El coleccionista (5 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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El equipo de música del coche no es lo único que no funciona. A falta de aire acondicionado, tiene que llevar la ventanilla bajada. No tiene carnet de conducir y no está seguro de que pudiera aprobar el examen si lo intentara. Con solo pensarlo ya se pone nervioso. Podría memorizar todas y cada una de las palabras del manual, saber si es el coche azul o el rojo el que tiene preferencia en cada uno de los pequeños diagramas, cuándo se considera que los neumáticos empiezan a estar lisos y cuánto alcohol puedes llevar en sangre mientras conduces, pero si se sentara frente a un examinador y este lo observara mientras intentara completar el examen, sería como si viniera un mago e hiciera desaparecer todas las respuestas de su cabeza. Sería todavía peor tratar de pasar la parte práctica, la parte en la que tendría que conducir por la ciudad con alguien al lado juzgando hasta la última de sus maniobras. Sabe que solo conseguiría recorrer unos centenares de metros antes de acabar vomitando. No, no necesita tener carnet a menos que lo parara algún poli, y no hay ningún motivo para que eso ocurra. Conduce con cuidado y el cuerpo que lleva en el maletero no hace ruido. Eso sí, le gustaría que funcionase el aire acondicionado. No está seguro de si la culpa es suya o del coche. El coche tiene al menos diez años, sin duda es normal que algo le falle. Igual que la radio.

No hay mucha gente por la calle mientras conduce y todas las caras le parecen iguales. Respecto a las casas, distingue dos tipos: las bonitas en las que le gustaría vivir y las feas, donde no. Su última casa estaba dentro de la segunda categoría, pero ahora ya se ha mudado y vive en la casa en la que lo crió su madre, Dios la tenga en Su gloria. No es un lugar bonito, pero es su hogar, tiene algo que hace que lo sienta así. Aunque no tenga ni idea de lo que es ese algo.

La entrada al garaje de esa casa que tiene algo nunca ha sido asfaltada. El suelo está cubierto de grava fina que a lo largo de los años se ha ido compactando con la acumulación de suciedad. Es la misma suciedad que se levanta en el aire cuando pasa con el coche por encima y que se posa sobre el metal caliente cuando se detiene. Está sentado en el coche y tararea una melodía mientras espera que se esfume la nube de polvo, no quiere que se le quede pegado al sudor y el cuerpo empiece a picarle aún más. Pronto volverá la calma. Le encanta ese lugar, tan aislado, tan tranquilo. Allí no hay invasiones de viviendas, coches ruidosos ni gente grosera.

El pulgar que se llevó de casa de Cooper está en el asiento del pasajero, dentro de un tarro de cristal lleno de un fluido que, si se sostiene ante la luz, se ve que está lleno de partículas grisáceas. Lo agita y las motas flotan sin ton ni son como una bola de nieve a pesar de no ser ni mucho menos tan bonito. El pulgar no se mueve demasiado. La uña es más larga de lo que él se las deja crecer y recuerda haber oído alguna vez que las uñas siguen creciendo durante un tiempo después de morir, pero no está seguro de que sea cierto. Tiene más sentido que la uña siga igual y que sea el dedo el que se encoge al secarse el cuerpo. Cooper debía de saberlo. Cooper es profesor, un tipo inteligente; esta no debe de ser más que una de los centenares de cosas que sabe. No sabría decir si Cooper le había cortado el pulgar a un hombre o a una mujer. La uña no lleva laca, pero eso tampoco significa nada. El corte que lo separó de la mano es limpio y el hueso no parece astillado a simple vista, aunque seguramente un microscopio revelaría lo contrario. Debió de utilizar algo muy afilado. Sabe que los asesinos en serie son feticidas y… no, feticidas no, era algo parecido a pistacho, pero tampoco; sabe que conoce la palabra, la ha leído cien veces, pero de momento no le viene a la cabeza. Sea lo que sea, él sabe que a los asesinos en serie les gusta coleccionar cosas y que normalmente coleccionan joyas o piezas de ropa que guardan en algún lugar privado. Es peligroso para Cooper el hecho de haberse quedado con un pulgar entero y más aún que lo haya dejado a la vista. Adrian sale del coche y apoya el tarro sobre el techo, con lo que dibuja un anillo en el polvo en la carrocería. El ruido de los saltamontes y el canto de los pájaros llenan el aire. Va hacia la parte trasera del vehículo y abre el maletero.

