El club Dante (30 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Muy agradecido; no sabe cuánto me halaga eso —replicó Emerson sonriendo—. Nunca encontramos tiempo para escribir a los dioses ni a los amigos, sólo a los abogados, que pretenden cobrar deudas, y al hombre que ha de reparar el techo de nuestra casa.

A continuación, Emerson le preguntó a Holmes por sus asuntos y él contestó con largas y complicadas anécdotas.

—He estado pensando en escribir otra novela.

Lo dijo como tanteando, pues le intimidaban la fuerza y la rapidez de las opiniones de Emerson, que a menudo le hacían parecer a uno que estaba completamente equivocado.

—Oh, me gustaría que lo hiciera, querido Holmes —dijo Emerson sinceramente—. Su voz no puede dejar de agradar. Y hábleme del brillante capitán. ¿Sigue con su carrera de derecho?

Holmes rió nerviosamente por la mención de Junior, como si lo relativo a su hijo fuera algo cómico en sí, lo cual no tenía el menor fundamento, pues Junior carecía del mínimo sentido del humor.

—Yo me incliné una vez por las leyes, pero consideré todo aquello muy indigesto. Junior también escribía buenos versos; no tan buenos como los míos, pero buenos versos. Ahora vive de nuevo en casa. Es como un Otelo blanco, sentado en la mecedora de nuestra biblioteca e impresionando a las jóvenes Desdémonas con las historias de sus heridas. En ocasiones creo que me desprecia. ¿Ha tenido alguna vez esa sensación con su hijo, Emerson?

Emerson guardó silencio durante unos densos segundos.

—No hay paz para los hijos de los hombres, Holmes.

Observar los gestos del rostro de Emerson mientras hablaba era como mirar a un hombre maduro cruzar un arroyo saltando de piedra en piedra, y el cauteloso egocentrismo que evocaba esa imagen distrajo a Holmes de sus ansiedades. Deseaba que la conversación prosiguiera, pero sabía que los encuentros con Emerson podían concluir casi sin avisar.

—Mi querido Waldo, ¿puedo hacerle una pregunta? —Lo que Holmes quería realmente era su consejo, pero Emerson nunca daba ninguno—. ¿Qué le parecería a usted que nosotros, Fields, Lowell y yo, ayudáramos a Longfellow en su traducción de Dante?

Emerson alzó una de sus cejas, como cubiertas de escarcha.

—Si Sócrates estuviera aquí, Holmes, podríamos ir a hablar con él en la calle. Pero no podemos ir a hablar con nuestro querido Longfellow. Hay un palacio, servidores y una hilera de botellas de vino de distintos colores, vasos de vino y hermosas chaquetas. —Emerson inclinó la cabeza, pensativo—. A veces pienso en la época en que leía a Dante bajo la dirección del profesor Ticknor, como hizo también usted, pero no puedo dejar de considerar a Dante una curiosidad, un mastodonte, una reliquia para colocarla en un museo, no en una casa.

—¡Pero usted me dijo una vez que la introducción de Dante en Estados Unidos sería una de las realizaciones más significativas de nuestro siglo! —insistió Holmes.

—Sí. —Emerson consideró aquello. Le gustaba enfocar los asuntos desde todos los puntos de vista siempre que fuera posible—. También eso es verdad. Sólo que, ¿sabe, Wendell?, prefiero la sociedad de una persona fiel a una asociación de conversadores rápidos, que más que nada buscan la admiración mutua.

—Pero ¿qué sería de la literatura sin esas asociaciones? —replicó Holmes sonriendo. Tenía la integridad del club Dante a su cuidado—. ¿Quién puede decir lo que debemos a la sociedad de admiración mutua entre Shakespeare, Ven Jonson, Beau Montt y Fletcher? ¿O a aquella sociedad que formaban Johnson y Goldsmith, Burke y Reynolds, Beauclerc y Boswell, el más admirador entre los admiradores, y que se reunían junto a la chimenea de un salón?

