custerbell con una risita de fastidio—. Usted no la conoce como yo, Mr. Poynings.
—Ella es siempre muy apresurada, y la simple vista de una palabra que se asemeje a la que busca, le será suficiente. Por otra parte, las mujeres no tienen el sentido de la dirección.
—Criaturas casuales, algunas de ellas —agregué indolente.
Custerbell asintió, tomó su sombrero y se dispuso a partir.
—Bueno, será mejor que vaya a buscarla —dijo alargándome la mano—. ¿A qué distancia está Berrington, tabernero?
—Me parece que es cosa de once o doce millas, señor.
—Bueno. Espero que me estará aguardando allí, y probablemente se habrá dado cuenta de que convinimos encontrarnos en Berrington y no en Merrington. De cualquier forma, debe estar esperando la comida, pobre muchacha. Bueno, adiós, Mr. Poynings. Encantado de haberlo conocido y un millón de gracias por su ayuda. Tuve suerte en venir aquí, ¿no es cierto?
Le estreché la mano y pude ocultar con éxito mi repugnancia.
—Mucha suerte, en verdad —murmuré, con sinceridad—. Encantado de haberle sido útil.
Me saltaba el corazón en el pecho conforme iba saliendo del bar. Si se iba derecho hacia el auto y se marchaba, habría una excelente oportunidad de que no descubriera el Maratón amarillo de Bryony, que tan providencialmente ella había llevado detrás de la taberna. Si, por otra parte, se le ocurría explorar los alrededores, era inevitable que lo descubriría, y eso me colocaría en una situación embarazosa. Al mentir al joven de las verrugas, al bizco y amarillento Custerbell respecto a los movimientos de Bryony, lo había hecho instintivamente: con una sensación completamente injustificada de que no se trataba de un amigo, sino de un enemigo… Por una serie de razones, desconfiaba de su historia. Sin embargo, podía haberme equivocado. Todavía quedaba por ver cómo reaccionaría Bryony a esta nueva revelación, y cómo la presentaba yo. Y al mismo tiempo, asombróme un tanto que mi prolongada ausencia no la hubiera impulsado a ir a buscarme.
Con una gran sensación de alivio oí que el Speedwell estaba en marcha, segundos después que Custerbell hubo salido del bar; y a los pocos instantes vi la silueta escarlata del auto en rápida marcha hacia el cruce de los caminos. Desde la ventana del bar observé que tomaba la bifurcación que conducía a Pulmer, Woodhurst, Bulking, Berrington, Brighton y, por mi gusto, hasta el mismísimo infierno. Después, enjugándome la frente, me volví con un gesto al admirable Bill Thrush.
—Lo felicito —exclamé, dirigiéndole una mirada de aprobación—. Todavía vamos a hacer de usted un South Saxon, Mr. Thrush. Me parece que hemos llevado este asunto bastante bien, entre los dos. Lamento haberlo metido en estos pequeños embustes, pero era necesario.
—¡Ah! —replicó el tabernero, atisbando pensativamente a mi cubilete vacío—. Creo que no le veremos el pelo hoy, capitán Poynings. Todo salió a las mil maravillas, ¿no es cierto?
Se abrió de repente la puerta trasera del bar, y la pelirroja cabeza y el rostro travieso de Bryony aparecieron en la abertura.
—¡Sois un encanto los dos! —murmuró ansiosamente—. Yo puedo mentir un poco, ¡pero ustedes dos estuvieron formidables!…
D
ESDE ESTE
instante tomé el incontestable control de la situación. Normalmente soy el último hombre en hacer sentir su peso, pero, una vez que lo hago, lo hago bastante bien. Repitiendo a Shaw, debo prevenir, como hombre de letras, a mis lectores, y contra la suposición de que nunca procuré ganarme la vida honestamente. A pesar de que ahora soy un infeliz tinterillo, con una bicicleta de mujer y una barba, en mi tiempo fui un buen soldado, y creo poder decir que tengo habilidad para desplegar mi acción en forma de poder anticiparme a los más obvios movimientos de mi enemigo. Verdad es que en este asunto tuve alguna desventaja al no tener completo conocimiento de la identidad de mi enemigo, de sus disposiciones o estratégicas intenciones, ni del fundamental casus belli; pero, por lo menos, sabía lo bastante para conocer la naturaleza y alcance de las operaciones de inmediata resolución.
Y así, minutos después de haberse retirado Mr. Ronald Custerbell de
The King of Sussex
, yo había movilizado mis fuerzas, y especificado a Bill Thrush que me proveyera de un galpón cerrado y vacío en el cual poder ocultar el auto de Bryony y mi bicicleta, rápidamente. Y en este mismo breve período yo había compuesto y recitado al tabernero una corta, pero convincente historia, de todos los insólitos sucesos que se le habían presentado desde el mediodía.
