Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
Elena, a diferencia de Gaya, era cariñosa y lo primero que hizo fue abrazar a Anaíd y abrumarla con sus besos.
— Explícame, bonita, ¿cómo ha sido?
— No sabe nada —interrumpió Gaya.
— Alguna pista nos podrá dar, algo que nosotras no sepamos...
Pero Gaya estaba indignada.
— Lo sabíamos, tú, yo y todas. Sabíamos que ocurriría tarde o temprano.
— No te precipites.
— ¿Qué pretendía si no Selene con sus faldas cortas y esa larguísima melena roja, chillo-na y rizada que ondeaba a los cuatro vientos? ¿Qué pretendía con esos reportajes en Internet, dejándose entrevistar y fotografiar en su casa, en su estudio, haciendo declaraciones controvertidas sobre el mundo del cómic y permitiéndose criticar a personajes públicos? ¿Y qué decir de sus continuas multas por excesos de velocidad? ¿Y sus sonadísimas borracheras?
Elena la interrumpió azorada:
— Gaya, por favor, estamos delante de Anaíd. Compórtate.
Gaya tenía ganas de explotar desde hacía demasiado tiempo y no reprimió su última frase —La ha perdido su ego.
Anaíd se sintió obligada a defenderla:
— Selene es especial, es diferente... y yo la quiero.
La agresividad de Gaya la hizo mostrarse valiente, pero también precavida. Anaíd decidió que no pasaría a nadie la información que había conseguido sobre los últimos movimientos de su madre.
Gaya se sintió en falso. No soportaba a Selene, narcisista, enamorada de sí misma, y le parecía mentira que la pobre niña a la que había eclipsado y arrinconado como un mueble viejo saliese en su defensa. Suspiró.
— Lo siento, Anaíd, no tengo nada contra su madre, sólo contra su falta de discreción. Es una forma de... buscarse enemigos, de llamar la atención. ¿Comprendes?
— ¿Quieres decir que ha desaparecido a consecuencia de esa entrevista de Internet? —inquirió Anaíd sardónica.
Gaya deseaba haberse callado la boca minutos antes.
— No, no, yo... bueno yo, no me hagas caso. Pero que sepas que yo admiraba mucho a Deméter, tu abuela.
Deméter era toda una dama.
Elena la tomó de las manos.
— Anaíd, esta noche, ¿has oído algo, has intuido algo... desagradable como cuando...?
Anaíd fue tajante, contundente, ni se planteó de dónde salía la fuerza que la inspiró para responder con tanta seguridad.
— Mi madre no está muerta.
Gaya y Elena respiraron aliviadas. La certeza de Anaíd no admitía dudas.
— ¿Cómo lo sabes?
— Lo sé y punto.
Elena se sentó en la silla y quedó pensativa unos instantes.
— Anaíd, haremos una cosa. Nosotras dos te ayudaremos a encontrar a Selene, pero tú también tienes que ayudarnos. En primer lugar te pediremos una cosa muy difícil para una chica curiosa como tú.
— ¿Cuál?
— Que no hagas preguntas.
Anaíd tragó saliva. Necesitaba una sola razón para convencerse de que su discreción podría ayudar a encontrar a Selene.
— ¿Está metida en algún lío?
Elena y Gaya se miraron y asintieron.
— Así es.
— De acuerdo, no haré preguntas. ¿Y la segunda condición?
— Que no hables con nadie de este tema, con NADIE. ¿Entendido?
Anaíd asintió. Necesitaba beber las palabras de Elena para saber que la desaparición de Selene estaba dentro de los parámetros posibles de la lógica. Y así era.
— ¿Y qué versión doy en Urt?
— Diremos..., diremos que Selene ha salido de viaje. A Berlín. ¿Te gusta Berlín?
Anaíd asintió.
— ¿Y mientras tanto?
— Mientras tanto yo me ocuparé de ti —afirmó Elena.
