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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (46 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Aprovechando la ocasión, puesto que la Policía seguía ocupada tratando de reducir al capitán del barco y a su socio Dimitri, la cubana echó a correr hacia la parte de babor, olvidándose del cadáver de su hermano.

—¡Quieta! —bramó Fernández-Luna, al comprender sus intenciones—. ¡No se mueva! ¡No me obligue a disparar!

La
vedette
ignoró sus palabras. Se aferró a las jarcias fuertemente tensadas, tomando impulso con el fin de subirse a la balaustrada. Oyó una detonación. Los músculos de su cuerpo se templaron debido a la sorpresa. El madrileño había errado el disparo, posiblemente a propósito. Era una señal de advertencia.

María comprendió que debía actuar con rapidez. La Policía no solía avisar dos veces. Si abría fuego de nuevo, sería para hacerle un agujero en la espalda. Ni siquiera lo pensó. Poniéndose en pie sobre la barandilla, se lanzó en picado a las frías aguas del puerto de Barcelona.

Fernández-Luna cruzó la manga del bergantín maldiciendo entre dientes. Carbonell dejó que el inspector Pons se encargase del contramaestre para acudir junto a su enojado compañero.

—No he podido evitarlo. Ha ocurrido demasiado deprisa —se lamentó mientras observaba las ondas circulares que habían provocado en el agua la zambullida de la cubana—. De todos modos, ha sido una estupidez por su parte. Cuando el vestido se empape, adquirirá un mayor peso y la sobrecarga la arrastrará hacia el fondo de forma irreversible. —Se echó hacia atrás, haciendo el amago de quitarse la chaqueta—. Hay que ir a por ella.

—Tú aguarda aquí —le dijo el mallorquín, entregándole el sombrero—. Yo he nacido en puerto de mar, y sé defenderme mejor que tú en aguas profundas. —Sonrió con ironía—. Recuerda… eres de Madrid.

Fue a replicarle, pero finalmente guardó silencio. Su compañero tenía razón. No se le daba muy bien eso de nadar. En este caso, Carbonell era el experto.

Una vez que se quitó la chaqueta y los zapatos, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Barcelona se lanzó al agua. Algunos miembros de la tripulación, y también varios de sus hombres, se acercaron a babor para asistir a la improvisada maniobra de salvamento y detención. Después de un largo espacio de tiempo, que vivieron de forma expectante, vieron surgir al policía de entre las acompasadas olas que rompían contra el casco del barco. Hizo un gesto negativo con la cabeza. Le había sido imposible dar con ella.

—¡Ahí abajo está todo revuelto! ¡Apenas puedo ver nada! —gritó Carbonell para que lo oyesen con claridad. Se mantenía a flote a unos metros de distancia.

—Diles que lancen un cabo al agua. —Fernández-Luna se dirigió a Dimitri, que era el único tripulante que comprendía el idioma castellano.

El oficial del barco les dio instrucciones a un par de grumetes para que se dispusieran a ayudarle a subir a cubierta. Obedecieron de inmediato. Una vez que Carbonell estuvo arriba, le entregaron una vieja manta para que pudiera cubrir con ella su cuerpo y entrar en calor. Estaba empapado. Temblaba de pies a cabeza.

—Lo… lo siento… —Le castañeteaban los dientes—. No… no he podido… ayudarla.

—Tranquilo, has hecho todo lo que estaba en tu mano. Esa mujer tenía pocas posibilidades de salir con vida.

—¡Señor, allí! —exclamó Salcedo. Señalaba hacia un lugar concreto situado entre el
Austrum
y un barco mercante de bandera italiana que permanecía anclado en el centro de la dársena.

Cuando se acercaron de nuevo a la aleta de babor, muy cerca de popa, pudieron ver una sombra de color pajizo flotando entre las caliginosas aguas del puerto.

Era el vestido de María Duminy.

