—Por favor, prepárame un baño —le dijo Ian en hindustaní.
Ya fuera por el modo en que ella lo miraba o por la manera de ofrecerle la taza y luego abandonar el salón, nuevamente para satisfacer sus deseos, Helena tuvo la sensación de que la cercanía entre ellos dos era mayor de lo que cabía esperar en una relación entre señor y criada. Sintió una inesperada punzada en su interior. El brillo de los ojos de Ian cuando la miró por encima del borde de la taza de té y su sonrisa burlona delataban que le había leído el pensamiento y que incluso disfrutaba de aquella situación. Helena lo detestó por ese motivo.
Esa noche Helena durmió mal; ni siquiera el monótono traqueteo de las ruedas, que hacía ya un buen rato que había arrastrado a Jason al reino de los sueños, era capaz de acallar sus pensamientos. Se imaginaba a Ian tumbado en la bañera y a Shushila masajeándole los hombros para relajar los músculos tensos por la cabalgada; lo veía besarla deslizando sus labios por el esbelto cuello moreno, rodear con sus manos aquellos pechos rebosantes y arrancarle gemidos de deseo para finalmente llevarla a su cama y despojarla de su sari. Perseguida por aquellas imágenes, Helena daba vueltas en el lecho. Quería ahuyentarlas y, sin embargo, regresaban a su mente una y otra vez, ascendiendo desde la negrura de la noche. Sin hacer ruido para no despertar a Jason, apartó las sábanas y cogió el chal de
pashmina
rojo con estampado de Cachemira y el quinqué de la mesita de noche.
Caminó descalza por el pasillo. Una lamparilla junto a cada puerta difundía una tenue luz. Con todo sigilo cerró tras de sí la puerta del salón. El quinqué apenas iluminaba cuando se acercó tanteando al sofá, pero no se atrevió a aumentar la intensidad de la llama.
El chisporroteo de una cerilla al encenderse la hizo volverse soltando un grito. El quinqué estuvo a punto de caérsele.
—No vayas a incendiar el vagón, por favor. Es caro, y hasta Jaipur queda todavía un buen trecho.
La llama del fósforo iluminó un instante el rostro de Ian antes de apagarse y que solo se viera la brasa del cigarrillo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Helena sin aliento en dirección al diván.
Ian soltó una breve carcajada.
—Esa misma pregunta podría hacerte yo a ti. A fin de cuentas, este es mi tren.
—Yo... No podía dormir y no quería despertar a Jason.
Helena seguía de pie en medio del salón, con el quinqué.
—Entonces te sucedía lo mismo que a mí. Mohan tiene el sueño ligero, supongo que se trata de la vigilancia innata del guerrero. Hazme el favor de dejar ese quinqué antes de ocasionar alguna desgracia.
Oyó cómo Ian se ponía en pie. Con la llama de un fósforo encendió uno de los quinqués fijados a la pared. Obediente, ella dejó el suyo y lo apagó. Ian alargó la mecha para que iluminara tenuemente el salón y su luz llegara justo hasta el extremo del diván.
Sin previo aviso rechinaron los frenos y una sacudida recorrió el tren. Helena trastabilló hacia Ian. Hierro sobre hierro. Un sonido feo, penetrante, que duró una eternidad hasta que el tren se detuvo por completo con la locomotora resollando de cansancio y espanto.
El diván amortiguó suavemente su caída. El silencio repentino fue ensordecedor, como si los frenos del tren hubieran paralizado el mundo entero. Pasaron apenas segundos que a Helena le parecieron horas. Ian yacía encima de ella. La tenía firmemente abrazada, tan cerca que notaba a través de la tela fina la calidez de su piel, la dureza de sus músculos. Se acaloró. Algo en ella que había estado tenso y contraído se ablandó, se hizo casi permeable. Lo tenía tan cerca que percibía con claridad extrema la curvatura de sus labios sensuales bajo el bigote, las finas arrugas debajo de los ojos, tan oscuros y tranquilos en ese momento; olió el frescor limpio de su camisa, el humo del tabaco, el jabón áspero y, por debajo, algo que solo podía ser el olor de su cuerpo, cálido, leñoso y masculino. Se fijó en la cicatriz de una de sus mejillas, dentada e irregular, que le iba desde el pómulo hasta prácticamente la barbilla. Lo que fuera que le había causado aquella herida había tenido que ocasionarle un dolor terrible. Helena no pudo evitarlo, tenía que tocar aquella cicatriz. Pasó suavemente la punta de sus dedos por encima e, inesperadamente, los ojos se le humedecieron.
Vozarrones de hombres gritando en hindi tanto dentro como fuera del tren; las pesadas botas de los guardias por el pasillo, frente a la puerta; caballos encabritados relinchando; a continuación disparos, dos, tres, varios, y el eco de gritos en la noche.
