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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (29 page)

BOOK: El Cid
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Ni uno solo de los caballeros que defendían la tienda de su conde quedó en pie, y fue el propio Álvar Fáñez quien capturó al conde Berenguer Ramón, uno de los dos gemelos que gobernaban el rico condado de Barcelona.

La captura de la tienda del conde y la masacre que causamos entre las filas enemigas provocó la huida desordenada de los que pudieron escapar amparados en las sombras que proyectaban las nubes cuando tapaban la luna.

Esa misma mañana liberamos a Almenar del cerco al que había estado sometido. Cuando entramos en la fortaleza, los hombres que la habían defendido estaban famélicos y agotados, pero todavía tuvieron fuerzas para gritar el nombre de su dios, el de su profeta y el de su rey.

Rodrigo entregó los cautivos y el botín ganado en la batalla de Almenar a al-Mutamin. El Campeador había prometido al conde de Barcelona que intercedería ante el hijo de al-Muqtádir para que lo liberara si se comprometía a firmar un tratado perpetuo de paz. Y así sucedió; a los cinco días de su captura, el rey de Zaragoza puso en libertad al conde de Barcelona. Antes de marchar, oí al conde que le decía a Rodrigo:

—Ojalá hubiera aceptado vuestras condiciones. Ahora estaríais a mi servicio y nada de esto hubiera ocurrido.

—Nunca se sabe qué nos deparará el destino —asentó Rodrigo.

—En cualquier caso, volveremos a vernos, espero.

Berenguer Ramón pronunció estas últimas palabras como una amenaza, y Rodrigo respondió al reto diciendo:

—Siempre que vos queráis, señor.

Al-Mutamin fue enormemente generoso con Rodrigo: le ofreció una quinta parte del botín y le dio a elegir uno de cada cuatro caballos; además le hizo entrega de la tienda del conde de Barcelona y de una espada magnífica que el conde guardaba como una joya.

Recuerdo el regreso a Zaragoza como el momento más feliz de nuestras vidas. La noticia de la victoria de Almenar había llegado a la capital del reino y los zaragozanos nos habían preparado un recibimiento como nunca antes hubiera soñado señor alguno. En la villa de Fuentes de Ebro, a más de media jornada de distancia de la capital, ya se habían apostado a lo largo del camino centenares de personas que aclamaban a al-Mutamin y a Rodrigo, que cabalgaban en la vanguardia justo delante de los carros cargados con el botín ganado en la batalla de Almenar.

Conforme nos íbamos acercando a Zaragoza, la multitud crecía y muchos tramos de la calzada estaban alfombrados con juncos frescos. De vez en cuando, un arco triunfal fabricado con enramadas se alzaba en medio del camino y bajo él desfilábamos alegres, los soldados zaragozanos entonando versículos del Corán que hablaban de victorias y paraísos y los castellanos tarareando tonadillas y romances sobre las hazañas del Campeador.

Toda Zaragoza estaba en la calle. Entramos en la ciudad por la puerta de Alquibla y la atravesamos de este a oeste por la calle Mayor para salir por la puerta de Toledo, junto a su cementerio, hasta el llano de la Almozara. Al pie de la colina de la Aljafería se había levantado un estrado de madera cubierto con una tela a rayas azules y amarillas.

La multitud, que había seguido al ejército como los ansarones a su madre, se hacinaba frente al estrado sin cesar de aclamar a su rey y a Rodrigo. Decenas de soldados de la guardia real se afanaban en mantener algo alejada a una muchedumbre que empujaba hacia adelante intentando alcanzar el mejor puesto delante de la tribuna. En primera línea aguardaban los altos funcionarios del Estado, los consejeros de la corte, los cadíes, imanes y alfaquíes y tras ellos otros miembros del séquito real, sabios y ulemas.

Cuando Al-Mutamin apareció sobre la tribuna de la mano de Rodrigo, un clamor ascendió hasta el cielo de Zaragoza y pareció cubrir toda la ciudad como si de un enorme trueno se tratara. Majestuoso, el rey alzó los brazos y señaló a la multitud la figura del Campeador, quien ante las aclamaciones de los zaragozanos se inclinó hacia ellos respetuosamente. Al-Mutamin cogió un estandarte de los del león rampante, lo desmontó de su asta y lo colocó sobre el pecho de Rodrigo.

Y como si de una señal se tratara, toda aquella gente comenzó a gritar
¡Sid, Sid!
, que en árabe significa «león». Desde entonces, Rodrigo pasó a ser para los zaragozanos «el león», aunque muy pronto muchos de ellos también lo llamaron
sidi
, que quiere decir «señor». Y así fue como su nuevo apodo «el Cid», pasó a los nuevos romances y canciones que con motivo de la victoria de Almenar se compusieron en Zaragoza.

Nos habíamos convertido en héroes, y los zaragozanos nos trataban como a tales. Los caballeros de la mesnada del Cid vivíamos como verdaderos señores; disponíamos de una casa, criados y dinero suficiente como para poder comprar cuanto se nos antojara. Acudíamos a los baños con los musulmanes, vestíamos como ellos, comíamos como ellos y aprendíamos a hablar en árabe. A fines de aquel año de 1082, Rodrigo hablaba árabe como un nativo y en las ceremonias cortesanas vestía una túnica de lino hasta los pies y un turbante.

