El cielo sobre Darjeeling (5 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Su interlocutor sonrió mostrando los dientes y se encendió otro cigarrillo.

—Supongo que tus argumentos fueron de varias libras de peso.

El oriental resopló de modo que sus aletas nasales temblaron desdeñosamente por encima de su barba entrecana.

—¡Digamos que la lealtad para con su cliente no tiene demasiado valor para ese picapleitos bajito y zalamero!

Aquellas palabras arrancaron una sonora carcajada al ocupante del sillón de enfrente.

—¡Cada vez me sorprende más lo bien que dominas los matices del inglés, Mohan!

Si alguien hubiera sido testigo de aquella conversación se habría asombrado por la familiaridad con la que se trataban ambos, ya que poco tenía que ver con el trato acostumbrado entre señores y criados. Sin embargo, no había nadie que pudiera sorprenderse, porque esa familiaridad se circunscribía a los momentos en los que se sabían a solas y, en sociedad, retomaban nuevamente el papel que les correspondía.

—Prefiero llamar las cosas por su nombre —fue la inmediata respuesta, subrayada por un guiño, antes de que el rostro de piel morena de Mohan recuperara la seriedad. Citó de memoria los números que le había dado Edward Wilson, expuso la historia familiar de los Lawrence, informó sobre la decisión de entregar a Helena y a su hermano a la custodia de su tutor, y añadió para concluir—: El préstamo por la casa y los pocos metros cuadrados de peñasco sobre los que se levanta están a nombre de nuestro apreciado anfitrión, sir Henry Claydon. Así pues, le pertenece a él prácticamente, pese a que ha hecho un mal negocio: la suma es con mucho mayor que su contravalor real.

—Y supongo que también mayor de lo que son capaces de reunir los afligidos herederos del finado. ¿Me equivoco?

Mohan asintió con un gesto. Siguió una breve pausa, en la que el forastero contempló el humo del cigarrillo, meditabundo, con los párpados entrecerrados.

—¿Qué planes tienes? —preguntó su criado finalmente—. ¿Con qué fin me has pedido que te procurara toda esta información?

El otro se inclinó hacia delante y apagó el cigarrillo en un cenicero de cristal.

—Lo que me has contado reafirma mi convicción de que se puede comprar prácticamente todo —dijo en voz baja, como si hablara para sí, antes de volver a incorporarse. Con la punta de su bota lustrosa se acercó un poco el taburete que estaba frente al fuego crepitante de la chimenea y puso los pies sobre el tapizado, uno tras otro. Se arrellanó en el sillón, dejó reposar relajadamente en los brazos del asiento sus morenas manos delgadas y miró a Mohan con un destello en los ojos.

—¿Qué crees tú? ¿A cuánto ascenderá el precio de nuestra pequeña gata montesa de la playa?

Mohan frunció las espesas cejas.

—¿Qué pretendes?

—Todavía no lo sé. —Su interlocutor se encogió ligeramente de hombros, recostó la cabeza en el respaldo y contempló meditabundo y satisfecho las guirnaldas estucadas del techo, aparentemente inmune a los oscuros ojos que lo estaban examinando críticamente, como si presintieran lo que estaba barruntando—. Quizá me case con ella.

—No puede hablar en serio.

—¿Por qué no? —Su señor miró divertido al oriental.

—¡Esto no es ningún juego, Ian! —Mohan, con su ligero acento extranjero, no había levantado la voz. No obstante, su tono era rotundo, casi amenazador.

—Entonces lo convertiré en un juego. —Ian, mirando a Mohan, añadió con dureza—: ¿O crees que podrías impedírmelo?

El oriental sacudió la cabeza, enfadado y afligido a partes iguales.

—No te comprendo.

—Ni tienes por qué. —Se puso en pie tras echar un vistazo a la esfera pintada del reloj que marcaba las horas bajo su campana de cristal—. Voy a mudarme de ropa antes de que sirvan el té ahí enfrente. Veremos cuánto cebo ha mordido entretanto el pescadito señorial.

Mientras se apagaban las últimas luces en la casa señorial de Oakesley, en la última planta de World’s End brillaba todavía la llamita débil de un quinqué en su cilindro de cristal. Helena seguía despierta, mirando fijamente al techo mientras sus pensamientos corrían vertiginosamente, se entrecruzaban, cambiaban repentinamente de rumbo, corrían de nuevo en círculo tal como habían estado haciendo durante todo el día mientras ella se paseaba por la casa sin descanso; sin embargo, no encontraba ninguna solución, ninguna salida. Hacía frío en la habitación, pero a ella le parecía que le faltaba el aire. Apartó el edredón, saltó de la cama, fue corriendo descalza por el suelo irregular de madera, abrió la ventana de par en par y aspiró profundamente el aire húmedo y frío de la noche. Llovía, otra vez, y además del repiqueteo de la lluvia se oía el estruendo del embate de las olas en el acantilado. Tenía frío desde que había pisado suelo inglés, y desde la muerte de su madre parecía haberse congelado algo en su interior. Sentía nostalgia del sol, del sol y de la calidez y de un corazón ligero como el que había tenido de niña en Grecia. ¿No volvería a vivir nunca más una buena época, libre de preocupaciones?

