El castillo de cristal (25 page)

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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

BOOK: El castillo de cristal
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—Ave envuelta en manta —dijo. Estaban deliciosas.

—Mamá, Jeannette ha vivido en California —informó Kathy.

—¡Pues mira! —dijo Ginnie Sue—. Vivir en California y ser azafata, ése era mi sueño. —Suspiró—. Nunca llegué más allá de Bluefield.

Les conté a ella y a Kathy algunas cosas de mi vida en California. Pronto quedó bastante claro que no les interesaban los pueblos mineros, así que les hablé de San Francisco y luego de Las Vegas, que no quedaba exactamente en California, pero eso no pareció importarles. Hablé como si los días que pasamos allí hubieran sido años y las coristas que había visto de lejos fuesen amigas cercanas o vecinas. Describí los brillantes casinos y los atractivos jugadores, las palmeras, las piscinas, los hoteles helados por el aire acondicionado y los restaurantes en los que las camareras de blancos guantes largos encendían postres flambeados.

—No debe de haber nada mejor en el mundo —concluyó Ginnie Sue.

—No, señora, seguro que no —le aseguré.

Sweet Man vino llorando y Ginnie Sue lo recogió del suelo y le puso el dedo mojado con mayonesa para que lo chupara.

—Qué bien lo has hecho con el pollo —me dijo Ginnie Sue—. Me da la impresión de que eres la clase de chica que algún día va a poder comer todo el pollo asado y todos los postres ardientes que quiera. —Me guiñó el ojo.

Cuando iba de camino a casa me di cuenta de que no había obtenido respuesta a ninguna de mis preguntas. Mientras estuve sentada charlando con Ginnie Sue, incluso me olvidé de que era una puta. Aunque trabajar de puta sí tenía una ventaja: permitía poner un pollo sobre la mesa.

En Welch teníamos muchísimas peleas. No sólo para rechazar a nuestros enemigos sino también para integrarnos. Tal vez fuera porque había pocas cosas que hacer en el pueblo; quizá porque allí la vida era dura y eso volvía dura a la gente; o podía ser una consecuencia de las batallas sangrientas por la sindicalización de las minas; o incluso porque el trabajo era peligroso, incómodo y sucio y ponía de mal humor a los mineros, que volvían a casa y la tomaban con sus esposas, que, a su vez, la tomaban con sus hijos, que la tomaban con otros niños. Fuera cual fuera la razón, parecía que en Welch a casi todo el mundo —hombres, mujeres, niños, niñas— le gustaba andar todo el día a golpes.

Había grescas callejeras, apuñalamientos en los bares, palizas en los aparcamientos, mujeres golpeadas y niños azotados. A veces, simplemente, alguien recibía un puñetazo perdido, y todo terminaba antes de que uno supiera cómo había comenzado. En otras ocasiones, parecía más bien un combate a doce asaltos, con espectadores vitoreando a los contendientes ensangrentados y sudorosos. Luego estaban las rencillas y algunas disputas duraban años: un par de hermanos molían a palos a alguien porque allá por los años cincuenta su padre había golpeado al padre de aquéllos, una mujer le disparaba a su mejor amiga por acostarse con su marido y el hermano de la mejor amiga apuñalaba al marido. Se bajaba por la calle McDowell, y la mitad de la gente con la que te cruzabas parecía estar curándose alguna herida infligida en una pelea local. Había ojos morados, labios partidos, mejillas hinchadas, brazos con moratones, nudillos con arañazos y lóbulos de oreja mordidos. Habíamos vivido en algunos lugares bastante belicosos, en la época del desierto, pero mamá decía que Welch era el pueblo más pendenciero que había visto en su vida.

