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Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

El caso Jane Eyre (33 page)

BOOK: El caso Jane Eyre
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Bowden había estado observando lo que sucedía detrás de nosotros. Mientras él y yo nos acercábamos a la inestabilidad, los movimientos de los agentes parecieron acelerarse hasta no ser más que un borrón. Hicieron girar a los coches que bloqueaban la autopista y los dirigieron con rapidez por el arcén. Bowden también se dio cuenta de que el sol se alzaba con rapidez y se preguntó exactamente en qué se habría dejado liar.

La berlina verde tenía dos ocupantes; un hombre y una mujer. La mujer estaba dormida y el conductor miraba al agujero oscuro que tenía abierto delante de ellos. Le grité que parase. Él bajó la ventanilla y yo se lo repetí, añadiendo « ¡OpEspec!» y enarbolando mi placa. Obedientemente aplicó los frenos y las luces de freno se encendieron, atravesando la oscuridad. Habían pasado tres minutos y veintiséis segundos desde el comienzo de nuestro viaje.

Desde donde se encontraba la CronoGuardia, pudieron ver las luces de freno de la berlina verde encenderse lánguidamente en el embudo de oscuridad que era la zona de influencia del suceso. Observaron el avance de la berlina verde durante los siguientes diez minutos mientras realizaba un giro casi imperceptible hacia el arcén. Eran casi las 10.00 a.m. y un destacamento avanzado de la CronoGuardia había llegado desde Wareham. El equipo y los operativos se elevaban en un helicóptero Chinook de OE-12, y el coronel Rutter había volado por delante para ver lo que había que hacer. Se habían sorprendido al saber, que dos agentes normales se habían ofrecido voluntarios para esa tarea peligrosa, sobre todo porque nadie sabía decirle quiénes éramos. Ni siquiera les ayudó una comprobación de la matrícula de mi coche, porque todavía seguía registrado como perteneciente al garaje donde lo había comprado. El único aspecto positivo de todo este desastre, se consoló, era el hecho de que el pasajero parecía estar sosteniendo algún tipo de esfera. Si el agujero crecía más y el tiempo se ralentizaba aún más, podría llevarles varios meses llegar hasta nosotros, incluso usando los vehículos más rápidos de los que dispusiesen. Bajó los binoculares y suspiró. Era un trabajo apestoso, piojoso y solitario. Llevaba trabajando en la CronoGuardia casi cuarenta años Tiempo Estándar de la Tierra. Su registro de trabajo era de 209 años. En su tiempo fisiológico personal, tenía apenas 28 años. Sus hijos eran mayores que él y su esposa estaba en una residencia para la tercera edad. Había creído que la paga más alta le compensaría por cualquier problema, pero se había equivocado.

A medida que la berlina verde quedó rápidamente detrás de nosotros, Bowden volvió a mirar atrás y vio que el sol se alzaba más y con mayor velocidad. En un parpadeo llegó un helicóptero, con el distintivo «CG» de la CronoGuardia. Por delante de nosotros sólo se encontraba el motorista, quien parecía estar peligrosamente cerca del agujero oscuro y arremolinado. Vestía cuero rojo y conducía una Triumph de la gama más alta, algo irónico, era básicamente la única moto capaz de escapar del vórtice si él hubiese sabido cuál era el problema. Nos había llevado otro seis minutos ponernos a su altura y al aproximarnos, un rugido tremendo había empezado a elevarse por encima del ruido del viento; el tipo de rugido que emite un tifón cuando te pasa por encima. Todavía estábamos a unos cuatro metros, y nos resultaba difícil mantenernos. El velocímetro del Porsche alcanzó los ciento cuarenta al avanzar junto a la moto. Toqué la bocina, pero el rugido ahogó el sonido.

—¡Prepárate! —le grité a Bowden mientras el viento nos agitaba el cabello y el aire nos tiraba de la ropa.

Volví a hacer guiños con las luces a la motocicleta y al fin nos vio. Se volvió y saludó; confundiendo nuestra intención con el deseo de iniciar una carrera, bajó una marcha y aceleró. El vórtice le atrapó en un instante y pareció estirarse, retorcerse y volverse al fluir rápidamente al interior de la inestabilidad; había desaparecido en lo que pareció un segundo. Tan pronto como me pareció que no nos podíamos acercar más, pisé el freno y grité:

—¡Ahora!

Las ruedas echaron humo mientras rozaban el asfalto; Bowden lanzó la pelota, que pareció crecer de tamaño siguiendo el agujero, la bola se aplastó para formar un disco y el agujero se estiró para formar una línea. Vimos que la pelota daba al agujero, rebotaba una vez y pasaba. Miré el reloj mientras entrábamos en el abismo, la pelota nos impedía una última visión del mundo que habíamos dejado atrás mientras caíamos a otro tiempo. Hasta que atravesamos el suceso, habían pasado doce minutos y cuarenta y un segundos. En el exterior, habían pasado cerca de siete horas.

—La moto ha desaparecido —comentó el coronel Rutter.

