Después de todo, ha golpeado a un policía.
A un detective, nada menos.
A la entrada de los juzgados.
Además, Boone no se limitó a pegarle un solo puñetazo. No, se dejó llevar: sus manos grandes y pesadas y sus músculos endurecidos tras años de surf descargaron un puñetazo tras otro sobre el rostro, las costillas y el estómago de Harrington, hasta que Johnny Banzai consiguió contenerlo con una especie de llave de yudo y dejarlo sin aire.
Ahora Boone está tumbado en un banco metálico en una celda y nadie le da la paliza. Comparte la celda sobre todo con negros, mexicanos y algunos blancos borrachos, motoristas y adictos a las metanfetaminas, pero nadie lo jode.
Ha golpeado a un policía.
A un detective, nada menos.
A la entrada de los juzgados.
Si Boone se presentara a elecciones para presidente de la celda, ganaría por aclamación. Allí todos lo adoran. Los tíos le ofrecen sus bocadillos de mortadela.
No tiene hambre.
Está demasiado hecho polvo para comer.
«Se ha acabado —piensa—. He caído en la trampa de Harrington como un ceporro y ahora pende sobre mí una acusación de ataque criminal a un agente de policía, lo cual implica pasar un tiempo en la cárcel y que mi licencia de detective privado se vaya al garete.»
«La mitad del Club del Amanecer está cabreado conmigo y la otra mitad debe de considerarme un inmaduro, con toda la razón. He dejado que esta tía, la Roddick, me enredara, me ha hecho perseguirla como si no quisiera que la pillara y después, ¡zas!, va y se da la vuelta y abre una brecha en la barca.»
«Y nos hundimos todos con ella.»
«Roddick nos ha tendido una trampa. Nunca había pensado en testificar contra Danny. Vendió su versión a la aseguradora para que esta rechazara la demanda de Silver. Así él podría interponer una querella millonaria cuando ella cambiara su versión. Todo el asunto de la persecución ha servido para que pusiéramos más interés en alcanzarla y le ha salido bien.»
«El juez Hammond rechazará la petición de Alan de declarar nulo el juicio y aceptará la petición de Todd de indicar el veredicto al jurado. Cuando se vuelva a reunir el tribunal por la mañana, dirá al jurado que ya ha declarado culpable a la aseguradora y que lo único que tienen que decidir es el importe a pagar en concepto de daños punitivos.»
Será una cifra millonaria.
Alan tendrá que vérselas con el Colegio de Abogados del Estado por cuestiones éticas y con el fiscal del distrito por incitación al perjurio. Y lo mismo le ocurrirá a Pete.
Su carrera se irá a la mierda, tendrá suerte si puede seguir colegiada y ni hablar de que la hagan soda. Si consigue seguir en la abogacía, tendrá que ocuparse de pequeños accidentes y tropezones y caídas hasta peinar canas.
Un adicto blanco y flacucho se acerca a Boone y le ofrece un par de trozos de pan duro.
—¿Quieres mi bocata?
—No, gracias.
El drogata vacila; la boca reducida por el consumo de meta le tiembla de ansiedad:
—¿Te la mamo?
—Apártate de mí.
El drogata se aleja sigilosamente.
«Sin embargo, a esto se va a reducir mi vida a partir de ahora —piensa Boone—: a bocatas de pan duro, amigos adictos y proposiciones sexuales.»
Se da la vuelta y queda de cara a la pared, dando la espalda a la celda.
Nadie lo va a joder.
Petra está sentada en una silla de plástico atornillada a la pared de la recepción de la cárcel del centro.
Y encima se alegra de estar allí; en realidad, se alegra de estar en cualquier sitio que no sea cerca de Alan Burke, que se había abalanzado sobre ella como un
pitbull
con un buen colocón.
—Buen trabajo —le había dicho a voz en cuello a la salida de los tribunales, mientras apretaba el paso calle abajo.
—No lo sabía —dijo ella, esforzándose mucho por mantenerse a su lado.
Él se detuvo y se volvió hacia ella:
—¡Tu trabajo consiste en saber! ¡Tu trabajo consiste en preparar a los testigos para que testifiquen! ¡A nuestro favor, Petra! ¡No a favor de la parte contraria! ¡Supongo que la culpa es mía, por no habértelo dicho antes!
—Tienes razón, por supuesto.
—¿Que tengo razón? —gritó, abrió los brazos como Cristo crucificado, giró trescientos sesenta grados y lo pregonó a todo el mundo que pasaba por Broadway—. Oigan, ¡que tengo razón! ¿Lo han oído? ¡La abogada sustituía que no ha llevado un juicio en su puta vida me dice que tengo razón! ¿Sirve de algo? ¿Hace que la vida sea mejor?
La gente pasaba a su lado, riendo entre dientes.
—Lo siento —dijo Petra.
—No me basta con que lo sientas.
—Tendrás mi renuncia en tu escritorio antes de que acabe la jornada laboral —dijo Petra.