La corte de al-Mutamin se había convertido en refugio de cuantos sabios andalusíes eran perseguidos por sus opiniones políticas, filosóficas o intelectuales en otros lugares. Allí acudían músicos y poetas sevillanos, médicos valencianos, filósofos y astrónomos toledanos y políticos e historiadores cordobeses. Uno de los más curiosos era un individuo llamado Ibn Ammar. Este personaje había llegado a ser consejero del rey al-Mutamid de Sevilla y gobernador de Murcia, que había logrado conquistar en su nombre. Convertido en dictador en la ciudad, tuvo que huir de ella y buscar refugio en Zaragoza al sublevarse los soldados a los que hacía semanas que no pagaba.

Llegó a Zaragoza cargado de poemas, en verdad que era un poeta bastante notable, y de loas y alabanzas hacia al-Mutamin. Supo ganarse el favor del rey, pero pronto se dedicó a la bebida y a la vida regalada merced a los ingresos que le proporcionaba una pensión de palacio.

Lo conocí en una taberna que regentaba un mozárabe cerca de la puerta del Huerva. Recuerdo que estábamos bebiendo unas jarras de vino y comiendo unos pastelillos de carne, cuando Ibn Ammar entró ebrio, declamando poemas jocosos en los que se alababa el vino, las mujeres y la comida.

Se acercó a nosotros tambaleándose de mesa en mesa y nos dijo:

—¡Ah!, los caballeros del Cid. Estáis invitados a unas jarras de vino. ¡Posadero, vino para mis amigos cristianos!

Y sin mediar otra palabra, se sentó entre nosotros y nos recitó un largo poema sobre la delicada belleza de las flores en la primavera de la sierra de Córdoba.

El otoño fue muy lluvioso pero discurrió tranquilo; la derrota de Almenar había hecho mucho daño a los aragoneses, pero sobre todo había sido terrible para los barceloneses. Antes de la batalla, los dos hermanos gemelos ya habían tenido serios enfrentamientos a causa de la pretensión de ambos de regir el condado en perjuicio del otro. Hacía un año que habían llegado a un pacto para repartirse el condado, ante el fracaso de un acuerdo anterior por el que cada uno lo regía durante seis meses de manera alternativa, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a aceptar el dominio del otro sobre las tierras que le habían tocado en el reparto, y los dos querían para sí la ciudad de Barcelona. La derrota no hizo sino aumentar las disensiones internas en el condado. Los partidarios de Ramón Berenguer difundieron todo tipo de injurias contra el derrotado en Almenar, Berenguer Ramón, acusándolo de ser incapaz de defender los intereses de Barcelona. Y la inquina aumentó entre ambos.

Todavía hoy sigue siendo un misterio, pero pocos son los que dudan que fue el propio Berenguer Ramón quien asesinó a su hermano Ramón Berenguer para quedarse como soberano único con todas las tierras de Barcelona. El asesinato de uno de los dos hermanos por el otro desató una espantosa guerra civil. Algunos magnates de las montañas del norte se negaron a obedecer a Berenguer Ramón y se juramentaron para derrocar al fratricida.

Aquellos problemas en los Estados cristianos fueron para nosotros un verdadero alivio, pues nos permitieron reorganizar nuestras fuerzas, reclutar nuevas tropas y asegurar las fortalezas de la frontera este. A fines de 1082 al-Mutamin era un soberano de gran prestigio, enormemente querido por su pueblo y temido por sus enemigos. Nadie dudaba de que se avecinaban nuevos días de gloria para el reino de Zaragoza.

En el acuerdo que negociamos con Yahya, Rodrigo había insistido en que por ninguna causa se enfrentaría a su señor el rey de Castilla. Por el momento, nada parecía presagiar que don Alfonso estuviera interesado de nuevo en Zaragoza, pues tenía puestos sus ojos en la ciudad de Toledo, pero un inesperado acontecimiento vino a truncar aquellos meses de sosiego.

Calmada la frontera en el este, el peligro sobre el reino de al-Mutamin se cernía ahora en la frontera noroccidental. A fines del año 1082, el rey había encomendado a Rodrigo que se dirigiera a Tudela para desde allí amedrentar a navarros y aragoneses, a quienes se había visto merodear por los alrededores de esa ciudad en grupos armados.

Nos instalamos en Tudela, una ciudad grande y próspera, provista de abundantes talleres y mercados, poco antes de Navidad. Realizamos un par de salidas hacia el norte para ahuyentar a algunas partidas de jinetes navarros que habían sido avistados por nuestros espías, pero no encontramos a ningún grupo de soldados.

Entre tanto, en la fortaleza de Rueda, a orillas del jalón, al-Muzaffar, que fuera señor de Lérida hasta que lo derrocó su hermano al-Muqtádir, logró convencer al alcaide del castillo para que le entregara el mando. De inmediato envió un correo al rey de Castilla, que se encontraba cerca de la frontera, y éste se dirigió hacia Rueda. Sin duda, don Alfonso quería alentar la rebelión contra al-Mutamin, pues era consciente de que si algún soberano cristiano o musulmán podía hacerle sombra, ése no era otro que el heredero de los Banu Hud.