Brian, Lori, Maureen y yo nos peleábamos más que la mayoría de los niños. Dinitia Hewitt y sus amigas sólo fueron las primeras de toda una fila de pequeñas pandillas que la tomaron con uno o más de nosotros. Los otros niños querían pelear contra nosotros porque éramos pelirrojos, porque papá era un borracho, porque nos vestíamos con harapos y vivíamos en una casa que se venía abajo, estaba en parte pintada de amarillo y tenía un pozo lleno de basura, porque pasaban de noche delante de nuestra casa a oscuras y veían que no teníamos para pagar la luz.

Pero nosotros siempre nos defendíamos, generalmente en equipo. Una de nuestras riñas más espectaculares, y nuestra más audaz victoria táctica —la batalla de la calle Little Hobart— tuvo lugar contra Ernie Goad y sus amigos, cuando yo tenía diez años y Brian nueve. Ernie Goad era uno de esos niños con nariz chata de boxeador y cuello ancho, con unos ojos diminutos, prácticamente a cada lado de la cabeza, como los de una ballena. Actuaba como si hubiera jurado cumplir la misión de expulsar a la familia Walls del pueblo. Todo empezó un día que yo estaba jugando con otros niños en el tanque aparcado junto al arsenal. Apareció Ernie Goad y empezó a tirarme pedradas y a gritar que los Walls deberían irse de Welch porque estábamos apestando el pueblo de mala manera.

Le devolví un par de pedradas y le dije que me dejara en paz.

—¿Qué me vas a hacer? —preguntó Ernie.

—Yo no hago nada con la basura —grité—. La quemo. —Ésta era una réplica generalmente infalible, que compensaba en ridiculización lo que le faltaba en originalidad, pero en esta ocasión me salió el tiro por la culata.

—¡Vosotros los Walls no quemáis la basura! —me respondió gritando Ernie—. ¡Vosotros la tiráis en un pozo al lado de vuestra casa! ¡Vivís en medio de ella!

Traté de pensar en una réplica a su réplica, pero se me nubló la mente porque lo que acababa de decir Ernie era verdad: ciertamente, vivíamos en medio de la basura.

Ernie pegó su rostro al mío.

—¡Basura! ¡Vivís en medio de la basura porque
sois
basura!

Le di un fuerte empujón, y luego me volví hacia los otros niños, esperando refuerzos, pero ellos empezaron a apartarse, mirando al suelo, como si les diera vergüenza que los hubieran pillado jugando con una niña que tenía un pozo de basura al lado de su casa.

• • •

Ese sábado, Brian y yo leíamos en el sofá cama cuando uno de los cristales de la ventana se hizo añicos y aterrizó una piedra en el suelo. Corrimos a la puerta. Ernie y tres de sus amigos pedaleaban en sus bicicletas calle arriba y calle abajo por Little Hobart, armando un bullicio ensordecedor.

—¡Basura! ¡Basura! ¡Sois todos un montón de basura!

Brian salió al porche. Uno de los niños arrojó otra piedra, que le dio en la cabeza. Retrocedió tambaleándose dos pasos y luego bajó a toda velocidad los escalones, pero Ernie y sus amigos se alejaron en las bicicletas, chillando, Brian volvió a subir la escalera, con la sangre chorreándole por la mejilla y la camiseta, y un chichón encima de la ceja, que empezaba a hinchársele. La pandilla de Ernie regresó unos minutos después, arrojando piedras y gritando que habían visto de verdad la pocilga en la que vivían los niños Walls y contarían a toda la escuela que era todavía peor de lo que decía el mundo entero.

Esta vez tanto Brian como yo salimos a perseguirlos. Aunque nos superaban en número, ellos disfrutaban demasiado del juego de hostigarnos como para no reaccionar. Bajaron por la calle en sus bicicletas y se alejaron.

—Van a volver —dijo Brian.

—¿Qué hacemos? —pregunté yo.

