El coleccionista (14 page)

Read El coleccionista Online

Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
8.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Hace una semana incluso consiguió convencer a un poli para que no le pusiera una multa por exceso de velocidad —dice—. Le contó al agente que tenía prisa por llegar al hospital porque estaban sometiendo a su madre a un tratamiento contra el cáncer.

—No lo sabía.

La chica niega con la cabeza.

—De eso se trata. Es que su madre no tiene cáncer. Emma sabe que todo el mundo conoce a alguien que padece o ha muerto de cáncer y que puede recurrir a ello para convencer a la gente de cualquier cosa, porque se identifican con la situación y se muestran comprensivos. Ha estado leyendo sobre psicología durante el último año a pesar de que apenas había empezado los estudios hace unas semanas. Enseguida sabe detectar cómo funciona la gente, ¿sabe?

Hablo con todos ellos pero no consigo ninguna información que no tuviera ya de antemano. Los chicos están más interesados en dispararse mutuamente en la enorme pantalla del televisor, sus pulgares vuelan sobre los mandos de la consola mientras sus ojos no pierden de vista la acción. Han bajado el volumen para que al menos podamos hablar. Hace dos días, Emma Green se levantó por la mañana y salió para ir a la universidad. Al acabar las clases, comió con una o dos de sus amigas. Acudió al trabajo, cubría un turno de media jornada de cuatro horas en la cafetería. Y luego alguien la secuestró.

El expediente que me dio Schroder contiene información que Donovan Green no tenía. La policía estuvo registrando el aparcamiento que hay detrás de la cafetería y encontró una polvera de maquillaje y una pequeña mancha de sangre fresca con algo de piel y pelos adheridos. La compañera de piso reconoce la polvera; es la de Emma. El color del pelo coincide con el de Emma y la sangre también es del mismo grupo sanguíneo de Emma. Tendrán que esperar varias semanas para obtener un análisis de ADN, pero apuesto a que también coincidirá. Todo hace pensar en un forcejeo. A Emma se le cayó el bolso y la polvera quedó allí tirada. Se golpeó la cabeza contra el suelo, o alguien se la golpeó contra el suelo.

Se tomaron muestras de los restos de pintura que había en el lateral del contenedor que estuve mirando y que algún coche había abollado. Eran de color rojo, pero el coche de Emma era amarillo. Si alguien salió a toda prisa del lugar con Emma dentro del maletero, ¿por qué tendría que haber regresado para llevarse su coche? No, lo más probable es que quienquiera que hubiera golpeado el contenedor no tuviera nada que ver con la desaparición de Emma. Podría haber sucedido ayer del mismo modo que podría haber sucedido hace tres días. No aporta nada. Se han recogido recibos de consumiciones de la cafetería, poco a poco están elaborando una lista de las personas que estuvieron allí ese día, pero el problema es que la mayoría de la gente que se gasta cinco o diez dólares en café y magdalenas no suele pagar con tarjeta de crédito. Si el sospechoso se llevó el vehículo de Emma, ¿cómo llegó hasta allí? ¿En autobús? ¿En taxi? ¿Vive lo suficientemente cerca como para haber ido a pie?

En el piso no han tenido visitas fuera de lo habitual, ni operarios de mantenimiento, ni jardineros, ni un casero inquietante, no recibieron llamadas extrañas, no vieron a nadie merodeando por los alrededores. La compañera de piso me deja echar un vistazo en la habitación de Emma unas doce horas después de que ya lo haya hecho la policía. Todo está desordenado a causa del registro de esta mañana y se habrán llevado cualquier cosa que les pareciera relevante. Me paso una hora en el piso haciendo mis propias preguntas y salgo de allí más frustrado de lo que había entrado.

