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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

El Castillo en el Aire (8 page)

BOOK: El Castillo en el Aire
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No pasó nada. ¡Y qué tonto por su parte pensar lo contrario!, se dijo Abdullah. Aun cuando la alfombra pudiera escucharlo desde la mazmorra, y suponiendo que diera finalmente con la palabra clave, cómo podría apañárselas, por más que fuese una alfombra mágica, para retorcerse y entrar por la diminuta rejilla, y aún así, cómo podría ayudar a Abdullah a salir.

Abdullah desistió y se echó contra el muro, medio dormido, medio desesperado. Quizá fuese esta la hora más calurosa del día, aquella en la que la mayoría de la gente de Zanzib se tomaba cuando menos un pequeño descanso. El propio Abdullah, si es que no andaba visitando algún parque público, normalmente se sentaba a la sombra, frente a su tienda, sobre un montón de sus alfombras menos valiosas y bebía zumo, o vino, si es que podía permitírselo, y charlaba holgazanamente con Jamal. Pero ya nunca más. ¡Y este era sólo el primer día!, pensó morbosamente. «Ahora llevo la cuenta de las horas. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que pierda la cuenta de los días?»

Cerró los ojos. Algo bueno: la búsqueda casa por casa de la hija del sultán por lo menos causaría algunas molestias a Fátima, Hakim y Assif, ya que todo el mundo sabía que estos eran su única familia. Ojalá los soldados echasen abajo el emporio púrpura. Ojalá rajaran los muros y desenrollaran todas las alfombras. Ojalá arrestaran...

Algo aterrizó a los pies de Abdullah.

«Así que me echan comida» pensó, «pero yo prefiero morir de inanición».

Comenzó a abrir sus ojos perezosamente. Y se le abrieron de golpe.

Allí, en el suelo de la mazmorra, descansaba la alfombra mágica y, sobre ella, plácidamente dormido, estaba el malhumorado perro de Jamal.

Abdullah los miró fijamente a ambos. Podía imaginar que, en el calor del mediodía, el perro se había tumbado a la sombra de su puesto. E imaginaba que se había echado en la alfombra porque esta era cómoda. Pero quedaba fuera de su entendimiento cómo un perro (¡un perro!) había podido dar la orden a la alfombra. Mientras lo observaba, el perro empezó a soñar. Movía sus patas, arrugaba el hocico y resoplaba como si hubiese capturado la más deliciosa esencia, lanzando débiles quejidos como si se le estuviese escapando aquello que hubiese capturado en sueños.

—¿Es posible, amigo mío —le dijo Abdullah— que estés soñando con la vez en que te di casi todo mi desayuno?

En sueños, el perro le escuchó. Lanzó un fuerte ronquido y se despertó.

Como perro que era, no malgastó el tiempo preguntándose cómo habría llegado a esa extraña mazmorra. Olfateó y olió a Abdullah. Se irguió con un estallido de alegría, plantó sus patas en el pecho de Abdullah, entre las cadenas, y lamió su cara con entusiasmo.

Abdullah sonrió y estiró su cabeza para mantener la nariz lejos del aliento a calamar del perro. Ambos estaban casi igual de encantados.

—Así que soñabas conmigo —dijo—. Amigo mío, debería prepararte un cuenco de calamares a diario. ¡Has salvado mi vida y posiblemente también la de Flor-en-la-noche!

Tan pronto como el perro disminuyó un poco su, entusiasmo, Abdullah se esforzó en girar y arrastrarse por el suelo hasta quedar tendido, apoyado sobre un codo, encima de la alfombra. Dio un gran suspiro. Ahora estaba a salvo.

—Vamos —le dijo al perro—, súbete tú también a la alfombra.

Pero el perro había descubierto el olor de lo que sin duda era una rata en la esquina de la mazmorra. Perseguía el olor resoplando ansiosamente. Con cada resoplido, Abdullah sintió que la alfombra se agitaba debajo de él. Esa era la respuesta.