Brian se sentó a pensar, y luego me dijo que tenía un plan. Encontró una cuerda debajo de la casa y me llevó a un claro en la ladera, encima de la calle Little Hobart. Unas semanas antes, Brian y yo habíamos llevado a rastras hasta allí un viejo colchón, con la idea de acampar. Brian me explicó cómo podíamos hacer una catapulta, como ésas medievales sobre las que había leído, amontonando piedras sobre el colchón y estirándolo con cuerdas enlazadas en las ramas de los árboles. Rápidamente ensamblamos el artilugio y lo probamos, tensando hacia atrás las cuerdas y soltándolas a la de tres. Funcionó: una ligera avalancha de piedras cayó sobre la calle. Estábamos convencidos de que era suficiente para matar a Ernie Goad y su pandilla. Ésa era nuestra intención: matarlos y requisarles las bicicletas, dejando los cuerpos en la calle, como advertencia para los demás.

Amontonamos otra vez las piedras sobre el colchón, volvimos a estirar la catapulta y esperamos. Trascurridos un par de minutos, Ernie y su pandilla reaparecieron en la loma. Conducían sus bicicletas con una sola mano y cada uno llevaba en su mano derecha una piedra del tamaño de un huevo. Avanzaban en fila, como una hilera de sigilosos indios pawnee, separados entre sí unos metros. No podíamos alcanzarlos a todos, así que apuntamos a Ernie, que iba a la cabeza del pelotón.

Cuando estuvo al alcance de la catapulta, Brian dio la orden y tiramos de las cuerdas. El colchón salió disparado hacia adelante, haciendo volar nuestro arsenal de piedras por el aire. Oí el ruido sordo que hacían al impactar sobre el cuerpo de Ernie y el repiqueteo producido al caer aquella lluvia de piedras sobre la carretera. El niño que iba detrás de Ernie corrió hacia él, y ambos cayeron. Los otros dos se dieron media vuelta y salieron disparados en sus bicicletas. Brian y yo empezamos a arrojar todas las piedras que teníamos al alcance de la mano. Como ellos estaban colina abajo, teníamos una buena línea de fuego e hicimos varios blancos certeros: las piedras impactaban contra las bicicletas, haciéndoles saltar la pintura y abollando los guardabarros.

Entonces Brian gritó:

—¡A la carga!

Bajamos la colina a la velocidad del rayo. Ernie y su amigo volvieron a subir de un salto en sus bicis y se alejaron pedaleando furiosamente antes de que pudiéramos darles alcance. Cuando desaparecieron en la curva, bailamos la danza de la victoria en la calle rociada de piedras, lanzando nuestros propios gritos de guerra.

Con la subida de las temperaturas, se apoderaba de las laderas empinadas de la calle Little Hobart una especie de tosca belleza. Las arisaemas y las fumarias brotaban salvajemente. Las flores blancas de las zanahorias silvestres y los grandes lirios anaranjados florecían a lo largo de la carretera. Durante el invierno, se veían coches y neveras abandonados y las estructuras de las casas desiertas en los bosques, pero en la primavera las enredaderas, los hierbajos y el musgo crecían, cubriéndolos, y al poco tiempo desaparecían por completo.

Una de las ventajas del verano era que cada día teníamos un poco más de luz para leer. Se podía decir que mamá acumulaba libros. Volvía de la biblioteca pública de Welch todas las semanas con una funda de almohada llena de novelas, biografías y libros de historia. Se acurrucaba en la cama con ellos, levantando la mirada de vez en cuando, diciendo que lo sentía, que sabía que debería estar haciendo algo más productivo, pero que, al igual que papá, ella tenía sus adicciones, y una de ellas era la lectura.

Todos leíamos, pero nunca tuve la sensación de familia unida como la que habíamos sido en Battle Mountain cuando nos sentábamos todos juntos en la estación con nuestros libros. En Welch, cada uno se apartaba a un rincón de la casa. Al caer la noche, nos acostábamos en nuestras camas de sogas y cartón, leyendo con una linterna o una vela que colocábamos en nuestras cajas de madera, creando cada uno su propia fuente de luz mortecina.

Lori era la lectora más obsesiva. Le chiflaban la literatura fantástica y la ciencia ficción, especialmente
El señor de los anillos.
Cuando no estaba leyendo, estaba dibujando orcos o hobbits. Trató de convencer a toda la familia de que leyéramos los libros.

