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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

El Castillo en el Aire (27 page)

BOOK: El Castillo en el Aire
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Hasruel levantó su cabeza con tristeza, pero antes de que pudiera responder, las princesas gritaron alarmadas. Todas las que estaban al final de la escalera se alejaron de las enaguas de la sin-par. Estaban hinchándose y desinflándose sobre sus aros como una concertina.

—¡Ayuda! —gritó el genio dentro—. ¡Sácame, me lo prometiste!

La mano de Flor-en-la-noche brincó hacia su boca.

—¡Oh, se me olvidó por completo! —dijo y salió disparada del lado de Abdullah, bajando las escaleras. Lanzó a un lado las enaguas rodeadas de humo púrpura—. ¡Deseo —gritó— que seas liberado de tu botella, genio, y seas libre para siempre jamás!

Como acostumbraba a hacer, el genio no gastó tiempo en dar las gracias. La botella explotó con un escandaloso estallido. Envuelta en tolvaneras de humo, una figura decididamente sólida se alzó sobre sus pies. Sophie dio un grito al verlo:

—¡Oh, bendita muchacha! ¡Gracias, gracias! —Sophie alcanzó tan rápido el humo que se desvanecía, que casi chocó contra el hombre de carne y hueso que había dentro. Pero esto no parecía molestarle, y alzó a Sophie y le dio vueltas y vueltas—. ¡Oh! ¿Por qué no lo supe? ¿Por qué no me di cuenta? —jadeó ella, tambaleándose sobre los cristales rotos.

—Fue a causa del encantamiento —dijo Hasruel tristemente—. Si se hubiera sabido que él era el mago Howl, alguien podría haberlo liberado. No podías saber quién era, ni él podía decírselo a nadie.

Howl, el mago del rey, era un hombre más joven que el mago Suliman y mucho más elegante. Estaba ricamente vestido con un traje de satén malva, que contrastaba con el tono amarillo y bastante inverosímil de su cabello. Abdullah miró los ojos iluminados del mago en su rostro huesudo. Había visto esos mismos ojos claramente, una mañana de hace ya mucho tiempo. Pensó que debería haberlo adivinado. Además se sintió en una posición incómoda. Él había usado al genio. Y sentía que lo conocía muy bien. ¿Significaba eso que conocía al mago? ¿O no?

Por esta razón, Abdullah no se unió cuando todo el mundo, incluyendo al soldado, se apelotonó en torno al mago Howl, gritando y felicitándole. Vio a la diminuta princesa de Tsapfan caminar tranquilamente entre la muchedumbre y poner gravemente a Morgan en los brazos de Howl.

—Gracias —dijo Howl—. Pensé que era mejor llevarlo donde pudiera echarle un ojo —le explicó a Sophie—. Lo siento si te asusté. —Howl parecía más acostumbrado a llevar bebés de lo que lo estaba Sophie. Acunó a Morgan con dulzura y lo miró. Morgan lo miró a él también, adustamente—. ¡Córcholis, qué feo es! —dijo Howl—. De tal palo tal astilla.

—¡Howl! —dijo Sophie. Pero no parecía enfadada.

—Un momento —dijo Howl—. Avanzó hacia las escaleras del trono y miró a Hasruel.

—Mira hacia aquí, demonio —dijo—. Tengo que ajustar cuentas contigo. ¿Qué pretendías birlándome mi castillo y encerrándome en una botella?

Los ojos de Hasruel se encendieron con un naranja enfadado.

—Mago, ¿crees que tu poder se compara al mío?

—No —dijo Howl—. Quiero una explicación.

Abdullah se descubrió admirando al hombre. Sabiendo lo cobarde que había sido el genio, no había duda de que Howl era una gelatina de terror en su interior. Pero ahora no mostraba ningún signo de cobardía. Cargaba a Morgan sobre su hombro de seda malva y le devolvía la mirada a Hasruel.