34

Mientras recorría la calle Tarragona cargado de grilletes, estrechamente vigilado por el sargento Loperena y dos cabos de la Benemérita, Barcelona despertaba de su letargo después de una larga noche de fechorías y voluptuosidades; dos de los máximos exponentes de la vida noctámbula de la ciudad más cosmopolita y controvertida del país.

Relincharon las caballerías de los carros que, estacionados a lo largo de la avenida, esperaban el momento de cargar las reses muertas que iban saliendo por la puerta principal del matadero. Un muchacho pregonaba a voz en grito las noticias más importantes del periódico del día, atrayendo de este modo la atención de los transeúntes. Los mozos de la brigada de limpieza arrastraban la suciedad de las calles con sus escobas, siempre atentos al paso de alguna atractiva dama a la que pudiesen piropear. Un hombre-anuncio, de uno de los almacenes de moda del distrito, descansaba sentado en un pilón de piedra mientras charlaba afablemente con un agente de Policía al que parecía unirle cierta amistad; o quizá, simplemente, le estuviese «soplando» alguna nueva noticia de relevancia de los tantos rumores que corrían por los bajos fondos. En la floristería ubicada en la esquina de la calle San Nicolás, la joven dependienta se disponía a colocar los tiestos con plantas y flores sobre la mesa del expositor que había a la entrada del negocio.

Al pasar junto a ella, Fernández-Luna aspiró en profundidad adueñándose del seductor aroma del heliotropo, el jazmín y la albahaca.

—Haces bien en respirar el aire fresco de la mañana —le dijo Loperena, con retintín—. En la cárcel vas a tener pocas ocasiones de ver el sol. Allí te irás pudriendo poco a poco.

Al escuchar el agrio comentario, los otros dos guardias civiles soltaron una sonora carcajada. Ninguno de ellos podía sospechar que el prisionero fuese, en realidad, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid.

Fernández-Luna se abstuvo de seguirle el juego. Su única respuesta fue un gruñido y una maldición pronunciada en voz baja. Debía actuar como un auténtico criminal: con osadía, pero también con inteligencia. Pasarse de la raya podía acarrearle serios problemas, como recibir una brutal paliza nada más entrar en la Modelo, o acabar en una celda de castigo.

Minutos más tarde llegaban a la puerta de entrada a la penitenciaría. El oficial al mando le entregó la orden del juez al centinela que hacía guardia en la garita. Este le dejó pasar una vez comprobada la firma y el sello del magistrado, no sin antes dirigirle una seria advertencia al detenido.

—Aquí no valen bravuconerías —le dijo aquel tipo alto, fornido y de exorbitante mostacho, con su desagradable voz nasal—. Ahí dentro vas a estar incomunicado. Más vale que te portes como Dios manda, sin provocar jaleo, o pasarás una larga temporada en el dispensario… con los huesos rotos —lo amenazó fríamente.

Los guardias civiles tiraron de los grilletes que encadenaban las manos del madrileño, obligándolo a caminar por el amplio corredor de la planta baja. Antes de transferir su responsabilidad al oficial de prisiones y jefe de los guardianes y celadores —el teniente Pellicer—, debían conducir al detenido hasta el despacho del director de la prisión.

El señor Ródenas lo recibió como a cualquier otro delincuente.

—¿Cuál es tu nombre? —inquirió, lanzando una fría mirada al nuevo recluso.

—Francisco Andújar —contestó Fernández-Luna, de pie frente a la mesa de despacho—. Pero todos me llaman Cíclope, porque solo tengo un ojo.

—Limítate a contestar lo que se te pregunte —le espetó el director—. Dime, ¿de qué se te acusa?

—Señor… —se comportó como cualquier otro criminal con un mínimo de desfachatez—, todo lo que quiera saber sobre mí lo encontrará escrito en el informe del juez. Solo tiene que echarle un vistazo.

—¡Que respondas he dicho! —estalló el alto funcionario, golpeando la mesa del despacho con la mano abierta—. ¿Cuál es tu crimen?