—Vamos —dijo—. Si te dejo aquí, te encontrarán cuando vengan con la comida o a interrogarme, y asumirán que me he convertido en perro. Y mi suerte será la tuya. Me has traído la alfombra y me has revelado su secreto, no puedo permitir que te claven en una estaca de veinte metros.

El perro tenía su hocico metido en la esquina. No prestaba atención. Pese a los gruesos muros de la mazmorra, Abdullah escuchó el inequívoco marchar de pasos y el repiquetear de unas llaves. Venía alguien. Desistió de persuadir al perro y se tumbó en la alfombra.

—Aquí, chico —dijo—. Ven y chúpame la cara.

Eso lo entendió perfectamente el perro. Abandonó la esquina, saltó sobre el pecho de Abdullah y le obedeció.

—Alfombra —musitó Abdullah por debajo de la ocupada lengua—, al Bazar, pero no aterrices, quédate sobre el puesto de Jamal.

La alfombra se elevó y salió disparada lateralmente. Por suerte, porque unas llaves estaban abriendo la mazmorra. Abdullah no supo con seguridad cómo había dejado la mazmorra la alfombra, ya que el perro no paraba de lamerle la cara y no tenía más remedio que cerrar los ojos. Sintió que atravesaba una sombra húmeda y fría (quizá cuando se desvanecieron cruzando el muro) y después sintió la brillante luz del sol. El perro, desconcertado, levantó la vista hacia el sol. Abdullah entreabrió los ojos y, a través de sus cadenas, vio un alto muro en frente que fue cayendo bajo ellos conforme la alfombra ascendía suavemente. Después llegó la sucesión de torres y tejados que, aunque Abdullah sólo había visto la noche anterior, le eran bastante familiares. Y luego la alfombra comenzó a descender, planeando hasta el extremo exterior del Bazar, pues el palacio del sultán estaba a sólo cinco minutos del puesto de Abdullah.

La tienda de Jamal se hizo visible, y junto a ella, los restos del puesto de Abdullah. Las alfombras estaban desparramadas por toda la calle. Obviamente los soldados habían ido allí a buscar a Flor-en-la-noche. Entre una enorme olla de calamares hirviendo y una parrilla de carbón con brochetas de carne humeantes, estaba Jamal, dormitando con la cabeza sobre sus brazos. Levantó la vista y su único ojo observó la llegada de la alfombra, que se quedó flotando en el aire frente a él.

—Abajo, chico —dijo Abdullah—. Jamal, llama a tu perro.

Evidentemente, Jamal estaba muy asustado. No es nada divertido tener la tienda junto a la puerta de alguien a quien el sultán quiere empalar en una estaca. Parecía haber perdido el habla. Puesto que el perro tampoco le hacía caso, Abdullah se incorporó con dificultad, sudando y haciendo ruido con las cadenas para sentarse. Con esto consiguió echar al perro, que saltó con destreza al mostrador de la tienda en donde Jamal lo tomó absorto entre sus brazos.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó, mirando las cadenas—. ¿Voy por un herrero?

A Abdullah le emocionó esta prueba de amistad de Jamal. Pero sentarse le había dado una visión general de la calle entre los puestos. Podía ver plantas de pies corriendo hacia allí y ropas que volaban a toda velocidad. Parecía que uno de los vigilantes de las tiendas se había puesto en camino para traer a la guardia, y algo en la figura del que corría le recordó fuertemente a Assif.

—No —dijo—. No hay tiempo. —Traqueteó hasta sacar con dificultad su pierna izquierda por el filo de la alfombra. —Mejor haz esto por mí. Pon tu mano en el bordado que hay sobre mi bota izquierda.

Obediente, Jamal alargó su musculoso brazo y tocó el bordado con mucha cautela.

—¿Es un conjuro? —preguntó nerviosamente.

—No —dijo Abdullah—. Es un monedero secreto. Mete la mano y saca el dinero.

Jamal estaba desconcertado pero sus dedos buscaron a tientas, encontraron el camino al monedero y sacaron una considerable cantidad de oro.