Ian la soltó bruscamente.
—Tengo que salir a ver qué ha sucedido.
—¡No! —Helena le clavó los dedos en la camisa. No importaba lo que estuviera sucediendo fuera; mientras Ian y ella estuvieran allí dentro, juntos, estarían a salvo. No soportaba la idea de que se expusiera al peligro que acechaba fuera de aquellas paredes de hierro, acero y madera.
—Me alegra verte tan tierna por una vez. Este alboroto ha merecido la pena aunque solo sea por eso. —La miraba con una calidez que contradecía su tono burlón. La apartó con determinación y se puso en pie—. Ocúpate de Jason, seguro que te necesita.
Como si hubiera pronunciado una palabra mágica, Jason abrió bruscamente la puerta, se precipitó hacia Helena y se arrojó en sus brazos. Antes de salir apresuradamente, Ian les echó un breve vistazo que Helena no fue capaz de descifrar.
Fue como si el tiempo se detuviera. A lo lejos oía voces amortiguadas de hombres, pero hablaban demasiado bajo para adivinar siquiera lo que sucedía afuera. Le habló a Jason en tono tranquilizador, lo meció en sus brazos mientras el miedo la mantenía sujeta a ella con su garra helada. ¿Pasaron minutos o fueron horas? No lo sabía, había perdido la noción del tiempo. Esperó y esperó...
En la profundidad del sueño sintió que la alzaban. Oyó el silbido de la locomotora como si estuviera a una distancia muy grande, percibió la vibración del vagón en movimiento. A duras penas abrió los ojos y miró los de Ian.
—¿Qué...? —murmuró, soñolienta.
—Chisss —respondió él con una sonrisa apenas perceptible—. No te preocupes, todo va bien. Te has quedado dormida en el salón.
Le pesaba la cabeza, que casi por sí sola se posó en el hombro de Ian. Los párpados se le cerraron.
—¿Y Jason?
—Mohan acaba de llevarlo a la cama —le susurró en el pelo, y la sensación de protección que provocó en ella la hizo sonreír en su duermevela.
Sintió las sábanas en las piernas, cómo la cubría con la manta, un hálito en la frente, no supo si de una mano o de unos labios, y el sueño se la tragó de nuevo.
Si hubiera estado despierta, se habría asomado a la ventana y habría visto junto a las vías, a la luz pálida de la mañana que despuntaba, los cadáveres de cinco enmascarados.
—Buenos días,
memsahib
.
Helena parpadeó deslumbrada cuando Shushila apartó las pesadas cortinas. Suspiró levemente; le dolían todos los músculos del cuerpo y también la cabeza.
—¿Desea usted desayunar en la cama o en compañía de
huzoor,
en el salón?
Una sensación agradable recorrió a Helena. El recuerdo de la proximidad de Ian la noche anterior, de sus caricias, le produjo un grato escalofrío.
—Yo... creo que iré al salón.
Era demasiado pudorosa para dejar que Shushila la viera desnuda. Detrás del biombo se quitó el camisón, se lavó rápidamente y se puso los calzones hasta el tobillo y la camisa interior con encajes. Solo entonces permitió que la muchacha le echara una mano con el corsé y los numerosos broches del vestido blanco de muselina. Cuando Shushila se marchó corriendo a preparar su desayuno, se miró una vez más en el espejo del tocador. Se examinó críticamente, se pasó la mano otra vez por la indómita melena, frunció el ceño y suspiró. No había nada que hacer. No era ninguna belleza, nunca lo sería... ¿La veía Ian así también? Sacudió la cabeza, alzó la barbilla y se quitó de la cabeza aquella imagen del espejo que no la satisfacía.
El corazón le latía con fuerza cuando abrió la puerta que daba al salón y vio a Ian sentado a la mesa dispuesta para el desayuno, con una taza de té humeante ante sí y la vista clavada en el periódico.
—Buenos días —lo saludó con alegría al sentarse.
—Buenos días —respondió él esquivo, sin levantar la cabeza.
Shushila acababa de ponerle delante una taza de chocolate caliente y se había retirado como solía, discretamente. Helena cogió un panecillo y sonrió a Ian, esforzándose por imprimir un tono suave a sus palabras.
—¿Dónde están Mohan y Jason?
—En la parte delantera, con el maquinista —fue la parca respuesta.
—¿Qué ocurrió anoche? —preguntó, con ánimo de entablar una conversación.
Ian pasó ruidosamente una página del periódico sin levantar la vista.
—No sé a qué te refieres.
Helena lo miró incrédula.
—Al ruido, nuestra abrupta parada, los disparos...
—Seguramente lo habrás soñado.
