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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (13 page)

BOOK: El Cid
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De regreso a Burgos, don Sancho volvió a mostrar a su hermano encadenado por cuantas aldeas, ciudades y castillos pasamos, a la vez que recibía nuevos juramentos de fidelidad. Rodrigo no parecía conforme con esta actitud del rey, y en alguna ocasión oí que le decía que no era propio de un monarca como él denigrar de esa manera a quien hasta hace unos días había sido rey.

—Un verdadero monarca debe hacerse respetar ante sus súbditos. Los reyes no somos como los demás mortales, hemos sido ungidos por Dios. No podemos demostrar debilidad en ningún momento. La fuerza de un rey está en su espada —le contestó don Sancho.

—Tenéis razón, majestad, pero aún es mayor la fuerza de la justicia —le dijo Rodrigo.

Si algún otro se hubiera atrevido a contestar así al rey, creo que lo hubiera mandado ahorcar allí mismo, pero Rodrigo era su campeón y don Sancho sabía que sus servicios eran imprescindibles.

—Siempre me ha intrigado tu afición por las leyes; cuando estudiabas en la escuela palatina destacabas por el manejo de las armas, pero también por el conocimiento del derecho; ¿sabes?, serías un buen juez.

—Vos, majestad, siempre habéis defendido que un rey debe basar su gobierno en la fuerza de las armas y en el conocimiento del derecho —asentó Rodrigo dejando sin argumentos a su rey.

Don Sancho convocó curia en Burgos apenas iniciada la primavera; era la primera que celebraba como rey de Castilla, León y Galicia. Don Alfonso continuaba preso en el castillo de Burgos. Pese a ello, ni un sólo obispo ni un abad ni un conde leonés habían querido refrendar sus diplomas, que venían firmados sólo por los castellanos.

—Deja libre a nuestro hermano Alfonso —le sugirió la infanta Urraca, hermana mayor del rey.

—Eso no puede ser, conoces a Alfonso mucho mejor que yo y sabes que no renunciará jamás a su trono. Le he ofrecido la libertad a cambio de que firme un documento solemne y jure ante Dios que renuncia a sus derechos sobre León y que me traspasa todos los derechos que le legó nuestro padre, pero no acepta. Si lo libero, no tardará en rebelarse contra mí —alegó don Sancho.

—En ese caso, hermano, muestra tu grandeza y destiérralo al reino de Toledo. Nada puede hacerte desde allí. En tanto no lo hagas, los leoneses jamás te aceptarán como rey —insistió Urraca.

—¿Tú que opinas, Rodrigo? —le preguntó el rey.

—Toledo es feudatario vuestro, majestad; no creo que don Alfonso sea para vos ningún problema si lo exiliáis allí. Mejor que esté alejado del reino que en él, aunque sea preso. Desde Toledo, y bajo el control de vuestro aliado al-Mamún, nada puede hacer contra vos.

Don Sancho se recostó en el trono, miró a los cortesanos y sentenció:

—Mi hermano don Alfonso será enviado al exilio a Toledo, bajo la custodia de nuestro vasallo el rey al-Mamún. Con él irán los nobles leoneses Pedro Gonzalo y Fernando Ansúrez. Todas las posesiones de mi hermano Alfonso y las de los Ansúrez pasan a ser propiedad de la Corona.

Urraca suspiró aliviada y miró a Rodrigo con una leve sonrisa.

—Agradezco vuestra intercesión por mi hermano —le dijo la infanta a Rodrigo una vez acabada la curia.

—Creo que es lo más justo, alteza —le respondió Rodrigo.

—Sois el mejor caballero de Castilla y su más bravo guerrero, lástima que tan sólo seáis un infanzón.

—Estoy orgulloso de mi linaje, que es uno de los más antiguos de Castilla; uno de mis antepasados fue juez.

—Si hubiera sido conde, tal vez… —Urraca miró a los ojos de Rodrigo con cierto deseo.