—Hay una fortuna aquí —dijo—. ¿Es para comprar tu libertad?

—No —dijo Abdullah—. Es tuyo. Te perseguirán a ti y a tu perro por ayudarme. Coge el oro y el perro y sal de aquí. Deja Zanzib. Vete al norte, a los lugares bárbaros, y escóndete allí.

—¡Al norte! —dijo Jamal—. ¿Pero qué voy a hacer yo en el norte?

—Compra aquello que necesites y establece un restaurante rashpuhtí —dijo Abdullah—. Ahí tienes suficiente oro para hacerlo, y además eres un excelente cocinero. Podrás hacer una fortuna.

—¿De veras? —dijo Jamal, mirando alternativamente a Abdullah y al puñado de monedas—. ¿De veras crees que podría?

Abdullah, que había mantenido un ojo cauteloso fijo en la calle, vio cómo el espacio se llenaba ahora no de guardias sino de mercenarios norteños que corrían a su alcance.

—Sólo si te marchas ya —dijo.

Jamal captó el traqueteo de los soldados corriendo. Se asomó para mirar y asegurarse. Luego silbó a su perro y se fue, tan silenciosa y rápidamente que Abdullah sintió admiración por él. Jamal había tenido tiempo incluso de quitar la carne de la parrilla, no fuese a salir ardiendo... Todo lo que encontrarían los soldados sería un caldero de calamares a medio cocer.

Abdullah susurró a la alfombra:

—¡Al desierto, a toda prisa!

A la voz de ya, la alfombra salió de costado con su habitual rapidez. Abdullah pensó que, de no ser por el peso de sus cadenas (que hacía que la alfombra se hundiera en su centro, como una hamaca), seguramente se habría caído. Y era necesaria la velocidad. Detrás de él, los soldados gritaban. Sonaron algunos disparos. Al instante, dos balas y una flecha cortaron el cielo azul junto a la alfombra y luego cayeron sin alcanzarla. La alfombra salió disparada, a través de los tejados, por encima de los muros y junto a las torres y después pasó rozando palmeras y huertos. Finalmente se lanzó a un vacío, caliente y gris, de brillantes blancos y amarillos bajo el inmenso tazón del cielo, y las cadenas de Abdullah empezaron, incómodamente, a calentarse. La ráfaga de aire cesó. Abdullah levantó la cabeza y vio Zanzib como un grupo de torres, sorprendentemente pequeño, en el horizonte. La alfombra flotaba ahora despacio y pasó junto a una persona que conducía un camello. Y este giró su cara cubierta de velos para mirarla. Empezó a descender hacia la arena. En ese punto, el hombre dio la vuelta en su camello y lo hizo trotar también tras la alfombra. Abdullah casi podía imaginarlo pensando alegremente que esta era su oportunidad de echarle las garras a una alfombra mágica, genuina y en funcionamiento, y con su dueño encadenado y sin posibilidad de resistirse.

—¡Arriba, arriba! —prácticamente le chilló a la alfombra—. ¡Vuela hacia el norte!

La alfombra remontó de nuevo en el aire. Respiraba irritación y desgana por cada uno de sus hilos. Recorrió un enorme medio círculo y se meció suavemente, a paso lento, en dirección al norte. El hombre del camello acortó distancia recorriendo en línea recta los extremos del medio círculo y comenzó a galopar. Puesto que la alfombra flotaba a sólo dos metros y medio, era un objetivo fácil para alguien que galopase en un camello.

Abdullah pensó que era el momento adecuado para una charla rápida.

—¡Cuidado! —le gritó al jinete—. ¡Me han encadenado y me han expulsado de Zanzib por miedo a que propague la peste que tengo! —El jinete no estaba tan loco. Detuvo al camello y siguió con un paso más cauteloso mientras se las arreglaba para sacar del equipaje el poste de su tienda. Estaba claro que pretendía arrojar a Abdullah fuera de la alfombra con eso. Rápidamente, Abdullah volvió su atención hacia la alfombra.