—Muy bien —respondió Hasruel—. Mi hermano me ordenó secuestrar el castillo. Y en esto no tenía opción. Pero Dalzel no me dio otra orden con respecto a ti que la de asegurarme de que no pudieras recuperar el castillo. Habrías sido igual de inofensivo si simplemente te hubiese transportado a la isla donde está ahora mi hermano. Pero sabía que habías usado tu magia para conquistar un país vecino...

—¡No es justo! —dijo Howl—. ¡El rey me lo ordenó! —por un momento sonó como Dalzel y debió darse cuenta de que lo hacía. Paró. Lo pensó. Y después continuó con pesar—: Me atrevería a decir que podría haber redirigido la mente de su majestad si se me hubiera ocurrido. Tienes razón. Pero no dejes que te alcance donde yo mismo pueda ponerte en una botella, eso es todo.

—Lo merecería —admitió Hasruel—. Y lo merezco aún más porque puse mucho esfuerzo en que todas las personas involucradas se encontraran con el destino más apropiado que pude concebir. —Sus ojos se inclinaron hacia Abdullah— ¿No?

—Un tremendo esfuerzo, gran demonio —convino Abdullah—. Todos mis sueños se hicieron realidad, no sólo los agradables.

Hasruel asintió.

—Y ahora —dijo—, debo dejaros en cuanto haya realizado una cosa más, pequeña y necesaria. —Sus alas se elevaron y sus manos gesticularon. Instantáneamente estaba en medio de un enjambre de extrañas formas aladas. Se sostuvieron en el aire sobre su cabeza y alrededor del trono como transparentes caballitos de mar, completamente en silencio salvo por el débil susurro de sus alas batientes.

—Sus ángeles —explicó la princesa Beatrice a la princesa Valeria.

Hasruel susurró algo a las formas aladas y estas le abandonaron tan de repente como habían surgido para reaparecer en el mismo enjambre susurrante alrededor de la cabeza de Jamal. Jamal se apartó de ellas, horrorizado, pero no funcionó. El enjambre le siguió. Una tras otra, las formas aladas fueron a posarse en diferentes partes del perro de Jamal. Cuando aterrizaban, menguaban y desaparecían entre el pelo del perro, hasta que sólo quedaron dos.

Abdullah se encontró de repente a estas dos figuras sobrevolando a la altura de sus ojos. Las esquivó, pero las figuras le siguieron. Dos pequeñas voces hablaron, con un timbre que parecían captar sólo sus oídos.

—Después de pensarlo mucho —dijeron—, hemos llegado a la conclusión de que preferimos esta forma a la de los sapos. Creemos en la luz de la eternidad y por lo tanto te lo agradecemos —y después de decir esto las dos figuras se posaron en el perro de Jamal, donde también ellas menguaron y desaparecieron en la retorcida piel de sus orejas.

Jamal miró al perro en sus brazos:

—¿Por qué estoy sosteniendo un perro lleno de ángeles? —le preguntó a Hasruel.

—No te harán daño a ti ni a tu bestia —dijo Hasruel. Simplemente esperarán a que reaparezca el aro de oro. Creo que dijiste mañana, ¿no? Tienes que entender que me preocupe de seguirle la pista a mi vida. Cuando mis ángeles la encuentren me la llevarán adondequiera que yo esté —suspiró lo suficientemente fuerte como para revolver el pelo de todo el mundo—. Y no sé adónde ir —dijo—. Debería encontrar algún lugar para exiliarme en las lejanas profundidades. He sido malvado. No puedo unirme de nuevo al rango de los Demonios Buenos.

—¡Oh, vamos, gran demonio! —dijo Flor-en-la-noche—. Aprendí que la bondad es perdón. Seguramente los Demonios Buenos te darán la bienvenida.

Hasruel agitó su enorme cabeza.

—Inteligente princesa, tú no lo entiendes.

Abdullah descubrió que él sí había comprendido muy bien a Hasruel. Quizá su entendimiento tenía algo que ver con que había sido algo menos que educado con los familiares de la primera mujer de su padre.

—¡Chsss!, amor —dijo—. Hasruel quiere decir que disfrutó de su maldad y que no se arrepiente.