Llego a casa justo antes de las nueve. Ha sido un día muy largo; de hecho, me he despertado en la cárcel. En la calle hay chavales con monopatines, otros jugando con un balón de fútbol o al corre que te pillo. Faltan apenas unos minutos para que el sol se esconda tras el horizonte, pero ahora mismo su reflejo resplandece en las ventanas, es una abrasadora bola de fuego anaranjada que intenta fundir los cristales. Es la primera vez en cuatro meses que veo ponerse el sol y jamás me había parecido tan fantástico. Durante cuatro meses, entre el día y la noche no había habido más que el «clic» de un interruptor. Me cuesta imaginar que mañana me despertaré en mi cama. Me cuesta imaginar también que Emma Green pueda estar viendo esa puesta de sol. Es una noche perfecta para tomar una cerveza, pero he prometido no volver a beber cerveza en mi vida.

Me quedo fuera hasta que el sol ha desaparecido completamente y ya no oigo a los chavales de la calle. La temperatura ha bajado hasta unos agradables veintidós grados. Miro las noticias de la noche y no mencionan en ningún momento ni a Emma Green ni a Melissa, pero las noticias tampoco son muy distintas de las que había visto antes de que me encerraran durante cuatro meses: gente mala haciéndole cosas malas a gente buena por toda la ciudad, por todo el país, por todo el mundo. Las noticias se vuelven borrosas a medida que empiezan a pesarme los párpados. Hay una breve mención del incendio que ha tenido ocupado hoy a Schroder. La víctima que han tenido que desincrustar del suelo era una enfermera llamada Pamela Deans. Muestran una foto de Pamela vestida de enfermera. Por un momento me hace pensar en Melissa, pero todas sus víctimas han sido hombres y lo del fuego no encaja. En la foto, que debe de tener ya unos años, aparenta unos cincuenta años por las mechas negras y grises del pelo, bien recogido en un moño, su sonrisa alicaída puede que sea el resultado del peso de la papada que le cuelga bajo sus labios.

Preparo café y repaso el expediente que me ha dado Schroder. Lo llamo para ver si hay novedades, pero me responde el buzón de voz. Dejo un mensaje. Algunos de los hechos que se describen en el dossier de Emma son cosas acerca de ella de las que me enteré el año pasado, cuando me crucé en su vida. Su cumpleaños era el día después del accidente. Este año cumplirá los dieciocho y tiene un hermano mayor, Jason, que vive en Australia. Tiene el pelo rubio, los ojos color avellana y un aspecto que hacía volver la mirada a los hombres allí donde iba. Podría ser que la hubieran secuestrado por eso.

Oigo mi móvil y tengo la esperanza de que sea Schroder, pero resulta ser Donovan Green. Quiere que lo ponga al día. Le digo que he hablado con el novio, el jefe y la compañera de piso de su hija y que mañana por la mañana hablaré con algunos de sus compañeros de clase. Le digo que habrá mucha gente que no querrá hablar conmigo y me dice que les recuerde el motivo de mi presencia: intentar encontrar a Emma. Me recuerda en un tono casi suplicante por qué ha recurrido a mí. No le cuento nada acerca de la sangre y del pelo. Cuelgo y un minuto más tarde me llama Schroder.

—Estamos trabajando en algo —dice—. Alguien vio a un coche saliendo del aparcamiento a toda prisa justo después de que Emma terminara su turno. Otro conductor tuvo que pegar un frenazo para evitar chocar contra él.

—¿Llegó a ver la matrícula?

—Vio las dos primeras letras. Ha dicho que, de haberla visto entera, lo habría denunciado por conducción temeraria. Y que se olvidó de ello, hasta que el caso de Emma ha aparecido en las noticias esta noche y se le ha ocurrido que podría ser relevante. Lo ha descrito como un sedán de cuatro puertas de color rojo que debía de tener unos cinco años. No ha podido concretar nada más. ¿Has visto el contenedor?

—Sí. La pintura roja. Pero si se largó de allí a toda pastilla, ¿dónde está el coche de Emma?

—Esa es la pregunta clave. ¿Has vuelto a revisar el expediente de Melissa?