Cooper Riley tiene un arañazo en la cara, se lo hizo al caer después de recibir el disparo de la Taser, y parece magullado por los tumbos que debe de haber dado dentro del maletero. Tiene la cara hinchada, igual que las muñecas, que además se le han puesto moradas de llevarlas atadas a la espalda. La próxima vez, piensa Adrian, pondrá unas mantas en el maletero para que quede algo acolchado. Al menos le servirá para aprender. Cooper estará orgulloso de él.

De la comisura de los labios de Cooper cuelga un hilillo de baba y unas motas de polvo han quedado atrapadas en él. Adrian se lo quita, sabe que Cooper lo agradecería; a continuación se limpia la mano en su camisa, con la esperanza de que a Cooper no le importaría. Sabe que esa terrible experiencia será una curva de aprendizaje enorme, lo que se demuestra de nuevo cuando se da cuenta de que cuesta mucho más sacar a un hombre de un maletero que meterlo. Arrastra a Cooper por encima del borde, pero su cuerpo inerte se queda atascado en varios sitios. Primero el cinturón, después los brazos y luego la barbilla, hasta que se oye el golpe sordo de la cabeza contra el parachoques cuando finalmente consigue sacarlo del todo. Cooper queda tendido en el suelo, tan exánime como cuando estaba dentro del coche. Adrian suelta la cuerda que rodea las muñecas y los tobillos de Cooper, entra en el garaje y vuelve a salir con una carretilla roja. Una vez, hace una eternidad, cuando se suponía que tenía que estar encerrado en su habitación pero no lo estaba, vio cómo cargaban en ella a un chico muerto. El tiempo y el uso han desgastado la mitad de la pintura, pero las ruedas siguen girando bastante bien. Los neumáticos están medio deshinchados y parecen deshinchados del todo una vez ha cargado a Cooper dentro.

La parte más difícil son los escalones que hay que salvar para poder entrar y lo consigue dándole la vuelta a la carretilla y tirando de ella de espaldas en lugar de empujarla. Bajar a Cooper al sótano también le cuesta lo suyo, pero decide hacer lo mismo, llevarla al revés, intentar mantener la carretilla baja y bajar los escalones uno a uno, porque sabe que si la suelta Cooper caerá y se romperá la nariz y los dientes. Cooper no hace ruido aparte de los golpes que da su cabeza en contacto con el borde de la carretilla con cada escalón.

El sótano está dividido en dos habitaciones por un tabique de bloques de cemento, con una puerta en el medio que sirve de barrera hacia la segunda estancia interior. La parte de fuera solía utilizarse para almacenar trastos, pero ya no. En la habitación interior, la Sala de los Gritos, como solían llamarla, hace años había una caldera que acabaron por vender al chatarrero poco después de que Adrian entrara a vivir en la casa. Aún recuerda cómo los operarios vinieron y se la llevaron. Por aquel entonces era joven, sentía curiosidad por saber lo que ocurriría con esa habitación una vez vacía. Descubrirlo fue cuestión de días. En esa habitación ahora no quedan más que los pernos que sobresalen de las paredes y del suelo, nunca fueron lo suficientemente importantes como para dedicar el tiempo y los recursos necesarios para quitarlos de allí. Hay una cama vieja con un colchón raído y una delgada almohada que ha absorbido miles de lágrimas, y no solo suyas. Hay mantas de sobra, un cubo con tapa en un rincón y otro cubo lleno de agua, una taza, pasta y un cepillo de dientes y una toalla. Ha llenado el cubo de plástico de agua para que Cooper pueda beber, debe de haber unos cinco litros ahí dentro. La puerta de su celda es de hierro, con la única excepción de un rectángulo de vidrio armado a la altura de la cabeza. Hay un tablón cruzado que atranca la puerta y al que no puede accederse desde dentro. En la parte inferior de la puerta hay un panel que se abre como una trampilla para gatos para poder meter y sacar cosas, lo suficientemente grande para que pase el cubo o alguien muy pequeño. Se abre hacia fuera y tiene las bisagras en ese mismo lado, por lo que tampoco puede abrirse desde dentro. No hay ningún punto del sótano desde el que pueda verse el mundo exterior. Antes había solamente una bombilla colgando del techo, pero hace mucho tiempo que la quitaron, después de que uno de los chicos hubiera tirado del cable para poder utilizarlo como soga para colgarse. Se llamaba George. A George se le hinchó la lengua hasta ocuparle toda la boca, la piel se le puso de color gris y se fue para siempre. Después de eso, decidieron acortar los cables de todas las habitaciones. Así pues, la única luz entra por la puerta abierta del sótano, que no es gran cosa, pero suficiente para ver algo.