Don Alfonso ansiaba la revancha contra los musulmanes, pues el verano anterior había sido insultado por el rey al-Mutamid de Sevilla. El soberano sevillano había empalado a un judío que el rey de Castilla había enviado como delegado suyo para recoger las parias de ese año. El rey de Sevilla había alegado, para justificar semejante acción, que el judío lo había ofendido al considerar que el oro que le entregaba era de poca ley. Airado por la acción de al-Mutamid, don Alfonso sitió Sevilla y en pleno asedio le escribió a al-Mutamid recriminándole la acción y pidiéndole con ironía que le permitiera entrar a la sombra de su palacio porque fuera de las murallas de Sevilla hacía mucho sol y le molestaban las moscas. El sevillano, alardeando de sus dotes de poeta, le respondió al dorso de la misma carta que si le molestaba el sol le enviaría cueros de hipopótamos para que se protegiera.

El rey de León no entendió la respuesta de al-Mutamid, pero alguien le explicó que los cueros de hipopótamo, un animal fabuloso que vive en los ríos de África y que puede despachar a un hombre de un solo bocado, hacían alusión al material con que estaban fabricados los escudos de los almorávides, los temidos guerreros norteafricanos cuya intervención en al-Andalus clamaban algunos de los andalusíes como futuros liberadores del yugo cristiano.

Don Alfonso había levantado el cerco de Sevilla sin haber podido vengar la terrible muerte de su delegado, pero no había olvidado allí sus ansias de venganza. El que al-Muzaffar le ofreciera en bandeja el castillo de Rueda era una forma de resarcirse de la afrenta de Sevilla, y aunque al-Muzaffar no era un hombre de fiar, pues lo que pretendía era que don Alfonso lo ayudara a conseguir el trono de Zaragoza, el rey de Castilla aceptó las condiciones y se dirigió hacia Rueda.

El castillo de Rueda es una de las fortalezas más poderosas e inexpugnables del reino de Zaragoza. Está construida sobre unos relieves de yeso cortados a pico en el valle del río Jalón, a unas treinta millas de Zaragoza. Al-Muzaffar había prometido a don Alfonso que si acudía a Rueda le entregaría el castillo y los tesoros allí guardados.

El rey don Alfonso se dirigió hacia Rueda descendiendo por el valle del Ebro; pasó cerca de Tudela, donde nosotros seguíamos acantonados, y, tal como Rodrigo había acordado con al-Mutamin, el Campeador nada hizo para impedir su avance.

Lo acompañaban varios altos magnates del reino, entre ellos el poderoso e influyente conde Gonzalo Salvadórez y el infante Ramiro. Llegaron ante los muros de Rueda el día de la Epifanía de 1083. La fortaleza tenía sus puertas abiertas y desde las almenas varios soldados agitaban banderas y gallardetes en señal de amistad hacia los castellanos. Don Alfonso parecía confiado, pues él mismo encabezaba la comitiva, pero en el último momento decidió colocarse en la retaguardia y encomendó la cabeza de la marcha al conde Gonzalo Salvadórez. En fila de a dos, la columna castellana fue entrando en el patio de armas del castillo de Rueda. Gonzalo Salvadórez presagió algo extraño y miró hacía arriba; el paso por el que los habían invitado a entrar semejaba una verdadera ratonera: estrecho y rodeado por dos altos farallones de yeso, era el lugar propicio para una emboscada. El silencio que se hizo a continuación todavía aumentó las sospechas del conde, que cuando quiso dar la orden de retirarse vio cómo desde lo alto caían sobre la columna castellana enormes bloques de piedra en medio de una lluvia de flechas. Las puertas se cerraron a sus espaldas, dejando fuera a la mitad de los castellanos, que oían impotentes cómo dentro del castillo eran masacrados sus compañeros aplastados bajo el peso de las piedras que a centenares caían sobre ellos como un alud infernal. Allí murieron muchos grandes magnates de Castilla.

Los que habían quedado afuera, entre ellos el rey don Alfonso, gritaban llamando traidores y asesinos a los soldados apostados en lo alto de las murallas de Rueda, quienes, como respuesta, descargaron sobre ellos una lluvia de flechas y proyectiles de honda. Inermes ante las rocas y sin posibilidad de réplica, los castellanos no tuvieron otra opción que alejarse de allí, mascullando contra aquella traición y maldiciendo su falta de previsión y de cuidado.

En cuanto se enteró de lo que había pasado en Rueda, Rodrigo nos ordenó que nos pusiéramos en marcha al encuentro con don Alfonso. Cabalgamos hacia el sur atravesando páramos y vaguadas, y alcanzamos al rey de León y de Castilla asentado en lo alto de un cerro, unas cuantas millas al oeste de Rueda, en el pedregoso camino que atraviesa la sierra del Moncayo por su vertiente sur hacia las tierras altas de Soria.

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