Helena dejó ruidosamente el cuchillo de la mantequilla en su plato.
—¡No lo he soñado! ¡Sé perfectamente que oí todo eso!
Ian la miró un instante con el ceño fruncido antes de enfrascarse de nuevo en la lectura.
—Por favor, no descargues tu mal humor en nuestra vajilla.
—No estoy de mal humor. ¡Por todos los cielos, Ian, soy tu esposa! ¡Tengo derecho a saber lo que pasó ahí fuera!
Ian dobló el periódico con un gesto enérgico y lo arrojó detrás de él sobre el diván.
—Eres mi esposa ante las leyes inglesas, sí. Pero no recuerdo que este matrimonio se haya consumado hasta el momento. O quizá su consumación no fue nada especial, nada digno de recuerdo.
Helena se quedó de piedra, y la sangre comenzó a agolpársele en el rostro. Se le llenaron los ojos de lágrimas; agachó la cabeza para que él no las viera. Entre los párpados mojados vio que Ian apuraba su taza y se ponía de pie. Se estremeció con el portazo, y las lágrimas, que fluían ya sin trabas, salaron el chocolate, que se estaba quedando frío.
Jaipur, erigida en 1727 por el marajá Jai Singh II como capital de un reino que en un futuro lejano no estaría dividido en principados sino unido, era la puerta de entrada a la vastedad de Rajputana por el este. Las imbricadas fachadas de las casas, arracimadas en calles rectas, dispuestas como en un tablero de ajedrez y muy animadas, resplandecían. Eran de color rosa intenso, el color con que los rajputs daban la bienvenida. El actual marajá, Man Singh, había ordenado que se pintaran todas de nuevo ese año para la visita del príncipe de Gales, tal como Mohan Tajid le contó a Helena, que había echado un vistazo a la ciudad por entre las cortinas de seda amarilla antes de que Ian las corriera bruscamente.
—Aquí rige la ley del
purdah
—le aclaró Mohan Tajid en tono de disculpa cuando vio la mirada indignada de Helena, quizá porque intuyó que tenía una réplica afilada en la punta de la lengua—. La separación estricta de hombres y mujeres. Las mujeres, al menos las honradas y pudientes, no deben ser vistas en público. Eso incluye por desgracia también a las
memsahibs
. —Le hizo una reverencia, sonriendo.
Helena clavó los ojos con rabia en Ian, quien, sin embargo, no la estaba mirando. El coche de caballos dobló una esquina, luego otra, siguió recto un buen tramo, describió de nuevo un giro y otro más. Se detuvo. Helena oyó hablar al cochero con dos hombres. El coche volvió a ponerse en marcha, rodó por un pavimento liso, describió un semicírculo y se detuvo con suavidad. Abrieron la portezuela desde el exterior y la luz cegadora del sol entró en el vehículo. Un hindú con turbante rojo, pantalones blancos de montar y levita les hizo una reverencia tan profunda que casi rozó el suelo con la frente.
—
Khushamdi!
—murmuró respetuosamente sin levantar la vista siquiera de las puntas de sus botas.
Mohan Tajid ayudó a Helena a apearse. Esta maldijo una vez más los vestidos ceñidos y la amenaza de que los tacones de los zapatos se le enredaran en el dobladillo. Miró a su alrededor con curiosidad. Se encontraban en un patio interior muy amplio, enlosado con grandes baldosas lisas color cáscara de huevo, igual que la entrada en la gran fachada, con un arco de herradura. Era un edificio de tres plantas de arenisca rosada con celosías en las ventanas. La planta superior estaba coronada por altas torres que culminaban en cúpulas de brillo metálico. A través del enrejado de arriba, Helena vio el azul brillante del cielo. El edificio abarcaba el patio por tres lados. Formaba el cuarto un muro de dos plantas de altura por cuyo sólido portón, ahora cerrado, debían de haber entrado. La algarabía y el trajín de las calles llegaba muy amortiguado.
Por la puerta de entrada de madera de ébano del arco se acercó apresuradamente un hindú de gran estatura y corpulencia. También él llevaba turbante rojo, pantalones de montar y cordón dorado. Su larga chaqueta dorada y roja con cuello de tirilla contrastaba con el blanco de los pantalones. Tenía un rostro complaciente, redondo, y su bigote poblado temblaba de satisfacción. Abrió los brazos con gesto magnánimo.
—Rajiv,
khushamdi
—exclamó con voz vibrante, tras lo cual se inclinó brevemente ante Ian con las palmas de las manos juntas—.
Namasté!
—añadió en un tono tan formal como cálido.
Ian hizo le devolvió el saludo y luego se miraron los dos y prorrumpieron en una carcajada ruidosa, se estrecharon las manos y se abrazaron con cordialidad.