—Todavía no. Mañana iré a hablar con los compañeros de clase de Emma —le digo.

—Sí, ya sabía que lo harías. Todavía crees que puedes hacerlo mejor que nosotros.

—No es eso…

—Ya lo sé, ya lo sé —me interrumpe—. No lo decía en ese sentido. Joder, quizá puedas hacerlo mejor. Tal vez haya algo de lo que has dicho antes.

—¿Ah, sí?

—Sí. O eso, o es que ya estoy demasiado frustrado y demasiado cansado, vete a saber. Lo que cuenta es que eres un tío perspicaz y eso puede llegar a salvar vidas —dice antes de colgar.

Espero que esté bien, espero que podamos equilibrar las cosas un poco en esta ciudad y encontrar a Emma Green con vida.

14

Cooper debe ir con cuidado con las preguntas de Adrian: «¿Qué despertó tu interés por los asesinos en serie? ¿Qué te hizo desear ser uno de ellos?». Su instinto le dice que no se trata de un asesino en serie, pero de todos modos tiene que seguirle el juego. Él no ha fijado las reglas, pero puede seguirlas. Ya se ha equivocado con algunas suposiciones. Ha pensado que Adrian era el tipo que le había vendido el pulgar, pero ha quedado claro que no fue así. El pulgar es una mera coincidencia en un día lleno de despropósitos absurdos. En el sótano empieza a hacer frío. Está demasiado oscuro para ver si hay humedad o moho, pero puede notarlo, nota cómo atraviesa las paredes de hormigón y absorbe el calor de su cuerpo. Y aun así, antes preferiría morir de frío que envolverse en la sábana que hay sobre el colchón. Respira hondo y se sumerge en el delirio mientras responde a la pregunta con una de las suyas.

—¿Sabes a cuántas mujeres he matado?

Adrian, que sonríe al ver que empieza a entrar en la conversación, que sonríe porque por fin tiene lo que quería, levanta dos dedos.

—Dos —dice—, además del tipo del pulgar. En total son tres, que yo sepa. ¿Hay más?

«Ten cuidado. Tiene que sonar creíble. ¿Cuál sería un buen número para empezar?»

Dios, es como pujar en una subasta. Diez es demasiado, pero le gusta la idea de que sean más de tres porque eso le dará a Adrian la sensación de que está compartiendo un secreto con él. Se queda con cinco.

—Seis —dice, tras cambiar de opinión en el último momento—. Cuatro mujeres y dos hombres.

«Y ahora reza para que no te pida sus nombres.»

No, inventarse los nombres no sería un problema, en realidad, el problema sería recordarlos luego. Ya le resulta suficientemente difícil recordar el nombre de alguien cuando se lo acaban de presentar. Lo que hará será recurrir a algunos de sus alumnos. Seguro que Adrian no reconocerá los nombres. Decide continuar, con la esperanza de pasar el mal trago.

—Lo que me gusta es matar mujeres —dice—, pero lo de los hombres fue necesario.

—¿Por qué?

—Uno de ellos era el novio de una de las chicas, tuve que librarme de él —dice Cooper antes de hacer una pausa. No le parece que sus propias palabras tengan credibilidad y está seguro de que Adrian piensa lo mismo, por lo que se prepara para oír cómo lo llama mentiroso. Al ver que no es así, continúa—: El otro me debía dinero.

—¿Y el pulgar era de uno de esos dos?

—Sí. Del que me debía dinero —responde, y se arrepiente de no haber dicho solo cuatro. O los dos que Adrian había dicho al principio. No, espera… Tres, por el pulgar del tarro. Esto va a ser más difícil de lo que creía. Es consciente de que las apuestas que antes eran de dos a uno aumentan en la dirección contraria.

—¿Con qué le cortaste el pulgar? —pregunta Adrian, ya un poco más cerca de la ventanilla—. ¿Quién era? ¿Por qué te debía dinero?