—¡Oh, la más excelente de todas las alfombras! —dijo—. ¡Oh, la de colores más brillantes y la más delicadamente tejida, tu adorable lienzo está tan sutilmente realzado con la magia que temo que no te he tratado hasta ahora con el debido respeto! Te he dado órdenes con brusquedad, incluso te he gritado, y ahora veo que tu suave naturaleza requiere peticiones más amables. ¡Perdóname, oh, perdóname!

La alfombra apreció el gesto. Se tensó en el aire y aumentó un poco su velocidad.

—Y como el perro que soy —continuó Abdullah— te he obligado a trabajar en el calor del desierto, lastrándote terriblemente con el peso de mis cadenas. Oh, la mejor y más elegante de las alfombras, ahora pienso sólo en ti y en cuál será la mejor manera de librarte de este gran peso. Si volases a una velocidad moderada, esto es, sólo un poquito más rápido que el galope de un camello, hacia el lugar del desierto más cercano al norte, donde encontráramos a alguien que me quitara estas cadenas... ¿Se ajustaría esto a tu afable y aristocrática naturaleza?

Ahora sí parecía haber tocado la fibra correcta. Una suerte de orgullo petulante emanó de la alfombra. Ascendió cerca de medio metro, cambió ligeramente de dirección y avanzó con determinación a cien kilómetros por hora. Abdullah se sujetó como pudo al filo y echó un vistazo al frustrado jinete de camellos, cuya figura fue menguando hasta convertirse en un simple punto en el desierto.

—¡Oh, el más noble de los artefactos, tú eres una sultana entre las alfombras y yo tu miserable esclavo! —dijo con descaro.

Esto gustó tanto a la alfombra que marchó incluso más rápido.

Diez minutos más tarde, remontó una duna e hizo una abrupta parada al otro lado, justo debajo de la cima. Desnivelándose. Sin poder evitarlo, Abdullah cayó rodando en una nube de arena. Y siguió rodando ruidosamente, dando brincos, levantando más arena y, tras unos esfuerzos desesperados, se deslizó con los pies por delante, como en un tobogán, abriendo un surco en la arena hasta dar de bruces con la orilla de la charca embarrada de un oasis. Unos harapientos que estaban sentados en cuclillas alrededor de algo se levantaron y dispersaron cuando Abdullah se estrelló contra ellos. Los pies de Abdullah chocaron contra lo que fuese que se arrodillaban, y eso salió despedido al interior de la charca. Uno de los hombres gritó indignado y se metió en el agua para rescatarlo. El resto sacó sables y cuchillos (e incluso una pistola de cañón largo), y rodearon amenazantes a Abdullah.

—Cortadle la garganta —dijo uno de ellos.

Abdullah parpadeó para quitarse la arena de los ojos y pensó que rara vez había visto una reunión de villanos como esta. Todos tenían cicatrices en el rostro, miradas sospechosas, malas dentaduras y desagradables expresiones. El más desagradable del lote era el hombre de la pistola. Tenía una especie de pendiente en su nariz aguileña y un bigote muy poblado. Su turbante tenía prendido un broche dorado con una llamativa piedra de color rojo.

—¿De dónde has salido? —dijo. Y pateó a Abdullah—. Explícate.

Los hombres, incluyendo al que salía ahora de la charca con una botella en la mano, miraron fijamente a Abdullah, y sus expresiones le decían que ya podía ir preparando una buena explicación. Si no...

Que presenta al genio

Abdullah todavía tenía arena en los ojos, pestañeó y observó con respeto al hombre de la pistola. Era la viva imagen del bandido de sus sueños. Debía tratarse de una coincidencia.

—Caballeros del desierto, imploro cien veces vuestro perdón —dijo muy educadamente— por entrometerme de esta manera en vuestros asuntos, pero ¿podría hablar con el más noble y mundialmente famoso de los bandidos, el sin igual Kabul Aqba?

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