Lleva rodando a Cooper hasta la habitación interior, lo desata y lo coloca sobre el colchón, que está ligeramente húmedo y frío, y Adrian cree que Cooper lo agradecerá, especialmente esta semana, en la que rozan a diario los cuarenta y tres grados. Los muelles del somier se comprimen, hacía tres años que no soportaban peso alguno. Le levanta la cabeza a Cooper, le coloca una almohada debajo y sale de la celda llevándose consigo la carretilla y las cuerdas. Cierra la puerta tras él, apoya la frente en el cristal y contempla a Cooper que, de momento, sigue sin moverse. Sabe que cuando se despierte no estará de buen humor y Adrian ya se ha preparado para ello.

Fuera, aún hace más calor que antes. El tarro de cristal con el pulgar dentro se ha calentado con el sol y casi le quema los dedos. Lo recoge junto con unas cuantas cosas más que se ha llevado de la casa de Cooper y vuelve a entrar. A lo largo de los años, Adrian ha conocido a otros asesinos. Ha vivido con personas que habían matado a sus familias, personas que habían matado a desconocidos, personas que habían matado por ningún motivo en concreto, que habían arrebatado vidas porque habían oído una voz que se lo había ordenado, por instinto, o porque habían leído un mensaje de Dios en un periódico. Ha compartido habitación con personas que habían descuartizado a otras personas, solo algunos de ellos sin sentir nada al respecto, la mayoría sorprendidos y enfadados por lo que habían hecho. Todos sin excepción esperaban que las pastillas y hablar sobre sus sentimientos los acabaran curando. No han sido muchos, podría contar a todos los asesinos que ha conocido con los dedos de las dos manos y aún le sobrarían, pero cree que son el origen de la fascinación que ahora siente por ellos. Él habría sido igual que ellos si no lo hubieran mandado allí y lo hubieran encerrado cuando era adolescente.

Había uno, recuerda, por el que era imposible sentir compasión, un hombre que había matado a sus padres y a su hermana un día antes de cumplir los dieciséis. Más que un hombre, en realidad era un chico, un chico más joven que Adrian en el momento en el que se conocieron. Se llamaba Hutchinson. Adrian siempre pensó que era un nombre extraño y que Hutch había sido un chico hasta que le dio por acuchillar a su familia, pero que se había convertido en un hombre inmediatamente después. Cuando a Hutch le tocaba pasar un tiempo en la Sala de los Gritos, nunca se quejaba. Le tocó bajar muchas veces ahí abajo, pero nunca hablaba acerca de lo que allí sucedía. Adrian siempre se ha preguntado cómo debe de sentirse un hombre como ese.

