El cielo sobre Darjeeling (15 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Con aire meditabundo, Helena apretujó aquel cuerpo de niño contra el suyo, en parte para calentarse y en parte también para sentir su vitalidad, mientras Jason, convertido en pura energía, fraguaba sus planes de futuro.

—Cuando me haga mayor seré ingeniero y construiré barcos aún más grandes y más rápidos. Ian dice que para ello tengo que aprender mucha más aritmética y geometría, y que tendré que esforzarme muchísimo. Dice...

—Ven, jovencito, ya es hora para ti de irte a la cama —oyó decir a Mohan Tajid, y a Jason protestar con poco entusiasmo pero no por ello más flojo.

—¡Vale, pero solo si me cuentas un cuento!

—Prometido —se rio Mohan.

Entre Mohan y Helena, encantado, se apretujó de nuevo contra su hermana con tanto ímpetu que la dejó casi sin respiración.

—Le tengo mucho cariño a Ian —le susurró al oído con el aliento caliente—. ¡Estoy tan contento de que te hayas casado con él! —Se puso en pie de un salto y tiró con fuerza de Mohan Tajid, que seguía sentado en su silla.

—Quiero que me cuentes la historia en la que Krishna le hace al otro... ¿cómo se llamaba? Me refiero a ese que... —La voz clara de Jason y la voz de bajo de Mohan se alejaron y se perdieron finalmente bajo cubierta.

Helena se quedó mirando fijamente un punto en la oscuridad. Al menos Jason era feliz... La embargó una sensación de profunda paz.

—Ten. —Se sobresaltó al oír la voz de Ian muy cerca de ella, detrás, y notó algo caliente posarse en sus hombros. Las manos de él parecían arder sobre su piel a través del cálido chal. Las dejó allí un poco más de lo necesario y, cuando las apartó, le dejaron una sensación de frío que se extendió por todo su cuerpo.

—Gracias. —Helena se ciñó el chal y lo acarició, confusa, insegura—. ¡Qué suave es!

Ian se sentó en la silla, al lado de ella. Un camarero diligente le sirvió una copa de vino, ofreció una a Helena y, cuando esta la rechazó con un gesto de cabeza, se retiró rápidamente para desaparecer en la negrura de la noche. Ian encendió uno de sus inevitables cigarrillos.

—Es un chal tejido con la lana de las cabras de Pashmina, Cachemira. Antiguamente los llamaban «chales de anillo», porque son tan finos que todo un chal se puede hacer pasar por un anillo. Querría habértelo dado dentro de un tiempo, pero me ha parecido que seguramente lo necesitabas esta noche.

—Gracias.

Por un lado Helena se sentía avergonzada una vez más por ese regalo tan caro; por otro, la alegraba el detalle y aún más la atención que Ian había tenido con ella.

El retumbar de las olas contra el casco del barco y el estampido de las máquinas se percibían con claridad, pero el silencio entre los dos era ensordecedor y a Helena le pareció insoportable. Miraba disimuladamente a Ian con el rabillo del ojo. Él estaba completamente relajado en su asiento, con la cabeza echada hacia atrás, las piernas cruzadas indolentemente, embutidas en unos pantalones marrones ceñidos, tal como era su estilo. La brisa ligera que corría por cubierta jugaba con el cuello abierto de su camisa blanca, que parecía dar luz en aquella penumbra, y le acariciaba el pelo, pero él no parecía pasar frío. Helena tuvo que reconocer a regañadientes que tenía muy buena planta y casi deseó haberlo conocido en otras circunstancias.

—No te has dejado ver durante mucho tiempo —dijo ella finalmente, solo para acabar con aquel silencio, y enseguida se sintió tonta y torpe por las palabras que había elegido.

—Tenía trabajo.

Su presencia en cubierta, de noche, bajo el cielo inamovible, al resplandor de los quinqués, de los cuales algunos ya se habían apagado, le daba una sensación de cercanía, casi de intimidad, que la intranquilizaba y al mismo tiempo le causaba placer.

—Quizá te parezca una tontería, pero no sabía que además de la plantación tuvieras tanto trabajo en el barco.

—No, no es una pregunta tonta en absoluto, sino completamente justificada. —Dio una profunda calada—. Además tengo otros... proyectos, y en Bur Sa’id recibí algunos telegramas y escritos de los que he tenido que ocuparme. —El modo y la manera en que expelía el humo hicieron ver a Helena que no deseaba dar más detalles al respecto, al menos no por el momento.

—Mohan me ha hablado de... —Por algún motivo se resistía a pronunciar el nombre de la plantación, como si cometiera un sacrilegio al hacerlo—. De tu hogar en las montañas. Ha despertado mi curiosidad.