—Es verdad —dijo Hasruel—. Lo he pasado mejor estos últimos meses de lo que lo he pasado en los cientos de años anteriores. Dalzel me lo enseñó. Ahora me debo marchar por miedo a empezar a tener la misma diversión entre los Demonios Buenos. Si sólo supiera dónde ir.

Un pensamiento parecía golpear a Howl. Tosió:

—¿Por qué no ir a otro mundo? —sugirió—. Hay muchos otros mundos, ya sabes.

Las alas de Hasruel se alzaron y batieron con emoción, arremolinando el aire y los vestidos de cada princesa en la sala.

—¿Los hay? ¿Dónde? Muéstrame cómo puedo llegar hasta otro mundo.

Howl puso a Morgan en los torpes brazos de Sophie y subió saltando las escaleras del trono para hacerle a Hasruel unos extraños gestos y asentir una o dos veces con la cabeza. Hasruel parecía entender perfectamente. Asintió a su vez. Después se levantó del trono y simplemente se fue sin más palabra, cruzando la sala y atravesando el muro como si fuera una niebla espesa. La enorme sala se sintió de repente vacía.

—¡Ya era hora! —dijo Howl.

—¿Lo mandaste a tu mundo? —preguntó Sophie.

—¡De ninguna manera! —contestó Howl—. Allí tienen bastante con lo que preocuparse. Lo mandé justo en la dirección contraria. Me arriesgué a que el castillo desapareciera. —Se giró despacio, mirando el fondo nuboso de la sala—. Todo sigue en su sitio —dijo—. Eso significa que Calcifer debe estar aquí en algún lugar. Es él quien mantiene esto en funcionamiento —dio un resonante grito—: ¡Calcifer! ¿Dónde estás?

Las enaguas de la sin-par parecieron una vez más cobrar vida propia. Esta vez salieron lanzadas de lado sobre sus aros para dejar flotar a la alfombra mágica libremente. La alfombra mágica se sacudió, de la misma manera en que lo estaba haciendo el perro de Jamal. Entonces para sorpresa de todos, se dejó caer al suelo y empezó a deshilacharse. Abdullah casi gritó con la pérdida. El largo hilo que giraba libre era azul y curiosamente brillante como si la alfombra no estuviese hecha en absoluto de lana corriente. El hilo libre se movía disparado hacia delante y hacia atrás de la alfombra y se elevaba más y más alto a medida que crecía, hasta que se extendió entre el alto techo de nubes y el casi desnudo lienzo en el que había sido tejido. Finalmente, con un salto impaciente, el otro cabo se desprendió del lienzo y se redujo hacia arriba con el resto para estirarse primero de un modo parpadeante, reducirse de nuevo, y expandirse después formando una nueva figura parecida a una lágrima boca abajo o quizá a una llama. Esta figura bajó moviéndose lentamente, con paso seguro y determinación. Cuando estuvo cerca, Abdullah pudo ver una cara al frente compuesta de pequeñas llamas púrpura o verdes o naranjas. Abdullah se encogió de hombros con gesto fatalista. Parecía que se había desprendido de todas esas monedas de oro para comprar un demonio de fuego y no una alfombra mágica.

El demonio de fuego habló, con su púrpura y parpadeante boca:

—¡Gracias! ¡Madre mía! —dijo—. ¿Por qué nadie pronunció mi nombre antes? Dolía.

—¡Oh, pobre Calcifer! —dijo Sophie—. ¡No lo sabía!

—No te estoy hablando a ti —le contestó el extraño ser en forma de llama—. Me clavaste tus garras. Ni a ti tampoco —dijo mientras pasaba flotando cerca de Howl—. Tú me metiste en esto. No era yo quien quería ayudar al ejército del rey. Le hablo a él —dijo, balanceándose sobre el hombro de Abdullah que escuchó cómo su pelo crepitaba suavemente. La llama estaba caliente—. Es la única persona que ha tratado de halagarme en toda mi vida.

—¿Desde cuándo —preguntó Howl ácidamente— has necesitado halagos?

—Desde que he descubierto lo agradable que es que me digan que soy agradable —dijo Calcifer.