—No, ni hablar —dijo Alan—. Así es muy fácil. Tú no te libras de esto, de ninguna manera. No. Te vas a quedar a soportar toda la lenta y desgraciada marcha hacia la muerte, la humillación y la destrucción. A mi lado.
—Claro que sí. Por supuesto. Sí.
—¿Te acuestas con él?
—¿Con quién?
—¡Con Todd el
Varas
! —chilló Alan—. ¡Boone! ¿Con quién va a ser?
Petra se puso roja como un tomate y se quedó boquiabierta. A continuación, dijo:
—No me parece una pregunta apropiada para que un patrón le haga a un empleado.
—Llévame a juicio —dijo Alan y se alejó. A continuación, se dio la vuelta, regresó y le dijo—: Mira, hemos caído en un truco más viejo que Matusalén. No es culpa tuya. Yo debería haberlas visto venir. Nos la han jugado. Han incendiado un edificio barato, han presentado una testigo chanchullera de que el incendio había sido intencionado y han hecho que se volviera contra nosotros en el juicio para conseguir una indemnización por daños punitivos. Ellos ganan y nosotros perdemos. Suele ocurrir. Ahora vete a sacar a Boone de la cárcel. Nosotros no dejamos a los nuestros en la estacada.
Por eso, Petra está ahora sentada en la silla de plástico, a la espera de que el sargento de la recepción se ocupe del papeleo. Aparentemente, trabaja a la misma velocidad que los glaciares.
Parece una escena de
La bella y la bestia
.
Tammy Roddick camina por la calle Broadway en compañía de Todd el
Varas
. Arrancan sonrisitas a los transeúntes, que solo piensan que aquel gorila ha exprimido al máximo su Tarjeta Negra de American Express para una matiné en el hotel Westgate.
Van al Westgate —sí, señor—, pero no suben a una habitación. Todd el
Varas
la acompaña hasta el aparcamiento, más concretamente hasta un Humvee dorado, en cuyo asiento trasero Eddie el Rojo está comiendo un taco de pescado bañado en salsa picante de tomate. Deja de masticar el tiempo suficiente para decir:
—Sube, hermosa dama.
Tammy no las tiene todas consigo.
Todd el
Varas
ya se arrastra hacia el ascensor.
—Tranqui, hermana —dice Eddie—, que nadie te va a tocar un pelo. Por la vida de mi hijo.
Ella se sube al asiento trasero, a su lado.
—¿Dónde está ella? —pregunta.
Él le ofrece una bolsa blanca de papel:
—¿Un taco?
—¿Dónde está ella?
—A salvo.
—Quiero verla —dice Tammy.
—Todavía no.
—¡Ahora mismo! ¡Joder!
—Eres una auténtica
tita
, ¿no? —dice Eddie—. ¿Conoces la palabra
tita
? Es la manera de decir «chuleta» en hawaiano. Así me gusta. Es que tenemos algo de tiempo que matar, tita, de modo que, si quieres, lo matamos juntos. ¡Vaya! ¡Mira cómo se enfurecen esos ojos verdes felinos! Me empalmo, tita, se me pone gorda.
—Yo ya he cumplido mi parte del trato —dice Tammy.
—Y nosotros cumpliremos la nuestra —replica Eddy—, solo que no todavía. Tienes que aprender a tener un poco de paciencia,
tita
. Es una virtud.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué? —pregunta Eddie y pega al taco un gran mordisco.
La salsa le chorrea por la comisura de la boca.
—¿Cuándo vais a cumplir vuestra parte del trato?
—Antes tienen que ocurrir algunas cosas —dice Eddie—, pero, si todo sale según lo planeado, si mantienes cerrada esa boca tan sexy… mañana por la mañana.
—¿Dónde?
Eddie sonríe, se limpia la salsa de los labios y canta:
—
Let me take you down, cos I’m going to
…
Boone no puede dejar de pensar en Teddy Tetazas.
Está tumbado en aquel banco metálico y vuelve a evocar una y otra vez a Teddy en la habitación del motel con la niña
mojada
.
«¡Cómo te lo vas a sacar de la cabeza! —dice para sus adentros—. Vamos, si los pederastas son tu idea fija… Pero no dejes que eso trastoque tu análisis del problema.»
«Sí, pero no —piensa Boone—. Hay algo aquí, algo con respecto a la relación entre Teddy y Tammy, que no me cuadra.»
Se pone a analizarlo.
Tammy deja a Mick Penner por Teddy. No es ninguna sorpresa —cambia para mejor—, salvo que la mayoría de las estríperes de Teddy se acuestan con él a cambio de alguna operación estética, mientras que Tammy no ha recibido ni un punto de cirugía plástica. Vale, puede ser que a ella no le interesase o que todavía no se hubiesen puesto de acuerdo.
Mick sabe que su chica folla con Teddy, porque los ha seguido hasta el motel barato junto a los fresales. No tiene mucho sentido, porque Teddy podría celebrar sus matinés en cualquier hotel fastuoso de La Jolla, o incluso en Shrink’s, y seguro que una mujer como Tammy espera —más bien, exige— algunos lujos.