La infanta debía de tener entonces alrededor de cuarenta años, trece o catorce más que Rodrigo. No es que fuera una mujer muy hermosa, pero sus ojos rasgados, su tersa piel, la contundencia de sus caderas y sobre todo el halo de misterio que siempre la rodeaba hacían de ella una mujer ciertamente atractiva.

Doña Urraca colocó su mano en el hombro de Rodrigo y la bajó muy despacio hasta colocarla a la altura del pecho.

—Sí, es una lástima que vuestro linaje no descienda de un conde —reiteró la infanta.

Don Alfonso partió hacia Toledo con los Ansúrez, escoltado por medio centenar de soldados de la guardia real; antes, don Sancho le había tomado juramento de fidelidad, pero no había logrado que le cediera los derechos heredados de don Fernando al trono de León.

Volvimos a Vivar; allí nos aguardaba un mar de verdes trigos, un cielo azulenco y caza en abundancia. Nos relajamos cazando con halcón en las laderas de los páramos y dormitando en las veredas, a la sombra de los álamos. Rodrigo siguió visitando a la viuda de Celada, en la que había encontrado la paz y el relajo que necesitaba tras las campañas militares.

—Todavía no has conocido mujer, ¿no es cierto? —me preguntó una tarde al regreso de una jornada de caza.

—Yo… ¡eh!

Juro que me ruboricé como una cereza y que me sentí tan azorado que no pude pronunciar una sola palabra.

—Bien, no importa, no importa —dijo Rodrigo al ver mi turbamiento.

Hasta ese día no había sentido ninguna necesidad de conocer carnalmente a mujer alguna. Los años pasados en el convento me habían enseñado a vencer las tentaciones de la carne y los años al servicio de Rodrigo habían sido una permanente vida de batallas y campamentos militares. Es cierto que tras el ejército suelen ir rameras y alcahuetas en busca de los favores y la paga de los soldados, pero a mí nunca se me había ocurrido acudir a los lupanares o a buscar en las afueras de las ciudades a las mujeres que entregan su cuerpo a quien mejor pueda pagarlo.

Aquella noche apenas pude dormir. La imagen ideal del cuerpo desnudo de una mujer, que yo jamás había visto, volvía una y otra vez a mi cabeza; lo imaginaba blanco, lechoso, como esos dibujos que iluminan algunos códices de la Biblia, en el libro del Génesis, con Adán y Eva expulsados del paraíso por el ángel con la espada de fuego.

Pocos días después de aquello, mientras dormía en mi cama, sentí una presencia extraña en mi alcoba, que estaba cerca de la cocina, en la casona de Rodrigo en Vivar. Me desperté sobresaltado y bajo el umbral de la puerta contemplé a una figura pequeña que avanzaba despacio hacia mí. Me incorporé de un salto y me quedé junto a ella. Era una de las criadas domésticas, una joven huérfana que apenas tendría diecisiete años. Por el resquicio del ventanuco entraba un tenue rayo de luna que me permitió reconocerla y ver sus ojos oscuros que brillaban como dos perlas negras.

—¿Qué quieres? —le pregunté.

La muchacha no dijo nada. Se limitó a cogerme la mano y a colocarla sobre su mejilla. Después me abrazó por la cintura y me besó en la boca. Su cabello olía a tomillo y sus labios me dejaron un aroma a hierbabuena. Sin duda, aquella muchacha se había lavado y perfumado con agua de hierbas antes de venir a mi encuentro.

Me cogió de la mano y me llevó hasta la cama, y allí yacimos juntos como hombre y mujer deben hacerlo, en la oscuridad de la alcoba apenas alumbrada por un rayo de luna. Y en verdad que fue una noche maravillosa.

A la mañana siguiente desperté sobresaltado. Tenté la cama buscando el cuerpo de la muchacha, pero sólo encontré las sábanas calientes. Me vestí, salí a la cocina, y allí estaba preparando, como siempre hacía, el desayuno. Me acerqué hasta ella y le acaricié el cabello, ella se turbó, se separó de mí con delicadeza y desapareció por la puerta de la despensa. Quise seguirla, pero en ese momento apareció Rodrigo.