—Pero yo no creo que tú seas agradable —replicó Howl—. Sé agradable, entonces. —Le dio la espalda a Calcifer con un vuelo de mangas de satén malva.

—¿Quieres ser un sapo? —preguntó Calcifer—. ¡Tú no eres el único que puede hacer sapos, ya lo sabes!

Howl daba golpecitos en el suelo, enfadado, con uno de los pies calzados en botas malva.

—Quizá —dijo—, tu nuevo amigo podría pedirte que llevaras este castillo abajo, a donde pertenece.

Abdullah se sintió un poco triste. Howl parecía estar dejando claro que él y Abdullah no se conocían el uno al otro. Pero cogió la indirecta. Hizo una reverencia.

—Oh, zafiro entre los seres sobrenaturales —dijo—, llama de festividad y vela entre alfombras, cien veces más magnífico en tu forma real que como preciado tapiz.

—¡Avanza! —masculló Howl.

—¿Consentirías gentilmente en recolocar este castillo en la Tierra? —terminó Abdullah.

—Con placer —dijo Calcifer.

Todos sintieron cómo bajaba el castillo. Fue tan rápido al principio que Sophie se agarró firmemente al brazo de Howl y un montón de princesas gritaron. Como dijo Valeria en voz alta, el estómago de alguien se había quedado atrás, en el cielo. Era posible que Calcifer no tuviera práctica después de estar en una forma inadecuada durante tanto tiempo. Cualquiera que fuese la razón, el descenso disminuyó de velocidad después de un minuto y se hizo tan suave que apenas lo notaba ya nadie. Y menos mal, porque mientras descendía, el castillo empezó a ser notablemente más pequeño. Todos se daban empujones entre sí y tenían que luchar por hacerse sitio para poder mantener el equilibrio. Las paredes se movieron hacia adentro, transmutándose de pórfido nuboso en yeso común mientras llegaban al suelo. El techo se desplazó hacia abajo. Y sus bóvedas se transformaron en grandes vigas negras y una ventana apareció detrás de donde había estado el trono. Estaba oscuro al principio. Abdullah se volvió hacia la ventana ansiosamente para mirar por última vez el mar transparente con sus islas de atardecer, pero tan pronto como la ventana se convirtió en una ventana real, sólida, fuera sólo quedó cielo, inundando la habitación (que ahora era del tamaño de la habitación de una casita) de pálido atardecer amarillo. Para entonces todas las princesas estaban amontonadas, Sophie estaba aplastada en una esquina agarrando a Howl con un brazo y a Morgan con el otro y Abdullah estaba estrujado entre Flor-en-la-noche y el soldado.

Abdullah se dio cuenta de que el soldado no había dicho una palabra en mucho tiempo. De hecho se comportaba definitivamente de una manera rara. Se había puesto de nuevo sus velos prestados sobre la cabeza y estaba inclinado sobre un banco pequeño que había aparecido junto a la chimenea mientras el castillo menguaba.

—¿Estás bien? —le preguntó Abdullah.

—Perfectamente —dijo el soldado. Incluso su voz sonaba rara.

La princesa Beatrice se abrió camino para llegar a él.

—¡Oh, aquí estás! —dijo ella—. ¿Qué pasa contigo? ¿Estás preocupado de que deshaga mi promesa ahora que volvemos a la normalidad? ¿Es eso?

—No —dijo el soldado—. O quizá sí. Esto te va a molestar.

—No me molestará para nada —dijo bruscamente la princesa Beatrice. Cuando hago una promesa, la mantengo. El príncipe Justin puede irse a... Puede irse a freír pimientos.

—Pero yo soy el príncipe Justin —añadió el soldado.

—¿Qué? —exclamó la princesa Beatrice.

Muy despacio y con vergüenza el soldado se quitó sus velos y la miró. La suya era todavía la misma cara, los mismos ojos azules completamente inocentes o profundamente deshonestos, o ambas cosas a la vez, pero ahora era una cara más suave y educada. Otro tipo de marcialidad emanaba de él.

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