Haciendo como que se sentía intimidado, se apresuró a responder.

—Maté a un hombre en una pelea.

—¿Motivos?

—Él quería matarme primero. —Al ver el gesto de extrañeza de Ródenas, se vio obligado a tener que improvisar un porqué—. Se enteró de que me follaba a su esposa.

Los guardias civiles reprimieron una risotada. El director los miró con entereza, criticando de este modo su falta de seriedad.

Siguió adelante con el interrogatorio.

—¿De dónde eres?

—De Ciudad Real, pero vivo en Barcelona desde hace dos años.

—¿Tienes familia aquí, en Cataluña?

—No, señor… ni en ningún otro sitio. A menos que sea algún hijo bastardo.

Ródenas anotó unas palabras en su librillo. Alzando la mirada, comprimió los labios.

—¿Alguna enfermedad?

—No, señor.

—¡Bien! —exclamó, satisfecho. Después se dirigió al suboficial de la Benemérita—. Suban al primer piso. El teniente Pellicer les aguarda en la Sala de Vistas del Tribunal Superior. Él se hará cargo del recluso.

Finalizada la breve entrevista con el director, los tres miembros de la Guardia Civil abandonaron el despacho con el fin de allegarse a la planta principal, donde finalizaría su responsabilidad después de entregar al prisionero.

Minutos más tarde caminaban por la galería superior. A un lado quedaba la prisión preventiva y al otro las dependencias destinadas a los trabajadores de segunda categoría, así como los dormitorios del director, el cura, el administrador y el médico. También se encontraban, en la misma planta, el Salón para la Junta Auxiliar de Cárceles y un pequeño pabellón destinado al laboratorio químico.

En aquel instante vieron salir a Pellicer por la puerta de la Sala de Vistas del Tribunal. Le acompañaban dos vigilantes armados. Con paso firme se dirigieron hacia ellos. El sargento Loperena saludó con corrección al teniente de la Guardia Civil. Las dos estrellas que ostentaba el jefe de prisiones lo convertía de inmediato en su superior.

—Señor, tengo orden de entregarle al detenido. —El suboficial se acercó a Fernández-Luna llavín en mano. Lo introdujo en la cerradura de los grilletes, abriendo el cepo que aprisionaba sus muñecas—. A partir de este momento, la tutela de este hombre es competencia de ustedes.

El madrileño se acarició el ligero roce en la piel producido por los aros de hierro. Los guardianes que acompañaban a Pellicer se acercaron para sujetarlo por los brazos.

El jefe de prisiones fue explícito:

—Conducidlo al departamento de los reclusos comunes —les ordenó a sus hombres—. Hablad con el celador de turno para que lo encierren en la celda 514. Está sin ocupar desde que falleció Milhombres.

Antes de que se lo llevaran consigo, y con discreción, el teniente le guiñó un ojo a Fernández-Luna.

Todo marchaba según lo previsto.

No era persona que le agobiasen los lugares cerrados, pero hubo de reconocer que según iba transcurriendo el tiempo dentro de la celda los muros parecían contraerse hasta exprimir materialmente su cuerpo. Aquel lugar resultaba claustrofóbico, además de insalubre. Se imaginó tener que vivir ahí dentro durante varios años, o incluso toda la vida, como era el caso de algunos reclusos condenados a prisión perpetua. Solo de pensarlo sintió una violenta sacudida por todo su cuerpo. De ser un criminal convicto, y poder elegir su sentencia, prefería mil veces el garrote a tener que pasar el resto de sus días dentro de aquella ratonera donde, irremediablemente, acabaría volviéndose loco.

Permanecía sentado sobre la cama de hierro, doblada en su mitad durante las horas diurnas con el fin de ganar un poco de espacio. Apenas llevaba unas horas en la celular y ya había visto correr por el suelo a una docena de cucarachas, tal vez procedentes del excusado, o puede que hubiesen entrado a través de los barrotes de la ventana. En cuanto al viejo y roído colchón, obviamente debía de estar plagado de chinches y piojos.

