El coleccionista (32 page)

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Authors: Paul Cleave

Tags: #Intriga

BOOK: El coleccionista
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Cuarenta y un nombres. Empiezo por internet, utilizo la página web de un periódico en línea e introduzco sus nombres en el buscador. Descarto a seis de ellos que se suicidaron. Otros seis están actualmente en la cárcel por delitos que van desde el allanamiento de morada hasta la violación, uno por haber defecado repetidamente en medio de un centro comercial, otro por haber matado a su madre. Encuentro poca información acerca de unos cuantos más y nada en absoluto sobre el resto. Jesse Cartman, el tipo que se comió parcialmente a su hermana hace doce años, fue liberado junto con los demás después de haber permanecido encerrado el tiempo equivalente al que habría pasado si hubiera ido a la cárcel, los días que se acuerda se toma la medicación correspondiente y trabaja como jardinero en el jardín botánico.

Aparte de Pamela Deans, Cooper no nombra a ningún otro miembro del personal y en la red no encuentro menciones a otras enfermeras, como tampoco a médicos o camilleros. Conseguir historiales médicos será imposible. Schroder debe de haberles mostrado el retrato robot a algunos de los médicos y enfermeras que trabajaron en Grover Hills. Tal vez ya tenga un nombre.

Grover Hills.

Está en el centro de todo esto y ni siquiera sé qué aspecto tiene.

¿Es posible que sea donde se encuentra Cooper ahora mismo? Es un edificio abandonado que serviría perfectamente como escondite.

¿Es posible que algún antiguo paciente haya vuelto porque considere que Grover Hills es su hogar?

Cargo el mapa de la ciudad en el ordenador y escribo las indicaciones para llegar al centro psiquiátrico abandonado. Cojo la pistola y subo al coche.

33

—Acabarán viniendo —dice Cooper.

—¿Qué? ¿A quién te refieres?

—La policía. Acabará viniendo hasta aquí. Tienes que dejarme salir. Debemos escondernos —dice Cooper.

—Ya estamos escondidos —responde Adrian, decepcionado. No quiere seguir jugando a esos juegos. ¿Por qué no consigue caerle bien a Cooper? Todo sería mucho más fácil si le cayera bien. Para ser sincero, está empezando a sentirse frustrado al respecto. Hasta ahora ha tenido un buen día: ha desenterrado el gato de Theodore Tate, ha comprado un periódico, ha desayunado bien y pronto saldrá a sentarse fuera a la sombra y empezará a leer el libro de Cooper. ¿Por qué tiene que estropear las cosas con más mentiras?

Cooper sostiene el periódico en alto. Ver su rostro al otro lado de la ventana de cristal es como mirar un televisor pequeño. De hecho, es más bien como ver las noticias en la tele, una historia tras otra, a cual peor.

—La policía no vendrá hasta aquí —dice Adrian—. No tienen ningún motivo para hacerlo.

—Tienen muchos motivos —replica Cooper mientras agita el periódico adelante y atrás—. Les has dado muchos motivos.

—Mientes.

—No, Adrian, maldita sea, no miento. No puedo seguir atrapado aquí dentro cubierto de sangre. Y tú tampoco.

—Pero…

—Escúchame. ¿Has visto el periódico? —pregunta mientras lo agita de nuevo—. Sales en portada.

Adrian niega con la cabeza. No, si saliera en portada se habría visto.

—Échale un vistazo —dice mientras sostiene el periódico frente a la ventana.

Adrian lo mira. El retrato robot que ha visto antes lo mira desde el otro lado, pero no se parece a él en nada. Bueno, quizá un poco.

—Y eso no es todo —dice Cooper después de retirarlo.

—Tranquilo, nadie va a…

—¡Cállate, joder! —grita Cooper a la vez que golpea la puerta con la palma de la mano y Adrian reacciona con un respingo. Cooper se tranquiliza, no sabe muy bien qué hacer—. Debes escucharme —dice Cooper antes de continuar—. No nos queda mucho tiempo.

—Yo …

Cooper vuelve a golpear la puerta.

