El cielo sobre Darjeeling (9 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Neville entró sin llamar a la puerta.

—Buenas tardes, señoras.

Helena se levantó apresuradamente y Margaret se inclinó en una gran reverencia. Para Helena era un enigma la facilidad con que se había sometido su obstinada Margaret a Neville y lo rápido que se había adaptado a los hábitos de aquella gran casa, casi como si hubiera estado esperando tal cosa todos aquellos años.

—Gracias, Margaret —dijo él, con una inclinación de cabeza.

La mujer abandonó la habitación obediente y cerró con tiento la puerta tras de sí.

Neville se quedó ahí mirándola lo que le pareció una eternidad. Helena no pudo reprimir un ligero temblor y cruzó los brazos firmemente para ponerle coto. Por las alusiones de Margaret y por los ruidos que recordaba de niña cuando sus padres se acostaban en la habitación de al lado, en las noches del sur colmadas de estrellas, sabía que había algo misterioso que los hombres y las mujeres hacían juntos, pero no se había hecho una representación mental exacta de ello. Solo sabía lo que Margaret le había inculcado: que no debía negarse nunca a nada de lo que le pidiera su marido.

Sin decir palabra, Neville se le acercó y se puso a mirarla con detenimiento. De nuevo ella fue incapaz de sostenerle la mirada. Él la agarró por la barbilla y la obligó delicadamente a mirarlo. Helena echó atrás la cabeza, de sus ojos salían chispas. Él soltó una carcajada apenas perceptible.

—Mi pequeña Helena. Mi gata montesa. —Había un matiz nuevo en su voz que Helena no había oído nunca, un suspiro a medias, casi cariñoso, cuando le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Con un gesto rápido la agarró de la nuca y la atrajo hacia sí con firmeza, sin que ella pudiera zafarse. Se le escapó un gemido y el único apoyo que encontró fue el cuerpo de él. Notó sus músculos duros bajo la camisa blanca, la calidez de su cuerpo. En parte quería apartarse de él y en parte deseaba simplemente dejarse llevar donde fuera. Tenía la cara tan pegada a la de él que percibía su aliento en la piel. Neville escrutó sus ojos, como si pudiera encontrar en ellos la respuesta a una pregunta tácita.

—No tienes por qué tener ningún miedo, pequeña Helena. Ya te dije en una ocasión que no tengo necesidad de ejercer violencia alguna sobre una mujer. Algún día lo querrás tú también, te lo aseguro.

La besó en la frente con ternura antes de soltarla con la misma rapidez con la que la había agarrado hacía un instante y salió de la habitación.

A Helena se le doblaron las rodillas y cayó al suelo sollozando sin consuelo.

«No puedo, no lo voy a aguantar ni un solo día más...»

El humo espeso del cigarrillo ascendía lentamente, se disolvía poco a poco y se perdía en la bóveda oscura de madera, estaño y terciopelo situada encima de aquel lecho desbordante, cuya opulenta masa de almohadones blancos, sábanas y mantas, semejante a un océano de espuma blanca removido por la tempestad, daba fe de las batallas apasionadas de las horas precedentes.

Lady Irene Fitzwilliam suspiró levemente y arrimó la mejilla al pecho de aquel hombre que no era su marido. Sintió la calidez de su piel, el espeso vello oscuro; escuchó atentamente los latidos cada vez más pausados de ese corazón capaz de arder con tanta pasión y que, sin embargo, permanecía muy frío y ella trataba de poseer con empeño.

Levantó la vista y miró esos ojos oscuros, que seguían siendo un enigma para ella al igual que su dueño, inescrutables incluso en esas horas de unión íntima que ella había estado esperando con impaciencia durante los largos meses de su ausencia. Miraban a la lejanía, dirigidos hacia un punto imaginario situado más allá de su dormitorio. La invadió una oleada de celos. Como él detestaba que le preguntara lo que pensaba, permaneció en silencio para no turbar la calma satisfecha de esa tarde despertando su cólera, tan fácilmente inflamable. Sabía que no era la única que gozaba de sus favores. Era un secreto a voces, aunque todas las implicadas eran tan discretas que cada una sabía de la existencia de las demás pero creía ser especial: la que por fin despertaría en él un sentimiento diferente, más allá de la pasión con la que él las debilitaba y las sometía a su voluntad.

Apagó el cigarrillo consumido en el borde del platillo que había en la mesita de noche y se apartó de ella. Al levantarse se llevó consigo toda la calidez. Lady Irene se estremeció de frío a pesar de que hacía unos instantes creía consumirse por el calor sofocante. Temblando, se echó por encima una de las sábanas arrugadas. Tenía el cuerpo, todavía delgado, dolorido. Le ardía la piel por los besos y las caricias, que despertaban en ella un placer tal que no había creído posible, un placer que ni siquiera sabía que existiera hasta que lo había conocido a él.