— ¿Dónde dormiré?
— Pues, pues con...
— No puedo dormir con Roc —gritó con un cierto desespero Anaíd.
— ¿Por qué no? Sois amigos.
Anaíd se sintió desfallecer. Lo peor que le podía pasar en este mundo no era que su madre desapareciese, sino que le obligaran a pasar la vergüenza más grande de su vida compartiendo habitación con Roc.
— No, no somos amigos.
— Pues... así os reconciliáis. ¿Qué te parece?
— Fatal.
Elena suspiró y se llevó la mano al vientre. Anaíd se fijó. ¿Se movía? Sí, efectivamente, el enorme barrigón de Elena se agitaba inquieto. Debía de estar embarazada de nuevo.
Gaya, para librarse de su mala conciencia, le acarició el cabello con la mano tensa, un intento de aproximación que viniendo de ella significaba un gran esfuerzo.
—Anda, te acompañaré a casa a recoger tus cosas, pero antes come algo, seguro que no has probado bocado. Y le sacó pollo frío y una verdura que recalentó en el fuego y que Anaíd, a pesar de odiar la verdura, agradeció. No había comido nada desde la noche anterior.
Anaíd masticaba lentamente la croqueta rogando que le durase horas. Se sentía incapaz de levantar la vista del plato y topar con los ocho pares de ojos que estaban fijos en ella.
Era la novedad. Era el centro de la curiosidad y la atención de los siete hijos de Elena y su marido.
— ¿Veis cómo come Anaíd? Poco a poco, masticando, sin hablar con la boca llena, ni eructar, ni limpiarse los dedos grasientos en la camiseta... Pues así son las chicas bien educadas.
Anaíd se quería fundir de la vergüenza. El marido de Elena no hacía más que hablar de ella como de una nueva especie de chimpancé recién descubierta.
Elena intentó distraer la atención.
— Anda, dejadla, ya. Roc, ¿has decidido el disfraz para la fiesta de Marión?
Roc contestó con desgana.
— Es un secreto. No puedo decirlo.
Anaíd no había sido invitada y al recordarlo la croqueta se le hizo una bola y se empeñó en quedarse atascada. Y comenzó a ponerse nerviosa. Era más que evidente que Roc no quería hablar del disfraz porque ella estaba delante. ¿Era tonta Elena? ¿No se daba cuenta de que Roc y ella era como el agua y el aceite? ¡Qué empeño en casarlos quieras o no!
Por más que lo intentaba, no podía tragar la croqueta, se le había atragantado. Sin levantar apenas la vista, acercó la mano hasta el vaso y bebió de un trago.
— ¡Anaíd no se ha limpiado los morros! —se chivó uno de los mocosos.
Anaíd le miró a través del vaso, que lo deformaba horriblemente, y lo fulminó con la mirada. Era un gemelo desdentado con un enorme chichón en la frente.
Su padre quitó hierro al asunto.
— Bueno, bueno, no pasa nada, los tenía limpios. — Mentira, estaban sucios de croqueta —atacó el otro gemelo con un ojo a la funerala.
Debían de atacar a pares, pensó Anaíd, que no sabía si limpiarse los labios con la servilleta, lanzar el agua sobre la cara de los gemelos o salir corriendo. Elena la sacó del apuro.
— ¿Queréis hacer el favor de dejarla tranquila? Anaíd es exactamente como vosotros.
— ¡No! Es una chica.
— ¡Y las chicas tienen tetas!
— ¡Pero Anaíd no!
— ¡A callar!
Anaíd estaba roja como un tomate. Los pequeños monstruos no se callaban ni una. Seguro que en esos momentos la estaban repasando de arriba abajo y anotando I odas las diferencias para luego escupirlas sin piedad.
— ¿Puedo salir esta noche?
Era la voz de Roc que pedía permiso a su padre.
— ¿Con Anaíd? —preguntó Elena.