—Os transportan a un mundo distinto —aseguraba.

Yo no quería que me transportaran a otro mundo. Mis libros preferidos trataban todos de gente en apuros. Me encantaron
Las uvas de la ira, El señor de las moscas,
y sobre todo
Un árbol crece en Brooklyn.
Pensé que Francie Nolan y yo éramos prácticamente idénticas, salvo que ella había vivido cincuenta años antes en Brooklyn y que su madre siempre tenía limpia la casa. El padre de Francie Nolan, por cierto, me recordó a papá. Si Francie veía la parte buena de su padre, incluso cuando la mayoría de la gente le consideraba un borracho holgazán, tal vez yo no fuera completamente idiota al creer en el mío. O tratar de creer en él. Se iba haciendo cada vez más difícil.

• • •

Una noche, ese verano, cuando estaba acostada en la cama y todos los demás dormían, oí que se abría la puerta principal y el ruido de alguien andando a tientas en la oscuridad y murmurando entre dientes. Papá había llegado a casa. Me dirigí al salón y lo encontré sentado en la mesa de dibujo. Pude notar, por la luz de la luna entrando por la ventana, que tenía el rostro y el pelo ensangrentados. Le pregunté qué había sucedido.

—He tenido una pelea contra la montaña —contestó—, y ganó la montaña.

Miré a mamá dormida en el sofá cama, con la cabeza hundida bajo una almohada. Tenía el sueño pesado y no se despertó. Cuando encendí la lámpara de queroseno, vi que papá también tenía un tremendo tajo en su antebrazo derecho y un corte tan profundo en la cabeza que se le veía el blanquecino hueso del cráneo. Agarré un palillo y unas pinzas de depilar y le extraje la arenilla y los pedruscos del tajo del brazo. Él no hizo el menor gesto de dolor cuando puse alcohol en el corte. Como tenía mucho vello no había forma de vendarle, y le dije que debía afeitarle la zona que rodeaba a la herida.

—Demonios, cariño, eso haría trizas mi imagen —dijo—. Un tío de mi posición tiene que estar presentable.

Papá examinó el tajo de su antebrazo. Apretó un torniquete alrededor de la parte superior del brazo y me pidió que le alcanzara el costurero de mamá. Hurgó en su interior buscando hilo de seda, pero al no poder encontrarlo decidió que se arreglaría con el de algodón. Enhebró una aguja con hilo negro, me lo tendió, y señaló el corte.

—Cóselo —me ordenó.

—¡Papá! ¡No puedo hacer eso!

—Venga, hazlo, cariño —dijo—. Lo haría yo mismo, sólo que no puedo hacer nada con la mano izquierda. —Sonrió—. No te preocupes por mí. Estoy más borracho que una cuba, y no sentiré nada. —Encendió un cigarrillo y puso el brazo sobre la mesa—. Adelante.

Presioné la aguja contra la piel de papá, y me estremecí.

—Adelante —repitió.

Empujé la aguja y sentí un suave tirón cuando perforé la piel. Quería cerrar los ojos, pero necesitaba ver. Empujé un poco más y sentí la resistencia de la carne. Era como estar cosiendo un filete.
Estaba
cosiendo un filete.

— No puedo, papá, lo siento, simplemente no puedo hacerlo —dije.

—Lo haremos juntos —dijo él.

Con su mano izquierda, guió mis dedos y empujó la aguja a través de su piel hasta asomar por el otro lado. Aparecieron unas gotitas de sangre. Tiré de la aguja y le hice un pequeño lazo al hilo, para apretarlo. Até los dos extremos del hilo, como me dijo que hiciera, y luego, para dar la segunda puntada, lo volví a atar. El tajo era bastante grande y podría haberle dado algunas puntadas más, pero no fui capaz de animarme a meterle la aguja en el brazo de nuevo.

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