—Han robado otro manuscrito. Lo he oído por la radio. Con el mismo sistema que el
Chuzzlewit
. Simplemente entró y se lo llevó. Dos guardias muertos. Uno por su propia arma.
—¿Jane Eyre?
—¿Cómo cielos has podido saberlo?
—Rochester me lo dijo.
—¿Qué…?
—No importa. ¿Mansión Haworth?
—Hace una hora.
—Te recojo en veinte minutos.
En una hora nos dirigíamos al norte para entrar en la M1 hacia Rugby. La noche estaba despejada y era fría, las carreteras estaban casi desiertas. El techo estaba cerrado y la calefacción al máximo, pero aun así había corriente porque la ventolera del exterior intentaba entrar por cualquier punto de la carrocería. Me estremecí pensando cómo sería conducir el coche en invierno. A las cinco llegaríamos a Rugby y después el trayecto sería más fácil.
—Espero no lamentarlo —murmuró Bowden—. Braxton no se pondrá muy contento cuando se entere.
—Cuando alguien dice: «Espero no lamentarlo», normalmente lo hace. Por tanto, si quieres que te deje, lo haré. Que le den a Braxton. Que le den a Goliath y que le den a Jack Schitt. Algunas cosas son más importantes que las reglas y los reglamentos. Los gobiernos y las modas van y vienen, pero
Jane Eyre
pertenece a la eternidad. Daría cualquier cosa por garantizar la supervivencia de la novela.
Bowden no dijo nada. Yo sospechaba que trabajando conmigo era la primera vez que realmente había disfrutado de ser un OpEspec. Reduje una marcha para adelantar a un camión que iba despacio y luego volví a acelerar.
—¿Cómo supiste que era
Jane Eyre
cuando llamé?
Pensé durante un minuto. Si no se lo podía contar a Bowden, no se lo podía contar a nadie. Me saqué el pañuelo de Rochester del bolsillo.
—Mira el monograma.
—¿EFR?
—Pertenece a Edward Fairfax Rochester.
Bowden me miró dubitativo.
—Con cuidado, Thursday. Aunque admito totalmente no ser el mejor estudioso de Brontë, incluso yo sé que esa gente no es
real
.
—Real o no, le he visto en varias ocasiones. También tengo su abrigo.
—Espera… Comprendo lo de la extracción de Quaverley, ¿pero qué estás diciendo? ¿Que los personajes pueden salir espontáneamente de las páginas de las novelas?
—Admito que está pasando algo muy raro; algo que me resulta imposible de explicar. La barrera entre Rochester y yo se ha reblandecido. Tampoco es él quien sale; en una ocasión yo misma entré en el libro, cuando era niña. Llegué en el momento en que se conocen. ¿Lo recuerdas?
Bowden me dedicó una mirada abochornada y miró a un lado, en dirección a una gasolinera.
—Vaya, es barata para ser sin plomo.
Adiviné la razón.
—No la has leído, ¿verdad?
—Bien… —tartamudeó—. Es sólo que… eh…
Reí.
—Vaya, vaya, un detective literario que no ha leído
Jane Eyre
.
—Vale, no te rías. En su lugar estudié
Cumbres borrascosas
y
Villette
. Pretendía dedicarle toda mi atención, pero como muchas otras cosas, debió de escapárseme de la cabeza.
—Será mejor que te haga un resumen.
—Quizá sea lo mejor —admitió Bowden malhumorado.
Durante la siguiente hora le conté la historia de
Jane Eyre
, empezando con la joven huérfana Jane, su infancia con la señora Reed y sus primos, el periodo en Lowood, una temible escuela de caridad dirigida por un evangelista cruel e hipócrita; luego el estallido de tifus y la muerte de su buena amiga Helen Burns; después, Jane se convirtió en alumna modelo y acabó convertida en profesora a las órdenes de la directora, la señorita Temple.
—Jane abandona Lowood y se traslada a Thornfield, donde tiene una única alumna, Adèle, pupila de Rochester.
—¿Pupila? —preguntó Bowden—. ¿Qué significa eso?
—Bien —respondí—. Supongo que es una forma educada de decir que es el resultado de una relación anterior. Si Rochester viviese hoy, Adèle aparecería en la primera plana de
The Toad
como «hija natural».
—¿Pero él hizo lo decente?
—Oh, sí. En cualquier caso, Thornfield es un lugar agradable para vivir, aunque algo extraño… Jane descubre que pasa algo de lo que nadie habla. Rochester regresa a casa después de una ausencia de tres meses y resulta poseer una personalidad arisca y dominante, pero le impresiona la fortaleza de Jane y ella le salva de arder en un fuego misterioso en su dormitorio. Jane se enamora de Rochester, pero debe presenciar cómo él corteja a Blanche Ingram, una especie de tontorrona guapa del siglo diecinueve. Jane se va para asistir a la señora Reed, que se está muriendo, y cuando regresa, Rochester le pide que se case con él; en su ausencia él ha comprendido que las excelencias del carácter de Jane superan ampliamente a las de la señorita Ingram, a pesar de las diferencias en posición social.