— ¿Con Anaíd? -exclamó Roc sorprendido—. ¿Cómo quieres que salga con Anaíd?
Anaíd supo que lo que Roc había querido decir era:
«¿Anaíd es algo con lo que se pueda salir por la calle?»
Pero Elena insistió:
— Es nuestra invitada.
— Ya he quedado con otra gente y no les gustará si me presento con Anaíd...
Anaíd sacó fuerzas de donde no le quedaban.
— Tengo que pasar por casa para imprimir el trabajo de Sociales.
Lo dijo de un tirón. Fue lo único que dijo en toda la cena y lo hizo para salvar a Roc del apuro y para salvarse a sí misma del engorro. Pero Roc no tuvo ni la gentileza de agradecérselo.
Una vez en la calle corrió y corrió y corrió, pero no fue a su casa. Se refugió en un lugar que sólo ella conocía. En el mismo lugar donde lloró a solas la muerte de Deméter. En su cueva del bosque.
Antes de su muerte, Anaíd solía ir con Deméter al robledal. Desde muy niña la ayudaba a recolectar las raíces de mandrágora, las hojas de belladona, las flores de estra-monio, los tallos de beleño blanco y todas las plantas medicinales con las que preparar tisanas y ungüentos.
Con ella Anaíd aprendió a conocer el bosque y a desconfiar de los poderes alucinógenos de las amanitas que proliferaban bajo los frondosos robles, de las venenosas hojas del tejo y de la cicuta silvestre, letal y fulminante.
Con Deméter celebraba el solsticio de invierno en la quietud de la noche, mirando al norte y abriéndose a la inspiración. En el equinoccio de primavera, de cara al sol que nace al este, se preparaban para la sabiduría. En el solsticio de verano, en pleno día enfrentándose al sur, celebraban la expresión de sus sueños. Por fin llegaba el equinoccio de otoño, en el que el sol se escondía por el oeste y que era tiempo de recolección de frutos y experiencias y la preparación para el renacer de un nuevo ciclo.
A veces, Anaíd sentía pereza de las serias tareas que le imponía Deméter y se escondía tras unos matorrales eludiendo su llamada. Así descubrió su cueva, apenas un resquicio en la roca por el que se coló reptando y por donde cayó a través de un túnel que, a guisa de tobogán, desembocaba en una maravillosa sala de amplios techos. Y cuando la exploró, extasiada ante sus delicadas estalactitas y sus lagos y grutas subterráneos, supo que aquél sería por siempre más su refugio, el pequeño lugar del mundo —confortable y solitario— que la había escogido a ella y no al revés, y donde de ahora en adelante se cobijaría siempre que tuviese miedo.
Esa noche no tuvo miedo de atravesar el bosque oscuro, de oír el solitario grito de la lechuza, ni de dejarse caer por el túnel hasta las profundidades de su cueva. Allí, sola, con la única luz de un candil, talló meticulosamente dos pedazos de su piedra meteórica negra en forma de lágrimas, tal y como hizo cuando murió su abuela Deméter. La piedra, un meteorito que cayó en el bosque el verano anterior, tenía la dureza y el brillo que Anaíd precisaba. Por eso ambas veces colgó una lágrima de su cuello y enterró la otra en la entrada de su cueva. Nadie le había dado instrucciones, nadie le había explicado el significado de su ritual. Lo repitió para confortarse nuevamente. Era su forma primitiva de marcar el territorio de su pena y expresar su dolor públicamente. En su cuello lucía dos lágrimas, una por cada mujer que la había querido y la había abandonado.
Deméter, sensata y estricta, pero justa.
Selene, extravagante y loca, pero cariñosa.
Para Anaíd, que tuvo dos madres radicalmente opuestas, ambas conformaban un equilibrio. Muerta Deméter, se aferró a Selene como a un clavo ardiente. Reconocía que Selene la hacía avergonzar muy a menudo, que no se comportaba como las otras madres ni vestía como las otras madres ni guardaba discreción como las otras madres. Y sin embargo la quería.