Emerson reordenó los papeles que había traído para Fields, a fin de mostrar que el objeto de su visita se había cumplido.

—Recuerde que, sólo cuando el genio del pasado se transmita a un poder actual, tendremos el primer poeta norteamericano. Y en alguna parte, nacido en las calles más que en el ateneo, encontraremos al primer verdadero lector. El espíritu del norteamericano se supone tímido, imitativo, domesticado; y al erudito, honrado, indolente, complaciente. Sin acción, el erudito ya no es un hombre. Las ideas pueden obrar a través de los huesos y de los brazos de los hombres buenos, o no pasan de meros sueños. Cuando leo a Longfellow, me siento muy a gusto, seguro. Pero eso no nos aportará nuestro futuro.

Cuando Emerson se hubo marchado, Holmes sintió que se había enfrentado a un enigma de la esfinge al que sólo podía darse una respuesta. Sintió también que, decididamente, aquella conversación era algo que le pertenecía, y no quiso compartirla con los otros cuando llegaron.

—Pero, realmente, ¿es eso posible? —preguntó Fields a sus amigos después de que hablaran de Bachi—. ¿Ese mendigo de Lonza pudo haber estado tan abrumado que antepuso el poema a la vida?

—No sería la primera ni la última vez que la literatura se apodera de una mente debilitada. Piensen en John Wilkes Booth —dijo Holmes—. Cuando disparó contra Lincoln, exclamó en latín: «Así les ocurra siempre a los tiranos». Eso es lo que dice Bruto mientras asesina a Julio César. Lincoln era el emperador romano en la mente de Booth. Recuerden que Booth era shakespeariano. Igual que nuestro Lucifer es un maestro dantista. La lectura, la comprensión, el análisis que nosotros realizamos a diario lograron lo que en nuestro fuero interno esperábamos que se obrara en nosotros; y eso mismo actuó sobre los huesos y los músculos de ese hombre.

Longfellow enarcó las cejas al oír esto.

—Sólo que al parecer produjo ese efecto en Booth y Lonza de manera involuntaria.

—¡Bachi debe haber ocultado algo que él sabe acerca de Lonza! —dijo Lowell, contrariado—. Ya vio usted, Holmes, lo renuente que se mostraba. ¿Qué nos dice?

—Era como darse cabezazos —admitió Holmes—. Cuando un hombre empieza a atacar Boston, cuando vierte su amargura sobre el Estanque de las Ranas o el Parlamento del estado, pueden estar seguros de que no le queda mucho. El pobre Edgar Poe murió en el hospital poco después de haber empezado a hablar así. Si uno se encuentra a un sujeto reducido a esa condición, más le vale que no le preste dinero, porque está en las últimas.

—El hombre cascabel —murmuró Lowell a la mención de Poe.

—Siempre hubo un punto oscuro en Bachi —dijo Longfellow—. El pobre Bachi. La pérdida de su trabajo lo hizo más desgraciado y, sin duda, en su desesperación, considera nuestro papel de manera poco amable.

Lowell no miró a Longfellow a los ojos. Se había abstenido de contarle los detalles de la diatriba de Bachi contra él.

—Creo que en este mundo la gratitud escasea más que los buenos versos, Longfellow. Bachi no tiene más sentimientos que un rábano picante. Podría ser que Lonza sintiera tanto miedo en la comisaría de policía porque sabía quién mató a Healey. Sabía que Bachi era el culpable… O quizá incluso ayudó a Bachi a matar a Healey.

—La mención del trabajo de Longfellow sobre Dante no le hizo reaccionar como si le hubieran arrimado una cerilla —dijo Holmes, aunque se mostraba escéptico—. El asesino debe ser un hombre de gran fuerza, para haber transportado a Healey desde el dormitorio hasta el campo. Bachi apenas puede ir dando traspiés en línea recta, con su regimiento de licores. Además, no hemos encontrado ninguna relación entre Bachi y las dos víctimas.