Tuve el cuidado de evitar un excesivo despliegue de detalles, con el feliz resultado de que, inmediatamente, sin vacilación alguna, se tragó la píldora. Presenté a Bryony como a una sobrina mía, ingenua y sin experiencia, quien, para escapar a las desagradables e incorrectas atenciones del verrugoso Custerbell, me había pedido, por ser su pariente más cercano y más entrado en años, que nos encontráramos para ayudarla a salir de tan desdichado enredo. La misma Bryony, en alguna forma milagrosa, había conseguido asumir un aspecto desoladoramente virginal y perseguido, dando la impresión de que en cualquier momento iba a estallar en cándidas lágrimas. El reverente temeroso de Dios y observador de las leyes, Mr. Thrush, cuidadoso, sin duda, del bienestar moral de su propia y huérfana hija, asintió lentamente y solo un gruñido, indicador, a un tiempo, de indignación y de su determinación de velar por la virtud de la señorita, a toda costa. Pienso que, muy razonablemente, estaba dispuesto a creer cualquier cosa de un bebedor de agua.
En verdad, fue el mismo tabernero quien hizo la acertada sugestión de que tomáramos nuestro retrasado almuerzo, no en la sala, que estaba mal situada para la observación y para la defensa contra cualquier ataque sorpresivo, sino en una de las habitaciones de arriba, desde donde, tras la antigua cortina de encaje, podía obtenerse una buena vista del cruce de los caminos y de sus cercanías.
La habitación que nos ocupa resultó ser una especie de sala dormitorio, amueblada en estilo muy semejante al de la sala, pero con la adición de una cama gigantesca. Mientras Bill Thrush estuvo con nosotros extendiéndose sobre las bellezas y ventajas de la habitación, Bryony continuaba lanzando pequeñas ojeadas aprensivas a la cama «recuerdos de gacela asustada», y en forma increíble, la picarona llegó a ruborizarse. Pero una vez que estuvimos solos, sus facciones volvieron a la normalidad y sus ojos verdes empezaron a danzar, picarescos.
—De la sartén al fuego —suspiró burlonamente—, Roger querido. Creo que usted sobornó a este viejo astuto para que nos trajera aquí, mientras yo no escuchaba. ¿Piensa aprovechar el día?
La miré ceñudo, pero sus palabras me sugirieron una acertada idea. La dejé por un momento y fui en busca del tabernero para hacerle ver la urgente necesidad de mantener la más estricta reserva respecto a Bryony y a mí mismo, en el caso de que se hicieran averiguaciones. Mr. Thrush, antes de que yo hubiera puesto en su mano un billete doblado, prometió afirmar que no sabía absolutamente nada de Bryony, salvo la información dada en su presencia al de las verrugas; y también, informar a cualquier curioso visitante que yo hacía mucho tiempo que me había ido de la taberna, con la bicicleta. También le previne que estuviera alerta contra las asechanzas, como, por ejemplo, una repentina llamada telefónica preguntando por Bryony o por mí. Yo sabía que estas precauciones parecían algo superfluas pero me sentí más contento cuando fueron tomadas en cuenta.
Cuando volví a reunirme con Bryony, encontré a la hija del tabernero, que estaba tendiendo la mesa cerca de la ventana. Durante los siguientes veinte minutos, mi compañera y yo estuvimos disfrutando de una inesperada y suculenta comida. Solamente cuando levantaron la mesa y se hubo retirado la hija del tabernero, fue cuando volví al asunto.
Colocadas a lo largo de las paredes había media docena de sillas, con diferentes grados de incomodidad. Arrastré un par de ellas junto a la ventana, y Bryony y yo nos sentamos frente a frente.
—Y ahora —empecé con mis mejores maneras del
Staff College
—, ya es tiempo de que «apreciemos la situación» y de que comencemos a planear en detalle nuestra campaña. Primero, una pregunta, si no tiene usted inconveniente: ¿qué oyó usted, realmente, de mi conversación con el joven Custerbell?
Bryony abrió los ojos con asombro.
—¿Custerbell?. —repitió con extrañeza—. ¿Dijo que se llamaba Custerbell?
—Eso es —confirmé—. ¿Por qué? ¿No se llama así?
—Su nombre —replicó pensativamente— es Lowe… Ronald Custerbell Lowe. Y el apellido se puede decir que le viene bien.
[1]
—Bajo, de nombre y de instintos, ¿eh?
—Usted lo ha dicho, querido. Es más rastrero que una serpiente. El asunto es porqué dijo que se llamaba Custerbell. ¿Está usted seguro que no dijo Custerbell Lowe?
—Seguro —dije decisivamente—. Dejemos el asunto de la nomenclatura por el momento, y volvamos a mi pregunta. ¿Qué escuchó usted de nuestra conversación?
—Me imagino que lo que interesaba, Roger. Oí cuando llegó su Speedwell. No me gustó mucho, y me deslicé a la vuelta de la taberna para ver lo que estaba haciendo. Reconocí el auto o creí reconocerlo; volví a la sala, encontré la puerta interior oculta por esas horribles cortinas, y me deslicé por el pasillo que conducía a otra puerta detrás del bar. Cuando llegué allí, estaba usted empezando esa historia de Guillermo el Conquistador, alias Bill el Bastardo.
—Bien. Entonces ¿conoce usted a Custerbell o Lowe?
—Vagamente.
—Pero no tanto como él parecía dar a entender. Ese cuento suyo de haber planeado pasar un día juntos, por ejemplo, ¿era verdad, por casualidad?
—¡Por favor! ¡no! ¿Por quién me toma usted?
—No sé. Sin embargo… estoy procurando mantener mi promesa de no meterme en sus asuntos particulares, Bryony. Pero ¿quiere decirme si este es el Custerbell Lowe a que se refería usted antes cuando admitió que había un hombre responsable de su presente dilema?