—Hasta ahora bien.
—No vendas la piel del oso. Un mes más tarde, un abogado interrumpe la ceremonia de boda afirmando que Rochester ya está casado con su primera esposa, Bertha, que sigue con vida. Acusa a Rochester de bigamia, lo que resulta ser cierto. La loca Bertha Rochester vive en una habitación en el piso superior de Thornfield, atendida por la extraña Grace Poole. Fue ella la que intentó incendiar a Rochester en su cama esos meses antes. Jane queda muy conmocionada, como puedes imaginar, y Rochester intenta justificar su conducta, afirmando que el amor que sentía por ella era real. Le pide que se vaya con él como su amante, pero ella se niega. Todavía enamorada de él, Jane huye y acaba casualmente en casa de los Rivers, dos hermanas y un hermano que resultan ser sus primos.
—¿No es un pelín improbable?
—Calla. El tío de Jane, que es también tío de
ellos
, acaba de morir y le deja a ella todo su dinero. Ella lo divide entre todos y se establece para vivir independientemente. El hermano, St. John Rivers, decide ir como misionero a la India y quiere que Jane se case con él y sirva a la iglesia. Jane se siente más que feliz de servirle, pero no quiere casarse con él. Ella cree que el matrimonio es una unión de amor y respeto mutuo, no algo que deba realizarse por deber. Se produce una larga batalla de voluntades y al final ella acepta ir con él a la India como su ayudante. Es en la India, donde Jane se ha construido una nueva vida, donde acaba el libro.
—¿Y eso es todo? —preguntó Bowden sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
—Bien, el final suena un poco anticlímax. Intentamos que el arte sea perfecto porque en la vida real jamás lo logramos y aquí tenemos a Charlotte Brontë concluyendo su novela, algo que presumiblemente poseía algún matiz de fantasía autobiográfica, de forma que refleja su propia vida amorosa frustrada. Si yo hubiese sido Charlotte, me habría asegurado de que Rochester y Jane se reuniesen…, se casasen, si fuese posible.
—A mí no me preguntes —dije—. No la escribí. —Hice una pausa—. Tienes toda la razón, por supuesto —murmuré—.
Es
una mierda de final. ¿Por qué, cuando todo va tan bien, el final traiciona a los lectores? Incluso los puristas de
Jane Eyre
afirman que hubiese sido mucho mejor que los dos se casasen.
—¿Cómo, con Bertha todavía presente?
—No sé; podría morir o algo así. Es un problema, ¿no?
—¿Cómo es que la conoces tan bien? —preguntó Bowden.
—Siempre ha sido uno de mis libros favoritos. Tenía un ejemplar en el bolsillo de la chaqueta cuando me dispararon. Detuvo la bala. Rochester apareció poco después y aplicó presión sobre la herida hasta que llegó la ayuda. Él y el libro me salvaron la vida.
Bowden miró la hora.
—Yorkshire está todavía a mucha distancia. No llegaremos hasta… Vaya, ¿qué es esto?
Parecía haber un accidente en la autopista. Delante de nosotros se habían detenido unas dos docenas de coches y, cuando no nos movimos tras un par de minutos, me metí en el arcén y avanzamos lentamente hasta el principio de la cola. Un agente de tráfico nos indicó que nos parásemos, miró dubitativo los agujeros de bala en la pintura del coche y luego dijo:
—Lo lamento, señora. No puedo dejarla pasar…
Levanté mi placa de OpEspec 5 y cambió de modales.
—Lo lamento, señora. Ahí delante hay algo
inusual
.
Bowden y yo intercambiamos miradas y salimos del coche. Detrás de nosotros, una multitud de curiosos quedaba retenida por una cinta de «Policía - No pasar». Permanecían en silencio para presenciar cómo el espectáculo se desarrollaba frente a sus ojos. Ya había tres coches patrulla y una ambulancia; dos enfermeros atendían a un bebé recién nacido envuelto en una manta que aullaba lastimeramente. Los agentes quedaron aliviados ante mi llegada: allí la graduación más alta era de sargento y estaban felices de echarle la responsabilidad a otra persona, y alguien de OE-5 era el operativo de nivel más alto que cualquiera de ellos hubiese
visto
.
Cogí prestado un par de binoculares y miré a la autopista vacía. Como a quinientos metros de distancia, la carretera y el cielo estrellado habían girado en espiral para formar una especie de remolino, un embudo que aplastaba y distorsionaba la luz que conseguía penetrar en el vórtice. Suspiré. Mi padre me había hablado de las distorsiones temporales pero yo nunca había visto ninguna. En el centro del remolino, donde la luz reflejada había sido revuelta para formar un patrón desordenado, había un agujero negro como la tinta, que no parecía poseer ni profundidad ni color, sólo forma: un círculo perfecto del tamaño de un pomelo. La policía también había detenido el tráfico en sentido contrario, las parpadeantes luces azules se desplazaban al rojo al brillar alrededor de los bordes de la masa negra, distorsionando la imagen de la carretera todavía más que la reacción óptica en el borde de un tarro de mermelada. Delante del vórtice había un Datsun azul, con el capó que ya empezaba a estirarse al aproximarse a la distorsión. Detrás había una motocicleta, y detrás de ésta y más cerca de nosotros había una berlina familiar verde. Miré durante más o menos un minuto, pero todos los vehículos parecían inmóviles sobre el asfalto. El motorista, la moto y todos los ocupantes de los coches parecían estar inmóviles como estatuas.