—Buenos días, Diego, tienes un excelente aspecto esta mañana. Ven, compartamos el desayuno.

Rodrigo se sentó a la mesa de la cocina sobre la que la muchacha había dejado un plato de barro con una docena de tajadas de cerdo fritas, varias rebanadas de pan, medio queso y un frasco con miel. Hasta entonces no había tenido hambre, pero cuando me senté frente a Rodrigo y tomé la primera tajada, me hubiera comido toda la fuente y aun otra más que hubieran servido.

La calma parecía instalada en los campos de Vivar: los trigos crecían vigorosos gracias a unas abundantes lluvias en abril y las aliagas y retamas florecían en las laderas de los páramos. En Vivar, Rodrigo gobernaba sus propiedades reservándose cada semana un par de días al menos para visitar a la dama de Celada.

Estábamos cazando con un joven halcón, al que Rodrigo había entrenado durante el invierno, al pie del páramo, al sureste de Vivar, cuando vimos que a lo lejos se acercaban dos jinetes. Rodrigo se cubrió los ojos con la mano para atisbar mejor en la lejanía, y dijo:

—Son miembros de la guardia real.

Y en efecto, lo eran. Cuando se detuvieron ante nosotros, saludaron al portaestandarte de Castilla con una inclinación de cabeza y se identificaron mostrándole un documento de don Sancho.

—No hace falta, ya os conozco —dijo Rodrigo—. ¿Qué ocurre?

—Su majestad requiere de vuestra inmediata presencia en Burgos. Ha convocado al ejército porque el conde Pedro Ansúrez ha quebrantado la pena de exilio y desde Toledo ha ido hasta Zamora, donde ha convencido a la infanta Urraca para que levante a esa ciudad contra el rey. Allí, los rebeldes se han hecho fuertes y han manifestado su desobediencia a don Sancho.

Dos días después estábamos en Burgos. Don Sancho caminaba a grandes zancadas de un lado a otro de la gran sala de su palacio burgalés, con las manos a la espalda, la cabeza erguida y el rostro fruncido; sus ojos irritados y casi fuera de sus órbitas, sus cejas enarcadas y sus labios entreabiertos denotaban el estado de ira regia, tan característica de los descendientes de Sancho el Mayor.

—¡Maldita sea esa mujer! ¿Por qué le haría caso? Es ella quien ha tramado toda esta conjura contra mí, contra su propio hermano y rey; juro que yo mismo la estrangularé con mis manos.

—Majestad —intervino Rodrigo, el único de los miembros de la curia real que se atrevía a interrumpir al rey en semejante estado—, vuestra hermana no hubiera podido levantar en vuestra contra a Zamora sin la ayuda de algunos nobles leoneses.

—¡Es el demonio! Ha tenido hechizado a mi hermano Alfonso desde que era un niño, siempre ha hecho de él lo que ha querido, y también habrá hechizado a esos nobles leoneses; ¡quién sabe qué es capaz de lograr esa arpía si se lo propone! Pero no sabe con quién se enfrenta. Pagará muy caro el haberse rebelado contra su rey. Dentro de unos días, en cuanto esté preparado el ejército, saldremos hacia Zamora, y juro ante Dios que no cejaré hasta que sus muros caigan bajo mis pies y vea a esa maldita mujer cargada de cadenas y a buen recaudo.

—Tal vez deberíamos preparar con más tiempo esta expedición, majestad. Las murallas de Zamora son fuertes y deberemos entrar en territorio leonés, que sigue siendo hostil —alegó Rodrigo.

—No demoraremos la partida ni un instante más del necesario. No quiero que los leoneses imaginen siquiera que ha habido un momento de vacilación por mi parte. Apresuraos todos, quiero partir cuanto antes.