Un ruido la asustó, arrancándola de sus pensamientos. Algún ave había echado a volar batiendo las alas y graznaba «mío, mío, mío
»
: a continuación oyó los cascos de un caballo alejándose a galope tendido en la oscuridad.

Cerró rápidamente la ventana, saltó de nuevo a su cama y se escondió bajo el cobertor, cuyas plumas, con el paso de los años, se habían apelotonado formando grumos. Sin embargo, el corazón, que le latía temeroso, no quería sosegarse. Un sollozo ascendió por su garganta; sentía las lágrimas a punto de aflorar, pero apretó los dientes y los párpados firmemente. «Encontraré una salida... —se prometió—. Tiene que haber una por fuerza... Tiene que haberla...»

3

—Aunque solo nos dieran ciento cincuenta libras por los muebles, ya podríamos cubrir una parte de la deuda. —Helena dejó la pluma junto a la hoja de papel en la que había estado haciendo cálculos estimativos y se sopló en los puños cerrados. Ni siquiera el fuego vivo de la cocina lograba poner coto al aire neblinoso, húmedo y frío que, poco antes de mediodía, se colaba por las grietas de la mampostería. Echó mano a una de las galletitas insípidas que Margaret había hecho con poca mantequilla, aún menos azúcar y muchos copos de avena baratos.

—Pero, aunque fuera así... ¿cómo pretendes saldar el resto? ¡Nada menos que quinientas cincuenta libras! Además, no tendríamos de qué vivir. —Margaret rompió el hilo con los dientes y examinó el remiendo que acababa de hacer en una de las camisas de Jason.

Helena encogió los delgados hombros.

—Buscaré trabajo como institutriz, como costurera, ya saldrán cosas. Ayer le pedí prestado al pastor el periódico del fin de semana. Había algunos anuncios que tenían buena pinta, y el pastor me dio además dos direcciones en Exeter. —Intentaba hablar con aplomo, pero Margaret notaba su inseguridad. Vestida también de luto, con la mata de pelo blanco sujeta en un moño, dio un suspiro imperceptible antes de extender su mano por encima de la mesa y cubrir la de Helena, fría y con los dedos manchados de tinta.

—No quiero destruir tus esperanzas, mi niña, pero las dos sabemos que no haces un zurcido a derechas y, aparte del poco griego que te ha quedado en la memoria después de todo este tiempo, solo posees los conocimientos que has adquirido a través de la lectura. Eso no alcanzará para...

El sonido del llamador de la puerta resonó por la casa como el estampido de un trueno. Las dos mujeres dieron un respingo en sus asientos.

—¡Por toda la bondad divina! ¿Quién podrá ser? —murmuró Margaret levantándose apresuradamente y dejando la camisa ovillada de cualquier manera entre el tintero de Helena y las patatas y los nabos para la comida del mediodía.

—Probablemente sea alguien que viene a darnos el pésame con retraso... Como había tanta gente en el entierro... —respondió Helena con sarcasmo, y dedicó su atención de nuevo a la confección del inventario de objetos prescindibles. Estaba cansada y agitada, porque había dormido apenas unas horas plagadas de malos sueños de los que no pudo acordarse por la mañana. Mientras repasaba la lista completa por enésima vez y volvía a calcularlo todo con obstinación tratando de encontrar un descuido que corrigiera al alza la suma final, con un oído escuchó cómo Margaret abría la puerta de entrada y hablaba con la visita inesperada. La puerta se cerró y los pasos de Margaret se acercaron presurosos a la cocina tiznada.

—Es una visita de verdad —anunció sin aliento.

Sin levantar la vista, Helena frunció el ceño.

—¿No le has dicho que padre...?

—El caballero ha venido a verte a ti.

Helena alzó bruscamente la cabeza.

—¿A mí?

—¡Sí, a la señorita en persona! —Con gesto triunfal, le tendió Margaret la tarjeta de visita. Helena la aceptó sin demasiada convicción.

Una cartulina rígida, de color crema y satinada en la que había un nombre escrito en sencillas letras negras. No llevaba ninguna dirección, ningún cargo, solo aquel nombre: «Ian Neville».