Incluso desnudo, el cuerpo de Ian Neville seguía irradiando nobleza. Era completamente distinto a la masa informe de lord Fitzwilliam, grasienta y desgastada, mitad ridícula y mitad repugnante. Su atractivo físico despertó en ella de nuevo el deseo, por muy satisfecha que se creía hacía unos instantes. Lo detestaba por ese poder que poseía sobre ella, pero sin embargo gozaba sometiéndose a ese poder. Con pesar vio cómo recogía del suelo las prendas de vestir que anteriormente se había quitado y volvía a vestirse.

—Estuviste demasiado tiempo en Cornualles —acabó diciendo ella con la esperanza de demorar su despedida, aunque solo fuera breves instantes.

—El suficiente para casarme.

Con cara de estupefacción, se quedó mirando cómo se hacía el nudo de la corbata frete al espejo del tocador. Tragó saliva para mitigar la repentina sequedad de su garganta y se esforzó por expresarse en un tono suave, gracioso, pero que sonó forzado.

—¿Casarte... tú?

Ian dio unos tirones a la corbata frente el espejo para colocársela como era debido.

—Ya sabes que siempre estoy abierto a nuevas experiencias.

Los celos se apoderaron de lady Irene, así como una curiosidad abrasadora por esa mujer desconocida que había pescado con tanta alevosía al soltero más codiciado de la sociedad entre Plymouth y Calcuta. ¿Qué era? ¿Una sirena, una madona? ¿Qué tenía ella que no tuviera ninguna de las demás?

—¿Cómo es?

Sus ojos se encontraron con los de la mujer en el espejo, y adoptó una expresión pensativa y al mismo tiempo pícara. Volvió a arreglarse el nudo una vez más.

—A decir verdad, no lo sé ni yo mismo con exactitud. Es medio niña, flaca, terca, desmañada. Sin formación ni modales. Pero monta a caballo como el diablo. Más no puedo decirte por el momento.

La arrolló una rabia ciega, omnidireccional, y, sin pensárselo dos veces, le espetó:

—¿Y bien? ¿La has montado tú ya? ¿Lo hizo bien? ¿Con la suficiente furia?

—Tu vulgaridad me asquea.

Lady Irene se mordió el labio y trató de enmendar su error. Con aire fingidamente burlón, la cabeza ladeada con coquetería y una ceja enarcada preguntó:

—¿Tú y una campesinita de la costa?

—Los desafíos me estimulan.

Un silencio sofocante. La voz de ella sonó ronca.

—¿La amas?

Ian se estaba poniendo el chaleco.

—No seas tonta, te lo ruego.

Una compasión por la rival desconocida la colmó de una manera repentina, inexplicable. Una mujer joven, inexperta, toda su vida al lado de aquel hombre sin corazón, frío y calculador, por muy fascinante que fuera y rico como un nabab... Incluso su propio destino le parecía afortunado. Dijo en voz baja y con la mirada fija en las sábanas blancas:

—Eres un demonio, Ian Neville. Simple y llanamente no tienes corazón.

—Esa carencia no te ha preocupado lo más mínimo en todo este tiempo.

Ella miró cómo se sacudía la chaqueta con gesto indolente para eliminar cualquier eventual mota de polvo. Se estremeció al comprobar lo mucho que lo quería, a pesar de todo. Y lo mucho que lo odiaba.

—¡Lárgate de aquí, jodido cabrón!

Agarró impulsivamente la figurita de cristal de la mesita de noche y se la lanzó. El espejo se hizo mil añicos y las esquirlas cayeron tintineando al suelo. Había apuntado bien, pero Ian, más rápido, se había apartado con un giro elegante. Agarró su abrigo y fue hacia la puerta, impertérrito.

—Siempre he encontrado insoportable tu propensión al dramatismo. Ahórratelo para tu lord; de él obtendrás lo que quieres. De mí, no. —Giró el pomo de la puerta y se volvió brevemente a mirarla, insinuando una reverencia fugaz—. Adiós, lady Fitzwilliam.

La mujer se quedó con los ojos clavados en el marco, en el que habían quedado algunos pedazos grandes de espejo. Contempló la mitad de su imagen reflejada: el rostro, rojo e hinchado, que seguía siendo hermoso pero que en ese momento tenía el aspecto envejecido que correspondía a su edad; su cabello oscuro despeinado... Se sentía como si la grieta que atravesaba su reflejo también atravesara su interior. Algunas lágrimas le resbalaron por las mejillas cuando oyó la puerta cerrarse con un golpe seco.