El ímpetu y la energía de don Sancho seguían a sus treinta y cinco años tan enteros como a los veinte, y eso siempre es una virtud en un monarca, pero los años y la experiencia de gobierno no habían cambiado un ápice su carácter irreflexivo y su falta de previsión, lo que se convierte en un gran defecto cuando se trata de gobernar un reino.

Antes incluso de lo que la prudencia y la estrategia aconsejaban, salimos de Burgos hacia el oeste. Componíamos la vanguardia del ejército apenas medio centenar de caballeros y unos doscientos peones, demasiado poco para amedrentar a una ciudad tan sólidamente murada. Descendimos por el valle del río Arlanzón hasta el Pisuerga, y desde éste hasta el Duero, cuya orilla seguimos por Tordesillas y Toro hasta vislumbrar las torres y las almenas de las murallas de Zamora.

Esta ciudad es pequeña, pero está firmemente asentada en el extremo de un espolón rocoso, sobre el río Duero. Las rocas constituyen una verdadera fortificación natural, sólo interrumpida en el lado en que el espolón se une al páramo, donde hay excavado un profundísimo foso. Altas murallas rodean el cerro, sin ofrecer un sólo punto débil en todo el recinto.

Cuando nos presentamos ante su ciudad, los zamoranos ya hacía tiempo que habían sido alertados de nuestras intenciones, y se habían pertrechado con abundantes víveres, habían reforzado todavía más sus defensas levantando parapetos y excavando trincheras y habían ensanchado y profundizado el foso en varios codos. Por nuestra parte, la precipitación de don Sancho nos había obligado a dejar en retaguardia las máquinas de asedio, las catapultas y los almajaneques, y éramos demasiado pocos como para establecer un sitio impermeable. Por eso, los zamoranos parecían seguros en lo alto de sus murallas, y nos contemplaban desde allá arriba confiados en que ningún daño podríamos hacerles.

Plantamos las tiendas frente a Zamora, en el lado del foso, y allí nos quedamos a la espera de que llegara el resto del ejército. Dadas nuestras fuerzas y la seguridad de las murallas de Zamora, todos éramos conscientes de que el asedio podría ser largo y penoso.

Nos encontrábamos en una región en la que doña Urraca y el conde Pedro Ansúrez tenían extensas propiedades. Rodeados de leoneses, aislados en medio de una comarca hostil, no hicimos otra cosa que merodear a caballo en grupos armados por los alrededores de Zamora, aguardando que llegara la retaguardia de nuestro ejército. Lo hizo una soleada mañana de septiembre, y todos nos sentimos desalentados cuando comprobamos que los refuerzos que tan ansiosamente esperábamos eran apenas cien caballeros y trescientos peones. Ni uno solo de los nobles de León había acudido a la llamada de su rey.

Nuestra debilidad llegaba a tal extremo, que hasta el propio don Sancho se convenció de que con semejante relación de fuerzas no teníamos ninguna posibilidad frente a los muros de aquella peña cortada a pico sobre el Duero.

—No podemos rendir Zamora, majestad —le dijo Rodrigo una noche durante la cena en la tienda del rey.

Don Sancho tenía sobre su plato media pierna de cordero braseada y condimentada con romero y albahaca de la que no había probado un solo bocado.

—No importa. El rey de Castilla y de León no puede ser derrotado en su propio reino. No sería digno de portar esta corona si me rindiera ante esas murallas.

—¿Por qué no intentáis alcanzar un acuerdo? Vuestra hermana es una mujer sensata, aceptará un pacto —propuso Rodrigo.

—¿También a ti, mi mejor caballero, te ha hechizado esa bruja?

Don Sancho se levantó colérico y de un golpe arrojó al suelo el plato con la media pierna de cordero a la que acudieron raudos los dos grandes alanos del rey, siempre prestos a devorar los pedazos que caían al suelo o los que los comensales les arrojaban en los banquetes. Los dos perros dieron buena cuenta de la carne ante el silencio que las palabras del rey habían provocado.

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