—Hogar —murmuró Ian, mirando ensimismado la brasa del cigarrillo y el humo que ascendía para diluirse luego—. Yo no tengo hogar. Hace ya mucho que no. Solo existen algunos lugares en los que aguanto más tiempo que en otros, y Shikhara es uno de ellos.

De nuevo recorrió el cuerpo de Helena un escalofrío que apenas fue capaz de reprimir. Se puso en pie rápidamente.

—Tengo frío. Me voy a la cama. —Le ardían las mejillas; apenas había pronunciado la frase cuando se dio cuenta de que Ian podría tomarla por una invitación.

Sin embargo, él permaneció sentado, inmóvil, como si no le hubiera prestado atención, completamente sumido en sus propios pensamientos. Emanaba de él tal soledad, una tristeza tan inmensa, que Helena sintió la necesidad de tocarle. Ya había estirado el brazo para tocarle el hombro, pero no se atrevía. Él pareció notarlo y le agarró la mano sin mirar. La de él era cálida, suave pero vigorosa, le apretaba los dedos con suavidad pero con firmeza.

—Buenas noches, Helena.

—Buenas noches, Ian.

Se soltaron, y Helena se alejó por cubierta hacia su camarote, en el que Jason dormía como un bendito. La muchacha no pudo evitar que sus pasos fueran ligeros y animados.

8

Siete islas en torno a una lengua de tierra que se adentra en el mar Arábigo, pobladas de palmeras, pantanosas e infestadas de malaria, amenazadas por la pleamar, con llanuras que ascendían en colinas tapizadas de un verde demasiado intenso, eso era Bom Bahia, el «buen puerto», del que tomaron posesión los portugueses a comienzos del siglo
XVI
. Aparte de unas cuantas aldeas de pescadores, era una tierra inhabitada, puerto natural sin embargo que pronto se convirtió en la puerta de entrada al extremo occidental de la India. Pasó a la corona británica en 1662 como dote de la princesa portuguesa Catalina Enriqueta de Braganza, desposada por Carlos II de Inglaterra. Por la cantidad simbólica de diez libras al año, la Compañía de las Indias Orientales arrendó Bombay, tal como se la denominaría a partir de entonces.

Derrochando grandes esfuerzos en la lucha contra la malaria y el mar omnipotente, se desecaron los pantanos y se ganó tierra. Sobre las murallas de las antiguas fortificaciones portuguesas surgió una ciudad que tuvo un crecimiento muy rápido, adecuadamente orientada al transporte y comercio de mercancías. Bombay, como una rueda de la fortuna en el comercio entre Occidente y Oriente, prometía trabajo y oro, y puesto que ante el gran dios Mammón desaparecen todas las diferencias, se dieron cita en ella personas de la más diversa procedencia: los guyaratís del norte; los marathas, antiguos soberanos de la zona occidental hasta su derrota frente a las superiores fuerzas militares inglesas en 1817; los yainas, pertenecientes a una secta de vida ascética, procedentes de Rayastán; los parsis, fugitivos de Persia por motivos religiosos; posteriormente, los judíos, los armenios, los sij y los chinos; finalmente, los hindúes y musulmanes procedentes de todas partes del amplio país. Bombay creció desmesuradamente tras el amplio frente de diques hasta convertirse en un laberinto de almacenes, fábricas y refugios de sus masas de pobres. Llena de cicatrices de incendios y de reconstrucciones precipitadas, era una ciudad fea, detestable, pero puntal del imperialismo comercial de la John Company, tal como a menudo se refería la gente con sorna a la Compañía de las Indias Orientales. El dinero vino con la creciente demanda internacional de algodón, sobre todo cuando en los lejanos Estados Unidos, los norteños se enfrascaron con los sureños en una guerra sangrienta y cesó la exportación algodón a Inglaterra. Se construyeron suntuosas casas señoriales en el interior, más fresco; las iglesias anglicanas levantaban orgullosamente sus torres hacia el cielo tropical, y casas victorianas en tonos pastel llenaron el centro urbano.

 

Jane cerró los candados de la última caja dando un suspiro. Unos mozos de piel oscura la cargaron inmediatamente a hombros y se la llevaron. Se volvió hacia Helena.

—Esto era todo. ¿Desea algo más la señora?

Helena miró unos instantes el camarote que había sido su hogar durante las últimas tres semanas. Sacudió la cabeza.

—No, gracias, Jane.

La joven criada, solo un poco mayor que ella, la miró con aire escrutador.

—Debería ir a cubierta, señora. Seguramente, el señor Neville ya la está esperando a usted arriba.

Helena hizo un esfuerzo. El paso a la aventura podía retrasarse pero no evitarse.

—Tienes razón, vamos allá.

—Entonces me despido de usted y le deseo todo lo mejor. —Jane hizo una profunda reverencia.

Helena la miró sin entender.

—Tú... ¿Tú no vienes con nosotros?

Jane se echó a reír.