La puerta que daba al salón estaba abierta. De espaldas a ella y oculto por las sombras de la estancia sin iluminar, el visitante estaba absorto en la contemplación del cuadro. Helena sintió una ligera punzada, consciente de lo sosa que resultaba ella en comparación con la belleza radiante de su madre, y le sorprendió que le preocupara ese detalle en ese instante. Su círculo de conocidos en aquel lugar solitario era muy escaso; no obstante, tenía la sensación de no estar frente a un completo desconocido, si bien se sentía un poco intimidada. Respiró profundamente.

—¿Señor Neville?

Él parecía estar esperando a que pronunciara su nombre y se volvió con aplomo. La luz mortecina de aquel día neblinoso entraba por la ventana e incidía sobre él. Con un matiz burlón en la comisura de los ojos, le hizo una reverencia, galante.

—Buenos días, señorita Lawrence.

Solo la entrada de Margaret, que traía una bandeja con té y pastitas, impidió que Helena obedeciera el impulso de huir como había hecho dos días antes. Tras un tintineo de vajilla mientras Margaret la dejaba en la mesa y el sonido del té cuando lo sirvió en las tazas, la mujer cerró la puerta tras de sí y se quedaron a solas.

—Me apostaría lo que fuese a que usted no contaba con un reencuentro tan pronto.

Inmóvil, vio cómo él se dejaba caer en uno de los sillones, con completa naturalidad, y sacaba del bolsillo interior de su abrigo una pitillera plateada.

—¿No le han enseñado a no fumar en compañía de las damas? —le espetó con el rostro encendido como la grana.

Él la miró de un modo que ponía claramente de manifiesto lo estúpido y descortés de su conducta y que hizo que sus mejillas se encendieran todavía un poco más, pero se guardó la pitillera nuevamente.

—Sus deseos son órdenes. Aunque, a decir verdad, no la tenía a usted por una persona muy delicada. ¿No quiere sentarse? —Con un amplio gesto indicó el sillón situado enfrente, como si él fuera el anfitrión y Helena hubiera ido a pedirle un favor.

—Gracias, prefiero permanecer de pie.

—Como usted desee. —Se inclinó hacia delante y cogió una taza del último y sencillo servicio de té con un motivo desteñido de rosas que no había sufrido ningún desperfecto. Al primer sorbo torció el gesto y depositó de nuevo la taza en el platillo con un movimiento veloz.

»Es de muy escasa calidad.

—No nos podemos permitir uno mejor.

Durante varios latidos él la miró fijamente. Helena creyó que iba a quedar reducida a un montón de cenizas bajo aquella mirada.

—Ya lo sé. —Se arrellanó en el sillón, poniéndose cómodo, y Helena no pudo menos que reconocer con exasperación la elegancia de su porte hasta en el mínimo detalle: el chaleco marrón de seda reluciente, bien ceñido bajo la ajustada levita a juego, la camisa fina, la corbata con un estampado discreto en la que refulgía un diminuto brillante. Con la pequeña fortuna que debía de haberle costado su imagen habrían vivido holgadamente ella, Jason y Margaret varios meses, y él hacía gala de ella con una despreocupación manifiesta, incluso con una indiferencia que la joven detestaba a la par que envidiaba. Pese a toda esa elegancia no había en él nada de remilgado ni de dandi; era delgado y sin embargo fuerte, como un hombre acostumbrado a emplear el cuerpo entero en todo lo que hace. Debía de ser un rival peligroso en la lucha y desconsiderado hasta la brutalidad cuando trataba de imponerse avasallando cualquier resistencia.

—Mire, señorita Lawrence —comenzó a decir cruzando las piernas—. Se halla usted en la más completa ruina. No dispone de un solo penique y ha contraído una deuda de varios cientos de libras. A la vergüenza de verse arruinada tras la muerte de su padre, se suma la amenaza para usted de verse obligada a aceptar la manutención caritativa de una tía estrecha de miras y gruñona y, para su hermano, de un destino de chupatintas con los dedos manchados. La alternativa es entrar a servir en una casa más o menos buena como institutriz, para enseñar a unos mocosos mimados la tabla de multiplicar a cambio de una miseria, aparte de todas las triquiñuelas extras, y de estar obligada además a satisfacer los antojos del señor de la casa.

De nuevo se le agolpó a Helena la sangre en el rostro por la rabia y la vergüenza. La estaba inquietando lo mucho que sabía de ella, casi le parecía algo sobrenatural.

—No veo qué podría importarle a usted todo eso.

Él asintió con gesto prudente.

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