6

Helena se movía como una sonámbula por aquella casa grande y silenciosa mientras Jason sudaba sobre sus libros y Margaret, sentada con las modistas y las sombrereras, mantenía animadas conversaciones. Aparte de las horas que pasaba con Mohan Tajid, quien le enseñó las primeras palabras en hindustaní, sus días estaban vacíos. No habría sabido decir cuántos habían pasado desde aquella primera mañana, si diez o cien. De Londres no había visto todavía nada, pero tampoco tenía ganas de salir a pasear por la ciudad. A veces se sentía como un espíritu que no encontraba la paz a pesar de no estar ya con vida. La seda azul medianoche (una concesión al luto oficial que guardaba) del vestido de corte estrecho, acabado por detrás en una cola corta, se deslizaba susurrante con cada uno de sus movimientos. El corsé que llevaba debajo la obligaba a mantenerse erguida, pero no lo notaba, ni siquiera cuando Margaret le apretaba todavía un poco más los cordones. Se mantenía sorda y muda a todo, menos a lo que había sentido aquella noche en la que Ian fue a verla a su dormitorio. La sangre se le seguía agolpando en el rostro cuando pensaba en su cercanía, en ese calor que despedía y que la había inundado y que tenía muy poca relación con el hombre que se sentaba frío e indiferente frente a ella a la hora del desayuno, que se despedía de ella con un beso fugaz, rozando apenas su mejilla, antes de salir de casa por asuntos urgentes de los que con frecuencia volvía a altas horas de la noche. Entonces escuchaba sus pasos alejándose hacia su cuarto, situado al otro extremo del pasillo, sin que hubiera vuelto a pasarse otra vez por el de ella. Helena se pasaba el resto de la noche en vela, cavilando, hasta que su cuerpo exigía sus derechos al amanecer y se sumía en un sueño plúmbeo del que no parecía despertar ya en todo el día.

En el salón, de colores azul oscuro y plata, dejó vagar la mirada por los libros y periódicos que cubrían la mesa. Un nombre en las columnas uniformes de letras de imprenta negras le saltó a los ojos como un muelle. Con un oscuro presentimiento agarró el periódico, que estaba doblado con mucho esmero, como si alguien hubiera querido resaltar a propósito ese texto en particular, y le echó un vistazo rápido.

Necrológicas. Sir Henry Richard Thomas Claydon, nacido el 23 de septiembre de 1821 en Oakesley, fallecido el 17 de noviembre de 1876... Trágico accidente... Méritos especiales como coronel del Ejército Imperial en las Indias Orientales en la guerra de 1857... Deja a su esposa, lady Sofia Daphne Claydon, cuyo apellido de soltera era Moray, y a sus hijos, la señorita Amelia Sofia Philips y el señor Alastair Henry Philip... El entierro tendrá lugar el...

Helena dejó el periódico.

—Trágico accidente —murmuró consternada.

—Horrible, ¿verdad?

Helena volvió la cabeza. Con sigilo, tal como era su costumbre, había entrado Ian en el salón, elegante como siempre, con traje gris perla y chaleco azul. No habría sabido decir cuánto tiempo llevaba allí observándola. Tenía chispitas en los ojos, como si verla leyendo esa terrible noticia le hubiera deparado un placer especial.

Se acercó a la chimenea, cuyo fuego irradiaba un calor agradable, y sacó un puro del cofrecito de marquetería. Lo encendió ceremoniosamente, arrojó el fósforo a las llamas con indolencia y dio una y luego otra calada con calma y deleite antes de hablar.

—Se trata verdaderamente de un accidente terrible. Una propiedad que ha ido arruinándose con el paso de los años, situada en un rincón de Inglaterra poco interesante desde un punto de vista económico y paisajístico, víctima tanto del imparable desarrollo económico como de la incompetencia de toda una línea genealógica de propietarios. La idea era sanear las finanzas ruinosas con una inversión lucrativa de capital. Como es natural, el banco ofrece la suma solicitada como préstamo a cambio de la garantía de la casa y las tierras. Pero, por desgracia, el negocio se frustra, centenares de libras se esfuman literalmente —expulsó el humo con delectación, se dejó caer en uno de los sillones, extendió las piernas, puso los pies encima de la mesa y recostó la cabeza en el respaldo—. Y todas esas extensas tierras yermas y la casa grande son ahora del banco. La familia debe recoger sus efectos personales. Ocurrió lo habitual en situaciones de este tipo: no existía ninguna otra salida honrosa que el clásico accidente limpiando las pistolas. Tras décadas de servicio en el ejército, donde se aprenden el manejo y el mantenimiento de las armas desde que se es soldado raso. ¡Qué trágico!

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