Nada más caer en la cuenta de aquel detalle se puso en pie. Pensar que estaba sentado sobre un nidal de parásitos le produjo cierta aversión. Enjuagó sus manos en la cisterna del escusado, de forma escrupulosa. Con el fin de mantener ocupada la mente hasta la noche, comenzó a caminar de un lado a otro de la celda mientras analizaba nuevamente su plan.

«Solo espero que Carbonell no llegue tarde a su cita, como es habitual en él. Unos minutos de retraso… y puede que yo pase a mejor vida», pensó con cierta preocupación.

Se detuvo al escuchar voces frente a su celda, seguido del estridente sonido del pasador oxidado deslizándose en la cerradura. Retrocedió unos pasos hasta apoyarse en la pared del fondo, bajo la ventana. La puerta se abrió al cabo de unos segundos. Entraron dos hombres. Uno era el celador de turno, y el otro un preso de confianza que ayudaba en las tareas de reparto de la comida. En sus manos llevaba una bandeja de aluminio donde se apreciaban una escudilla colmada de un potingue humeante de aspecto nauseabundo, un cubilete para extraer el agua de la cisterna y una cuchara de palo.

—Aquí tienes, amigo —farfulló el recluso, dejando la bandeja en el suelo—. Que te aproveche la bazofia. —Se echó a reír.

—¡Silencio! —exclamó el celador, que no soportaba la jactancia de su ayudante. Al fin y al cabo, para él todos eran lo mismo: presidiarios, la escoria de la sociedad. Le hizo una señal para que saliese de la celda—. ¡Vamos! No tenemos todo el día.

Cuando estuvo fuera, el preso se aferró al carrito de metal sobre el que descansaba una cacerola de enormes proporciones. Lo empujó ligeramente hasta desaparecer por el corredor de la galería. El vigilante cerró la puerta con llave. Después echó el pestillo y Fernández-Luna volvió a quedar, de nuevo, en completo silencio.

Espoleado por la curiosidad se acercó a la bandeja. Observó la papilla de color pajizo que había en su plato. El olor que despedía era repulsivo, desagradable, como de vísceras hervidas. Cogió la cuchara. Con ella fue removiendo el puré, hurgando en su interior para ver si, con un poco de suerte, conseguía averiguar los ingredientes de semejante potingue. Le pareció ver parte de la hebra de un tendón —flácido y níveo como un espagueti—, lo que venía a indicar que al margen de las verduras trituradas y la sémola de trigo llevaba algo de carne. Le extrañó aquel derroche de generosidad para con los reclusos, aunque bien es cierto que el cocinero debía seguir estrictamente la dieta alimenticia impuesta por la Junta Auxiliar de Cárceles, a menos que de verdad quisieran matarlos de hambre.

Después de echarle una nueva ojeada al plato comprimió los labios, haciendo un gesto de repugnancia. Cogió la escudilla y arrojó su contenido al retrete antes de que se le revolvieran las tripas.

Había encontrado un gusano entre la papilla del rancho.

Recostado sobre la cama, Fernández-Luna permanecía inmerso en las tinieblas que envolvían la celda, apenas iluminada por un hilo de luz estelar que entraba por la angosta ventanilla del muro. Llevaba así, reflexionando en la más completa oscuridad, desde que apagasen los arcos voltaicos de la galería central para que pudieran dormir aquellos presos que no temían enfrentarse a sus propias pesadillas. Aguardaba impaciente el momento de que Torrench viniera a sacarle de allí. Necesitaba, con urgencia, respirar aire fresco. Aquel lugar inmundo, plagado de bichos e insalubre como una letrina pública, ya le estaba provocando claustrofobia y una insufrible urticaria. A eso había que sumarle el hecho de que llevaba todo el día sin comer y sin beber ningún tipo de líquido.

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