Y ahora que Selene había desaparecido, estaba SOLA. Pero no quería sentir miedo ni angustia, por eso se repetía continuamente que Selene regresaría en cualquier momento. Anaíd, acuclillada en la entrada de su cueva, acabó de enterrar su lágrima y, aunque le hubiera gustado permanecer a solas con sus recuerdos, un rumor impreciso, una brisa extraña, la obligó a levantarse de un salto y reparar en la oscuridad que la rodeaba. Mientras se sacudía el fango y las hojas secas que habían quedado adheridas a sus vaqueros, se giró hasta tres veces con la certeza de que unos ojos la miraban a través de la negrura del bosque.
De regreso al pueblo fue acelerando el paso imperceptiblemente. Sentía una vaga inquietud a sus espaldas, y tal vez fuera un espejismo producto del cansancio y la tristeza, pero hubiera jurado que el aire se enrarecía y el fulgor nítido de la luna en cuarto creciente se mitigaba. Sin Selene, el mundo, su mundo, parecía más pequeño y sombrío. Como si alguien hubiera encerrado el valle de Urt en una bola de cristal empañado.
— ¡Anaíd, Anaíd!
Anaíd, con la cartera al hombro, levantó la cabeza. Elena había ido a esperarla a la puerta de la escuela.
— Acaba de llegar tu tía Criselda.
Se quedó tan sorprendida con la noticia que ni siquiera supo reaccionar.
— ¿Mi tía? ¿Qué tía?
— La hermana de tu abuela. Anda, vamos, seguro que la recuerdas, estuvo en su entierro el año pasado. Anaíd, ante su asombro, la recordaba perfectamente a pesar de que no se parecía en nada a Deméter. Tal vez no recordaba con precisión los rasgos de su cara, suaves, im-precisos, pero en cambio tenía muy presente su aroma de lavanda y la caricia de su mano en su cabello. Su mano, el contacto de la palma de su mano, la tranquilizó profundamente y eso que la tía Criselda no era nada tranquilizadora. Pequeña, revoltosa y regordeta, tenía la cabeza ocupada en tantas cosas a la vez que algo acababa por salir malparado. Un plato, un vaso, un jarrón o un pobre perro. Cuando la abrazó con cariño, Anaíd se dio cuenta, sorprendida, de que en el poquísimo tiempo que llevaba ahí, había puesto la cocina patas arriba. ¿Por qué?
— Estaba muy sucia, muy revuelta. Las cocinas son el alma de las casas y hace falta limpieza y orden. Anaíd no se preguntó quién la había llamado, cómo había entrado en casa ni de dónde había sacado la peregrina idea de que lo primero que tenía que hacer era vaciar las alacenas, la nevera, revolver los tarros de Deméter, probar todas las especias con las que cocinaba Selene, alinear los pucheros y las cazuelas y meter las narices en las hierbas que colgaban en rastrojos de las vigas del techo.
Por suerte, tía Criselda no se había movido de la cocina. Aún no había tenido ocasión de entrar en tromba en la biblioteca, el salón o las habitaciones. Anaíd estaba acos-tumbrada a las excentricidades de Selene y decidió no enfadarse. Criselda la sacaba de un apuro terrible. Podría volver a dormir en su cama y olvidarse de la pesadilla de las cenas en la mesa de Elena y las noches en el plegatín junio a Roc. Consideró que si ésa era la manera de sentirse cómoda de su lía la aceptaba, pero... ¿Qué significaba su llegada? ¿Qué significaba su presencia en casa?
— ¿Sabes algo de Selene?
— Pronto tendremos noticias, pequeña, pronto, muy pronto.
Y mientras hablaba, la mano de Criselda se posó de nuevo en la frente de Anaíd y borró sus inquietudes, como un bálsamo.