—¡Maldición! —murmuré por lo bajo mientras miraba la hora—. ¿Cuánto hace que se abrió?
—Como una hora —respondió el sargento—. Hubo algún tipo de accidente en el que estaba implicado un vehículo de contención de CoMatEx. No podía haber pasado en peor momento; estaba a punto de terminar mi turno.
Indicó con el pulgar al bebé en la camilla, que se había metido los dedos en la boca y había dejado de llorar.
—Ése era el conductor. Antes del accidente tenía treinta y un años. Para cuando llegamos aquí tenía ocho… En unas horas no será más que una mancha de humedad sobre la sábana.
—¿Ha llamado a la CronoGuardia?
—Les llamé —respondió con resignación—. Pero una brecha de Mal Tiempo se abrió cerca de un supermercado en Wareham. Tardarán al menos cuatro horas en llegar.
Pensé con rapidez.
—¿Cuántas personas hemos perdido hasta ahora?
—Señor —dijo un agente, señalando a la carretera—, creo que debería ver esto.
Todos observamos cómo el Datsun azul empezaba a retorcerse y estirarse, plegarse y reducirse al ser absorbido por el agujero. En unos pocos segundos desapareció por completo, comprimido hasta una billonésima de su tamaño y catapultado a otro tiempo.
El sargento se echó la gorra hacia atrás y suspiró. No había nada que pudiese hacer.
Repetí la pregunta.
—¿Cuántos?
—Oh, el camión ha desaparecido, una biblioteca móvil completa, doce coches y una motocicleta. Quizá doce personas.
—Eso es mucha materia —dije con gravedad—. La distorsión podría alcanzar el tamaño de un campo de fútbol para cuando la CronoGuardia llegue aquí.
El sargento se encogió de hombros. Nunca le habían dicho lo que debía hacer en caso de inestabilidades temporales. Me volví hacia Bowden.
—Vamos.
—¿Qué?
—Tenemos que hacer un trabajito.
—¡Estás loca!
—Quizá.
—¿No podemos esperar a la CronoGuardia?
—No llegarán a tiempo. Es fácil. Un mono lobotomizado podría hacerlo.
—¿Y dónde vamos a encontrar un mono lobotomizado a estas horas?
—Estás siendo rimbombante, Bowden.
—Cierto. ¿Sabes lo que sucederá si fracasamos?
—No fracasaremos. Es fácil. Papá pertenecía a la CronoGuardia; me contó todo lo que hay que saber. El secreto está en las esferas. En cuatro horas podríamos estar presenciando un importante desastre global justo delante de nuestros ojos. Una rasgadura en el tiempo tan grande que no sabremos con seguridad si el aquí-y-ahora no es el allá-y-entonces. El desmoronamiento de la civilización, pánico en las calles, el fin del mundo tal y como lo conocemos. ¡Eh, chico…!
Había visto a un muchacho rebotando un balón de baloncesto sobre la carretera. El chico me lo dio renuentemente y volví con Bowden, quien me esperaba incómodo junto al coche. Bajamos la capota y Bowden se sentó en el asiento del pasajero, agarrando el balón con seriedad.
—¿Un balón de baloncesto?
—Es una esfera, ¿no? —respondí, recordando el consejo de papá tantos años antes—. ¿Estás listo?
—Listo —respondió Bowden con voz ligeramente temblorosa.
Arranqué el coche y avancé lentamente hasta donde se encontraba la policía de tráfico, que miraba con asombro conmocionado.
—¿Está segura de saber lo que hace? —preguntó el joven agente.
—Más o menos —respondí, con bastante sinceridad—. ¿Alguien tiene reloj con segundero?
El agente de tráfico más joven se quitó el reloj y me lo pasó. Miré la hora
real
—5.30 a.m.— y luego puse el reloj en las doce. Colgué el reloj del retrovisor.
El sargento nos deseó buena suerte mientras avanzábamos, aunque sus pensamientos iban más en la línea de «antes tú que yo».
A nuestro alrededor el cielo empezaba a clarear a la aurora, pero la zona alrededor de los vehículos seguía estando en la noche. El tiempo para los coches atrapados se había detenido, pero sólo para observadores desde el exterior. Para los ocupantes, todo sucedía con normalidad, excepto que si miraban atrás observarían cómo llegaba la aurora con rapidez.
Los primeros cincuenta metros a Bowden y a mí nos parecieron muy sencillos, pero al acercarnos el coche y la moto parecieron acelerar y para cuando nos encontramos a la altura del coche verde los dos nos movíamos a cien kilómetros por hora. Miré el reloj colgado del retrovisor y vi que habían pasado exactamente tres minutos.