¿Por qué la lleva, entonces, a aquel tugurio barato y distante de Oceanside?
Porque queda cerca del fresal, donde recoge a una niña
mojada
. No tiene ningún sentido. Cualquiera diría que aquel es el último lugar al que llevar a Tammy; cualquiera diría que el buen doctor querría que aquella pequeña cita pasase totalmente desapercibida.
Tampoco tiene sentido a otro nivel: a los pederastas les gustan las niñas, no las mujeres adultas, y, sin embargo, Teddy tiene fama de pasarse por la piedra a estríperes adultas y debe su sobrenombre a que les proporciona grandes melones talla triple X.
A Teddy Tetazas le gustan las mujeres.
«Ajá, pero tú lo has visto en la habitación con la niña, conque…»
Un sujeto lo mira fijamente desde el otro lado de la celda: un tío grandote que tiene toda la pinta de frecuentar la sala de musculación.
—¿Qué pasa? —pregunta Boone.
—¿Te acuerdas de mí?
Toda la celda guarda silencio, pendiente de los acontecimientos, esperando algo que altere la monotonía entontecedora de la cárcel.
—No —dice Boone—. ¿Debería?
—Una vez me expulsaste de The Sundowner.
—Vaya.
«Mira tú —piensa Boone—. He expulsado de The Sundowner a mogollón de idiotas.»
El tío se pone de pie y se acerca a Boone.
—Pero ahora no tienes a tu amigote samoano ni al otro tío para que te ayuden, ¿verdad?
Despierta en Boone un vago recuerdo: es aquel tío del Este que había emborrachado a una
turista
y estaba a punto de llevársela a algún lugar para violarla entre varios. Deliberadamente mira a su alrededor y dice:
—Pues no, no veo a ninguno de ellos por aquí. ¿Qué pasa?
—Pasa que te voy a dar un meneo.
—No quiero follones.
—Me importa un huevo lo que tú quieras —dice el tío con desprecio.
Un motorista que está sentado contra la pared pregunta a Boone:
—¿Quieres que nos encarguemos nosotros?
—No, pero gracias, de todos modos —dice Boone.
Ha tenido un mal día, un día realmente malo, y no parece que vaya a mejorar. No ha dormido nada, está dolorido, cansado e irritable y lo único que le faltaba era que un majara musculitos se lo pusiese peor.
—Levántate —dice el tío.
—No quiero.
—No tienes cojones.
—Vale: no tengo cojones —dice Boone.
—Eres mi esclava.
—Si tú lo dices… —dice Boone.
Se cruza de brazos y cierra los ojos. Siente que el tío se acerca para cogerlo; entonces abre bruscamente las manos para separar los brazos del tío y a continuación se las clava al otro en el cuello, como si fueran cuchillos.
El tío está acabado, aunque todavía no se ha dado cuenta. Aturdido por el doble golpe a las carótidas, no es capaz de reaccionar enseguida, mientras Boone le desliza las manos por la parte posterior del cuello, le sujeta la cabeza y le pega tres rodillazos en la barbilla. Después lo suelta, le da un empujón y el tío cae al suelo, inconsciente; de su boca brota un hilillo de sangre.
Boone vuelve a tumbarse.
Se produce una breve pausa; entonces, el drogata que le había ofrecido a Boone un bocadillo de mortadela y una mamada se acerca pitando para robar al tío que ha perdido el conocimiento. Le mete la mano por dentro de la camisa y retira una cadenita con un crucifijo, se la enseña a Boone y le pregunta:
—¿Lo quieres?
Porque, según las normas carcelarias, le pertenece a Boone por derecho de conquista.
Boone sacude la cabeza.
«Eres un idiota, Daniels —piensa—, totalmente inmaduro.»
Se levanta del banco, pasa por encima de unos cuantos tíos para llegar hasta los barrotes y llama al carcelero:
—¡Oye, hermano! ¿Alguna novedad sobre sacarme de aquí?
Pues, en realidad, sí.
Al cabo de diez minutos, sale del edificio con Petra, que trata de ver el lado bueno de la situación.
—Por lo menos —dice—, ahora vas a poder aprovechar el oleaje.
—Es igual —dice Boone.
«¿Que es igual? —piensa Petra—. Porque sin duda no parecía ser igual tan solo un día atrás. ¡Dios mío! ¿Es posible que solo haya pasado un día?»
—¿Me dejas tu coche? —pregunta Boone.
«¿Para ir a la playa?», se pregunta ella.
Está a punto de preguntárselo, pero observa en él una energía que se lo impide. Encuentra a un hombre desconocido: intenso, concentrado. Resulta admirable, pero también la intimida un poco.
—No irás a despeñarlo por un acantilado, ¿verdad? —pregunta.
—No es mi intención.
Ella busca en su bolso y le entrega las llaves.
—Gracias —dice Boone—. Te lo devolveré.
—Por lo que dices —dice Petra—, deduzco que no quieres que te acompañe.