Hutch pasó aquí unos cuantos años antes de que lo trasladaran y Adrian no tiene ni idea de lo que fue de ese tipo, ni si sigue vivo, ni si sigue siendo un asesino, ni si lo enterraron sin que nadie llegara a lamentar su muerte. Fueron esos años los que dieron forma a su obsesión… no, su madre le dijo que las obsesiones no son buenas… fueron esos años los que dieron forma a su interés por los asesinos. El año pasado, cuando los periódicos iban cargados de información sobre el Trinchador de Christchurch y el Asesino Enterrador, su interés por los asesinos en serie pasó a ser extremo. Sospecha que hay algo anormal en su interior que alimenta ese interés. Eso fue lo que le hizo desear volver a mudarse a esa casa, lo que le hizo desear aprender a conducir, quería hacer algo con ese interés. Llena los estantes del sótano con las cosas de Cooper, donde este pueda verlas, a través de la ventanilla que ayer mismo Adrian se encargó de limpiar.

—¿Cooper?

No responde. No se mueve.

—¿Cooper? —Esta vez lo llama un poco más alto. Sabe que hay que hablar en voz alta para que te oigan a través de la puerta, pero no mucho, solo un poco más de lo normal.

Satisfecho de ver que Cooper sigue durmiendo, se dedica a arreglar el sótano. No quiere que Cooper se despierte, lo vea todo hecho un desastre y se lleve una mala impresión. Pone en orden los objetos en la estantería y los libros, tiene docenas de autobiografías de asesinos en serie. En el sótano hay un sofá y una vieja mesita de salón, pero poca cosa más. En cualquier caso, hoy no es más que el primer día, a medida que aprenda ya irá mejorando.

—¿Cooper?

Nada.

Sube al piso de arriba y enciende la radio. Es un transistor pequeño y lleva un clip de cinturón, de manera que se lo puede colgar de los pantalones y puede escuchar cintas e incluso hacer grabaciones. Está seguro de que a Cooper le gustará la misma música clásica que a él, por lo que vuelve al sótano con la radio, pero cuando empieza a bajar por las escaleras se pierde la frecuencia. Por más que se pelea con el dial no consigue sintonizar ninguna emisora, al menos hasta que vuelve a subir por las escaleras y llega al pasillo. Le cambia las pilas pero sigue ocurriendo lo mismo y no entiende por qué. ¿Acaso la música no atraviesa los muros de hormigón de la emisora de radio? Podría poner una cinta, pero las cintas gastan rápidamente las pilas y no quiere desperdiciarlas de ese modo. Vaya desilusión. Espera que sea el único contratiempo con el que se encuentre.

Sospecha que cuando se despierte, además de confundido, Cooper estará hambriento, pero Adrian no quiere ser un mal anfitrión, por lo que va hacia la cocina, donde la radio funciona de nuevo, se la cuelga de la cintura de los pantalones para escuchar uno de los grupos de rock moderno que han acabado por gustarle y empieza a preparar la comida para su nuevo compañero de casa.

5

La llaman Melissa X. No es un número romano, no es la décima Melissa de la ciudad que ha matado a un poli, ni la décima Melissa que se ha convertido en asesina en serie y sigue suelta, ni la décima Melissa que ha llenado lo que imagino que deben de ser cajas y cajas de pruebas almacenadas en un archivo policial. La llaman X porque no saben quién es. Los medios de comunicación, con su habitual rapidez a la hora de inventar nombres con gancho para referirse a crímenes y asesinos, la han apodado la Asesina del Uniforme. Se hizo famosa cuando se descubrió un vídeo que tenía el Trinchador de Christchurch, un asesino en serie llamado Joe Middleton al que atraparon el año pasado. En él aparecía Melissa clavándole un cuchillo en el pecho a un agente de policía que había desaparecido. El Trinchador de Christchurch fue arrestado el mismo día que maté al asesino en serie que estuve persiguiendo el año pasado, un tipo apodado el Asesino Enterrador. En el mes que pasó entre el accidente que provoqué, la sentencia y mi ingreso en prisión, pude ver en los informativos que Melissa seguía activa y era sospechosa de haber cometido otros homicidios. Por aquel entonces ya era noticia y supongo que ahora debe de serlo aún más, puesto que la policía sigue sin saber dónde está ni quién es realmente. Un día más, un asesino en serie más: el siguiente siempre intentando superar al anterior. Durante los últimos años, la ciudad se ha visto asediada por el Trinchador de Christchurch y ahora le toca a su amiga.

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