—¡No la hemos necesitado! —dijo Lowell—. Recuerde que Dante sitúa en el infierno a muchas personas a las que no conoció. Bachi tiene dos ingredientes más fuertes que una relación personal con Healey o Talbot. Primero: un excelente conocimiento de Dante. Él es el único, fuera de nuestro club, y aparte, supongo, de Ticknor, con un nivel de comprensión que rivaliza con el nuestro.

—Sin duda —corroboró Holmes.

—Segundo: el motivo —continuó Lowell—. Es pobre como una rata. Se encuentra abandonado por nuestra ciudad y sólo busca consuelo en la bebida. Sus ocasionales trabajos como profesor particular son todo cuanto lo mantiene a flote. Está resentido con nosotros porque cree que Longfellow y yo nos quedamos cruzados de brazos cuando lo despidieron. Y Bachi consideraría a Dante más echado a perder que recuperado por los traicioneros norteamericanos.

—¿Por qué, mi querido Lowell, eligió Bachi a Healey y a Talbot? —preguntó Fields.

—Pudo haber escogido a quien le pareciera, con tal de que se ajustara a los pecados que decide castigar. Si Dante llegara a revelarse como fuente, podría desprestigiar su nombre en Estados Unidos antes de que el poema se afianzara.

—¿Podría ser Bachi nuestro Lucifer? —preguntó Fields.

—¿Debe ser nuestro Lucifer? —replicó Lowell, estremeciéndose mientras se agarraba el tobillo.

Longfellow lo interpeló, mirándole la pierna.

—¿Lowell?

—Oh, no se preocupe, gracias. Ahora recuerdo que me golpeé contra una plataforma de hierro el otro día, en Wide Oaks.

El doctor Holmes se inclinó hacia delante e hizo un ademán para que Lowell se arremangara la pernera.

—¿Ha aumentado de tamaño, Lowell?

La abrasión roja había pasado del tamaño de una moneda de un centavo al de un dólar.

—¿Cómo podría saberlo?

Nunca se había tomado en serio sus propias lesiones.

—Quizá debiera prestarse más atención a usted mismo que a Bachi —le reprendió Holmes—. Esto no tiene el aspecto de una herida que se está curando. Todo lo contrario. ¿Dice que sólo se golpeó? No parece infectada. ¿Le ha estado molestando, Lowell?

De repente sintió el tobillo mucho peor.

—Ahora me duele otra vez. —Se quedó pensativo—. Es posible que mientras estaba en casa de Healey una de aquellas moscas azules se me introdujese en la pernera. ¿Podría ser eso?

—Por lo que yo puedo imaginar, no —respondió Holmes—. Nunca he oído que una mosca azul de esa clase sea capaz de picar. ¿Y si fue otro tipo de insecto?

—No; me hubiera dado cuenta. La aplasté bien aplastada —explicó Lowell haciendo una mueca—. Era una de las que le llevé, Holmes.

Holmes meditó lo anterior.

—Longfellow, ¿ha regresado de Brasil el profesor Agassiz?

—Creo que precisamente esta semana —contestó Longfellow.

—Sugiero que enviemos al museo de Agassiz las muestras de insectos que usted recogió —dijo Holmes dirigiéndose a Lowell—. No hay nada que él no sepa sobre animales.

Lowell ya estaba más que harto del tema de su propio bienestar.

—Hágalo si cree que debe. Ahora propongo seguir a Bachi unos pocos días, suponiendo que no esté ya muerto de tanto beber. Habría que ver si nos conduce a algún lugar revelador. Dos de nosotros aguardarán frente a su casa en un carruaje, mientras los demás esperan aquí. Si no hay objeciones, yo me pondré al frente de los que vigilen a Bachi. ¿Quién me acompañará?

Nadie se ofreció voluntario. Fields tiró con gesto indolente de la cadena de su reloj.