—¡Oh, no, señora! ¡No entraría en ese país de ninguna de las maneras! El señor Neville me ha pagado muy bien por la travesía, pero mi lugar está, y seguirá estando, en la casa de Grosvenor Square. Ya está reservado mi pasaje de vuelta. Ordenaré las cosas un poco más aquí... —Miró el camarote, ordenado ya impecablemente—. Luego no haré absolutamente nada durante las próximas tres semanas. En la casa habrá otra vez bastante trabajo, a fin de cuentas no sabemos nunca cuándo volverá a aparecer el señor Neville. Pero no se preocupe. Él ya lo habrá preparado todo para usted, seguro. El señor Neville nunca deja nada al azar.

—Claro —murmuró Helena.

El hecho de que Ian mantuviera una casa tan grande como la de Londres y con toda aquella servidumbre durante su ausencia, con la mera explicación de que podía regresar en cualquier momento a ella como si hubiera salido solamente para asistir a una velada social, superaba incluso la vaga idea que se había hecho Helena de su riqueza. «Seguramente habrá encima de las mesas todos los días ramos de flores recién cortadas.»

Sonrió forzadamente.

—Te deseo lo mejor, Jane, y muchas gracias.

¿Por qué estaba obligada a despedirse continuamente de todas las personas con las que comenzaba a familiarizarse?

La deslumbrante luz del sol que se reflejaba en el pavimento del amplio muelle deslumbró dolorosamente a Helena, acostumbrada a la tenue luz que había bajo cubierta, y el gentío y las apreturas de la gente arracimada no le dolió menos a la vista. A izquierda y derecha del
Kalika
había otros barcos de vapor en hileras; algunos de los últimos veleros que quedaban de días pasados seguían en funcionamiento; se daban órdenes y se ponían en marcha las máquinas. Los culis acarreaban pesadas cajas y fardos; vio a chinos con largas coletas, a judíos con kipá y largos tirabuzones que les colgaban de las sienes, turbantes de todos los colores, tonalidades de la piel desde el color marfil, pasando por el moreno del sol hasta el color de la madera de ébano, casacas de uniforme, rojas, azules y negras. La gente charlaba, daba voces, negociaba, se reía; oía jirones de palabras en inglés, en francés y en español entremezcladas con el soniquete del hindustaní, del chino y del árabe. Comparado con Bombay, Bur Sa’id era un puertucho adormilado.

Al pie de la escalerilla de acceso al barco había una calesa. Un hindú de piel oscura con librea blanca, sentado al pescante, tenía sujetas las riendas de una pareja de caballos negros. Ian mantenía la portezuela abierta y la esperaba. Jason brincaba en los asientos forrados de piel clara, le hacía señas con las manos y la llamaba, mientras Mohan Tajid, guiñándole un ojo, lo conminaba, completamente en vano, a tranquilizarse. Helena hizo un esfuerzo y se apresuró a bajar por la escalerilla.

—Disculpa —le dijo a Ian a voz en grito, acercándosele.

—No hay razón para que te disculpes. —Le tendió la mano y la ayudó a subir al coche antes de hacerlo él también de un salto y de cerrar la portezuela—. Solo hay unas cuantas manzanas hasta la estación, pero resulta imposible para nosotros hacer el recorrido a pie. El coche con el equipaje ya ha partido para allá. —Chasqueó los dedos para que el cochero imprimiera un trote ligero a los caballos.

—¿Llegaremos al tren? —quiso informarse Helena con aire de preocupación.

Ian echó la cabeza atrás con una carcajada.

—¡Eso espero! Pero no te preocupes. Saldrá cuando hayamos subido nosotros a él. A fin de cuentas, es mío.

—¿Es tuyo el tren? —Helena lo miró atónita.

Ian sacudió divertido la cabeza, mirando por encima del gentío que se agolpaba en torno al coche.

—Por lo menos el vagón. Tanto la locomotora como el fogonero, el maquinista y las vías los he alquilado, digamos, a cambio de una tasa «adecuada». Se puede comprar todo si uno tiene suficiente dinero, eso deberías saberlo. —Una sombra le cruzó el semblante cuando añadió, en voz grave—: Casi todo. —Sus ojos perdieron durante un instante su brillo y se volvieron casi grises antes de recuperar el color negro noche que ella conocía.

Helena permaneció en silencio, turbada, con la cabeza gacha, mirándose las manos. Luego volvió a mirar el muelle. Entre el colorido de las embarcaciones naranja, ocres, blancas o gris plomo destacaba el casco negro del
Kalika,
que se alejaba de ellos. Lo que se le había escapado la noche de su partida y durante el viaje la dejó helada: la proa del barco estaba decorada con la figura pintada de una cobra erguida en actitud amenazadora, con la boca completamente abierta mostrando los puntiagudos colmillos dispuestos a morder.

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