El segundo al mando se limitó a gruñir una respuesta. No le gustaba que los no-Cronos intentasen hacer su trabajo. Habían conseguido mantener el misticismo de su tarea durante cinco décadas con sueldos a la altura; los héroes voluntarios sólo podían servir para debilitar la confianza absoluta de la gente en la labor que cumplían. No era un trabajo difícil; simplemente llevaba mucho tiempo. Él había reparado una rasgadura similar en el espacio-tiempo que se había abierto en el parque municipal de Weybridge justo entre el reloj de flores y el quiosco de música. El trabajo en sí le había llevado diez minutos; se había limitado a acercarse y meter una pelota de tenis en el agujero mientras en el exterior pasaban siete meses a toda velocidad; siete meses con paga doble y privilegios, gracias, gracias, gracias.

Los operativos de la CronoGuardia dispusieron un enorme reloj mirando al interior, de forma que cualquier operativo dentro de la influencia del campo supiese qué estaba pasando. Un reloj similar en la parte posterior del helicóptero ofrecía a los agentes del exterior una buena aproximación de cómo iba de ralentizado el tiempo en el interior.

Después de la desaparición de la moto, esperaron otra media hora para ver qué pasaba. Vieron cómo Bowden se levantaba lentamente y lanzaba, lo que parecía una pelota de baloncesto.

—Demasiado tarde —murmuró Rutter, habiendo presenciado ya antes cosas similares.

Ordenó a sus hombres que entrasen en acción, y estaban empezando a arrancar los rotores del helicóptero cuando la oscuridad que rodeaba al agujero se evaporó. La noche se retiró y se enfrentaron a una carretera despejada. Pudieron ver cómo salía la gente de la berlina verde y miraban a su alrededor asombrados del súbito día. A cien metros por delante, la pelota de baloncesto había bloqueado perfectamente la grieta y ahora temblaba ligeramente suspendida en medio del aire mientras el vórtice tras el roto aspiraba la pelota. En un minuto, la grieta se cerró y la pelota cayó al asfalto, rebotando un par de veces antes de rodar a la cuneta. El cielo estaba despejado y no había ninguna señal de que el tiempo no fuese el mismo que había sido siempre. Pero del Datsun, el motorista y el coche deportivo de colores llamativos no había ni rastro.

Mi coche se deslizó y se deslizó. La autopista había quedado reemplazada por una masa revuelta de luz y color que no tenía ningún sentido para ninguno de los dos. Ocasionalmente surgía una imagen coherente de entre la penumbra y en varias ocasiones creímos haber vuelto a un tiempo estable, pero pronto regresábamos al vórtice, con el tifón resonando en nuestros oídos. La primera ocasión fue en una carretera cercana a Londres. Parecía invierno, y por delante de nosotros un Austin Allegro verde lima salió de una carretera lateral. Di un volantazo y pasé a su lado a gran velocidad, haciendo sonar la bocina con furia. La imagen colapso abruptamente y se fragmentó a sí misma para formar la bodega sucia de un barco. El coche estaba encajado entre dos enormes cajas de envío, la más cercana con destino Shanghai. El aullido del vórtice se había reducido, pero podíamos oír un rugido nuevo, el rugido de una tormenta en el mar. El barco se bamboleó y Bowden y yo nos miramos, sin estar seguros de si era el final del viaje o no. El rugido se hizo más intenso a medida que la bodega húmeda se plegaba sobre sí misma y desaparecía, simplemente para ser reemplazada por una sala blanca de hospital. La tempestad se calmó, el motor del coche ronroneaba feliz. En la única cama ocupada había una mujer adormilada y confundida con el brazo en cabestrillo. Sabía lo que tenía que decir.

—¡Thursday…! —grité emocionada.

La mujer de la cama frunció el ceño. Miró a Bowden, quien saludó con alegría.

—¡No murió! —seguí diciendo, transmitiéndole lo que ahora sabía que era cierto. Podía oír que la tempestad volvía a aullar. Pronto desapareceríamos—. ¡El coche estrellado fue una distracción! ¡Los hombres como Acheron no mueren con tanta facilidad! ¡Pide el trabajo de detective literario en Swindon!

La mujer de la cama sólo tuvo tiempo de repetir mi última palabra antes de que el techo y el suelo se abriesen y cayésemos de regreso al torbellino. Después de un espectáculo deslumbrante de ruido colorista y luz a gran volumen, el vórtice se retiró para quedar reemplazado por el aparcamiento de un área de servicio en algún lugar. La tempestad se fue reduciendo y se paró.

—¿Ya está? —preguntó Bowden.

—No sé.

Era de noche y las farolas proyectaban un resplandor naranja sobre el aparcamiento, la superficie reluciente debido a la lluvia reciente. Un coche se colocó a nuestro lado; era un Pontiac enorme que contenía a toda una familia. La mujer reñía al marido por haberse quedado dormido al volante y los niños lloraban. Parecía que habían estado a punto de tener un accidente.

—¡Disculpe! —grité.

La mujer bajó la ventanilla.

—¿Sí?

—¿Cuál es la fecha de hoy?

—¿La fecha?