Mierda. Cooper se da cuenta enseguida de que se le está yendo de las manos.

—Era un amigo mío. Le dejé dinero hace unos años y no quería devolvérmelo —dice, y en realidad es cierto que le haya prestado dinero a algún amigo, pero todos han acabado por devolverle hasta el último céntimo sin que él se viera obligado a cortar ni un solo pulgar—. Lo estrangulé, le corté el pulgar con un cuchillo y enterré el cadáver.

—¿Dónde lo enterraste?

—En el bosque.

—¿Qué bosque?

—No importa —dice Cooper, y de repente se muestra alicaído—. Lo único que cuenta es que ya se ha acabado —añade mientras desvía la mirada, aunque no mucho, lo justo, porque necesita que Adrian vea lo triste que finge estar.

—¿Qué se ha acabado? —pregunta Adrian después de dar otro paso adelante.

—Matar —apoya la frente sobre la ventanilla—. Eso que tanto te gusta de mí es justo lo que no podré volver a hacer.

«A menos que me dejes salir», piensa Cooper, aunque se abstiene de decirlo en voz alta. Es demasiado pronto. Pasito a pasito. Si se pasa de la raya lo echará todo a perder.

—Ya había pensado en eso.

—¿Sí? —pregunta Cooper, y levanta la mirada con una curiosidad sincera.

—Sí. Y tengo algo que tal vez pueda servirte de ayuda.

—¿Qué?

—Es una sorpresa. Te lo diré mañana.

Pasito a pasito. Tiene los puños apretados, aunque Adrian no puede verlo. Intenta imaginar cómo debe de ser eso de estrangular a alguien, su amigo imaginario no había opuesto resistencia, pero en cuanto salga de allí le gustará saber qué se siente al estrangular a Adrian.

—De acuerdo, Adrian. Gracias —dice Cooper. Tiene que esforzarse para no preguntarle en qué consiste la sorpresa—. ¿Sabes? Desde el principio supe que algún día se acabaría eso de ir matando a la gente.

—Supongo que sí —admite Adrian mientras se rasca una mancha rojiza que tiene en una de las mejillas—. Pero tampoco tiene por qué ser así.

—¿No? No puedes traerme a gente para que la mate, eso no tendría…

Se detiene al ver la sonrisa de Adrian. ¡Oh, Dios, en eso consistía su plan! Está seguro de que se trata de eso. La sorpresa que Adrian le tiene preparada es que le traerá a alguien para que lo mate. El estómago se le encoge nada más pensar en ello.

—Ten paciencia hasta mañana —dice Adrian, y prácticamente confirma las sospechas de Cooper—. Pero todavía no me has contestado: ¿por qué te convertiste en asesino en serie?

¿La persona a la que se supone que tendrá que matar ya está allí? ¿Es un hombre o una mujer? ¿Alguien a quien conoce?

—¿Cooper?

Espera, esto puede ser positivo, en el fondo. Tal vez sea alguien que pueda ayudarlo. Pueden ayudarse mutuamente.

—¡Eh, Cooper!

—¿Eh? —Mira a Adrian y este parece preocupado.

—¿Estás bien?

—Sí, claro.

—¿Por qué te convertiste en asesino en serie?

—¿Qué?

—¿Me estás escuchando?

—¿Qué? Ah, sí, sí, claro. Es que… bueno, no es fácil responder a eso —dice Cooper mientras intenta centrarse y recordar lo que ha estado aprendiendo y enseñando durante los últimos años—. Simplemente ocurrió. La primera vez fue casi un accidente. Había entrado en casa de alguien —dice—. En principio solo buscaba dinero, pero esa mujer… bueno ya sabes, le dio por llegar a casa en un mal momento.

Other books

The Stardroppers by John Brunner
Jordan's War - 1861 by B.K. Birch
M by Andrew Cook
In My Father's Shadow by Chris Welles Feder
The Perfect Match by Susan May Warren