—¡Oh, vamos! —dijo Lowell, dando palmaditas en el hombro al editor—. Usted se viene, Fields.

—Lo siento, Lowell. Me he comprometido con Oscar Houghton para un almuerzo hoy. También asistirá Longfellow. Houghtor recibió anoche una nota de Augustus Manning advirtiéndole que deje de imprimir la traducción de Longfellow, o de lo contrario perderá el negocio con Harvard. Debemos hacer algo, y rápidamente, Houghton cederá.

—Y yo tengo comprometida una charla en el Odeón sobre los últimos avances de la homeopatía y la alopatía, que no podría cancelar sin graves pérdidas económicas para los organizadores —dijo el doctor Holmes, dejando clara cuál era la prioridad—. ¡Todos están invitados a asistir, por supuesto!

—¡Pero podríamos averiguar algo decisivo! —protestó Lowell.

—Lowell —dijo Fields—. Si permitimos que el doctor Manning nos tome la delantera en lo de Dante mientras nosotros nos ocupamos de esto otro, todo nuestro trabajo de traducción, todo lo que hemos esperado quedará en nada. Nos llevará sólo una hora apaciguar a Houghton, y luego podremos hacer lo que usted dice.

Aquella tarde llegó hasta Longfellow el penetrante olor de los bistecs y los apagados y alegres ruidos propios del almuerzo, mientras aguardaba de pie frente a la pétrea fachada griega de la casa Revere. Un almuerzo con Oscar Houghton significaría al menos una hora de tregua sin hablar de crímenes ni de insectos. Fields, inclinándose sobre el pescante de su carruaje, daba instrucciones a su cochero para que regresara a la calle Charles, pues Annie Fields debía asistir a su club de señoras en Cambridge. Fields era el único miembro del círculo de Longfellow que tenía coche propio, no sólo porque el editor era el más rico, sino también porque valoraba el lujo por encima de los problemas causados por los cocheros malhumorados y los caballos achacosos.

Longfellow se fijó en una pensativa dama con velo negro que cruzaba Bowdoin Square. Llevaba un libro en la mano y caminaba deliberadamente despacio, con la mirada baja. Pensó en la época en que se encontraba con Fanny Appleton en la calle Beacon, cómo le dirigía un saludo cortés, sin pararse nunca a hablar con él. La había conocido en Europa, mientras se sumergía en los idiomas a fin de prepararse para la docencia, y ella se mostraba bastante agradable con aquel profesor amigo de su hermano. Pero de regreso en Boston, fue como si Virgilio le susurrara a ella al oído el consejo que dio al peregrino en el círculo de los tibios: «No hablemos; miremos y pasemos de largo». Habiéndosele negado la conversación con la hermosa joven, Longfellow se encontró creando el personaje de una hermosa joven en su libro
Hyperion
, que modeló pensando en ella.

Pero transcurrieron los meses sin que la joven respondiera al gesto del hombre al que ella llamaba el profesor o el profe, aunque seguro que si hubiera leído el texto se habría reconocido en el personaje. Cuando finalmente encontró de nuevo a Fanny, ella dejó muy claro que no la entusiasmaba verse esclavizada en el libro del profesor, expuesta a la vista de todos. Él no pensó en excusarse, pero en los meses siguientes le abrió sus emociones como nunca lo había hecho, ni siquiera con Mary Potter, la joven que había muerto durante un aborto pocos años después de casarse con Longfellow. La señorita Appleton y el profesor Longfellow empezaron a verse con regularidad. En mayo de 1843 Longfellow le escribió una nota proponiéndole matrimonio. El mismo día, recibió su aceptación. «¡
Oh, Día por siempre bendito, que me abrió a esta
Vita Nuova,
esta Nueva Vida de felicidad
!». Repetía estas palabras una y otra vez hasta que tomaron forma, adquirieron peso y pudo abrazarlas y protegerlas como si fueran niños.

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