—Es 18 de julio —respondió la mujer, dirigiéndonos a él y a mí una mirada molesta.

Le di las gracias y me volví hacia Bowden.

—¿Estamos tres semanas en el pasado? —preguntó.

—O cincuenta y seis semanas en el futuro.

—O ciento ocho.

Apagué el motor y salí. Bowden se me unió y caminamos hacia la cafetería. Más allá del edificio podíamos ver la autopista, y más allá el puente que conectaba con el área de servicio del sentido opuesto.

Nos pasaron varias grúas arrastrando coches vacíos.

—Algo va mal.

—Estoy de acuerdo —respondió Bowden—. ¿Pero qué?

De pronto, las puertas de la cafetería se abrieron de golpe y salió una mujer. Llevaba una pistola y empujaba a un hombre por delante, quien tropezó al salir. Bowden tiró de mí y me ocultó tras un furgón aparcado. Miramos con cautela y vimos que la mujer tenía compañía poco agradable; varios hombres habían aparecido aparentemente de la nada y todos ellos iban armados.

—¿Qué…? —susurré, al comprender de pronto lo que sucedía—. ¡Esa soy yo!

Y sí que lo era. Parecía ligeramente mayor, pero era definitivamente yo. Bowden también se había dado cuenta.

—No estoy seguro de que me guste lo que te has hecho con el pelo.

—¿Te parece mejor largo?

—Claro.

Observamos cómo uno de los tres hombres le decía a mi otro yo que dejase el arma, y mi otro yo dijo algo que no pudimos oír y dejó la pistola, soltando al hombre, que a continuación otro de los tipos se llevó a rastras.

—¿Qué pasa? —pregunté, totalmente confundida.

—¡Tenemos que irnos! —respondió Bowden.

—¿Y dejarme así?

—Mira.

Señaló el coche. Estaba estremeciéndose ligeramente a medida que un soplo de viento localizado parecía agitarlo.

—¡No puedo dejarla… a mí… en esta situación!

Pero Bowden tiraba de mí hacia el coche, que se agitaba con más violencia y empezaba a desvanecerse.

—¡Espera!

Me solté, saqué mi automática y la oculté tras una de las ruedas del coche más cercano, luego corrí tras Bowden y salté a la parte de atrás del Speedster. Justo a tiempo. Se produjo un destello brillante, un sonido de trueno y luego silencio. Abrí los ojos. Era de día. Miré a Bowden, quien había conseguido llegar al asiento del conductor. El aparcamiento del área de servicio de la autopista había desaparecido y en su lugar nos encontrábamos en una tranquila carretera de campo. El viaje había terminado.

—¿Estás bien? —pregunté.

Bowden se palpó la barba de tres días que inexplicablemente le había crecido en la barbilla.

—Eso creo. ¿Qué hay de ti?

—Todo lo bien que puede esperarse.

Comprobé la funda del arma. Estaba vacía.

—Pero estoy a punto de reventar. Es como si no hubiese hecho pis en una semana.

Bowden puso cara de dolor y asintió.

—Creo que podría decir lo mismo.

Yo me oculté tras un muro. Bowden caminó rígido al otro lado de la carretera y se alivió en un seto.

—¿Dónde supones que estamos? —le grité a Bowden desde detrás del muro—. O lo que es más apropiado, ¿cuándo?

—Coche veintiocho —dijo la radio—, responda, por favor.

—¿Quién sabe? —gritó Bowden por encima del hombro—. Pero si quieres probar la misma jugada otra vez, puedes buscarte a otro.

Aliviados, nos reunimos en el coche. Era un bonito día, seco y bastante cálido. El aire traía el olor de heno recién cortado, y en la distancia podíamos ver un tractor moviéndose lentamente por el campo.

—¿Qué era eso del área de descanso de la autopista? —preguntó Bowden—. ¿Thursday pasada o Thursday próxima?

Me encogí de hombros.

—No me pidas que te lo explique. Sólo espero salir del atolladero. Esos no tenían aspecto de estar recaudando fondos para la iglesia.

—Ya lo descubrirás.

—Supongo. Me pregunto quién era ése al que intentaba proteger.

—Que me registren.

Me senté en el capó y me puse unas gafas de sol. Bowden caminó hasta una cancela y miró al otro lado. En una depresión del valle había un pueblecito construido con piedra gris, y en el campo una manada de vacas pastaba tranquilamente.

Bowden señaló un mojón que había encontrado.

—Hemos tenido suerte.

El mojón decía que nos encontrábamos a diez kilómetros de Haworth.

No le prestaba atención. Ahora me comía el coco pensando en verme a mí misma en la cama de hospital. Si no me hubiese visto a mí misma, no hubiese ido a Swindon, y si no hubiese ido a Swindon no hubiese podido avisarme para ir allí. Sin duda, para mi padre tendría todo el sentido del mundo, pero yo podría volverme loca intentando aclararlo.

—Coche veintiocho —dijo la radio—, responda, por favor.

Dejé de pensar en eso y comprobé la posición del sol.

—Yo diría que rondamos el mediodía.

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