—Te pido que escuches lo que tengo que decir.

Adrian ha empezado a tener miedo. Antes solían hablarle siempre de esa manera y no le está gustando nada, como tampoco solía gustarle antes, pero obedece de todos modos.

—Es muy sencillo, si te paras a pensarlo. Solo hay que unir los puntos —dice Cooper.

—¿Qué puntos? —responde Adrian, tan confuso como asustado.

—Los puntos que tú has trazado.

—Yo no trazo puntos —dice mientras niega con la cabeza.

—Me has secuestrado. Has incendiado mi casa. Alguien te vio y alguien de Grover Hills te reconocerá. Y has incendiado la casa de la enfermera Deans.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Porque está en la página dos, joder! —exclama Cooper mientras pasa la página del periódico y vuelve a aplastarlo contra la ventanilla—. Y déjame adivinarlo, le incendiaste la casa siguiendo el mismo procedimiento con el que incendiaste la mía.

—Funcionó muy bien la primera vez —dice Adrian, que parece estar hablando con el periódico—, por lo que sí, lo hice igual, pero en otro orden y…

—Y la policía ha establecido una relación —dice Cooper después de retirar el periódico y plegarlo.

—No veo cómo.

—Lo habrán hecho —dice Cooper—. Mataste a la enfermera Deans, ¿verdad?

—Me llamó «retrasado» —dice con los puños apretados. Maldita sea, no quería confesárselo a Cooper, todavía no.

—¿Has hecho algo más aparte de eso?

—No —responde mientras piensa en Theodore Tate. Ha matado a su gato y esta noche pensaba volver a su casa, llamar a la puerta y dispararle con la Taser. Está empezando a creer que será más fácil mantener a Tate que a Cooper.

—La policía probablemente ya sabe dónde estás —dice Cooper.

—No, no pueden saberlo.

—Mandarán a alguien aquí para investigar el lugar.

—¿Por qué?

—Porque es lo que suelen hacer. Porque saben que me ha secuestrado un ex paciente y saben que ese mismo ex paciente tiene que haberme llevado a algún lugar, y este es perfecto para mantenerme oculto.

—Lo que dices no tiene sentido. ¿Cómo van a saber que soy un ex paciente?

—Le has robado mi libro a Theodore Tate. Y la policía lo sabe. Se limitarán a unir los puntos.

—Oh —exclama Adrian, que de repente ha comprendido a qué venía lo de los puntos—. ¿De verdad sucederá eso?

—Deben de estar a punto de llegar, Adrian. Podría suceder dentro de cinco minutos. O cinco horas. Pero pronto los tendremos aquí. Hoy mismo. Confía en mí. Y si no confías en mí, simplemente espera a verlo con tus propios ojos. Verás cómo se llevan tu colección.

—No quiero que hagan eso —replica Adrian.

—Y nos meterán a los dos en la cárcel.

—Preferiría matarte que perderte.

Cooper se queda callado unos segundos.

—Asegurémonos de que no tenemos que llegar a eso. Lo primero que necesitamos saber es adónde podemos ir.

—¿Irnos?

—No podemos quedarnos aquí, Adrian.

—Pero esta es mi casa.

—Ya no.

Adrian está cada vez más confuso.

—Pero…

—Escucha, Adrian, si nos quedamos aquí acabaremos los dos en la cárcel. Solo necesitamos encontrar otro lugar en el que pasar unos días. La policía vendrá aquí, no hallarán nada, seguirán buscando por otros lugares y no tendrán ningún motivo para volver. Podemos dejar que pasen un par de días, tres a lo sumo, y luego regresamos aquí. Puede seguir siendo tu casa.

Adrian cree comprenderlo y tiene ganas de demostrarle a Cooper que lo ha comprendido. Tiene el corazón dividido. Una parte de él cree que Cooper tiene razón y que la policía podría estar a punto de llegar, pero por otro lado también piensa que Cooper podría estar tratando de engañarlo. Es un riesgo enorme. Su instinto le dice que debería esconderse y ver si viene la policía, pero si lo hace se llevarán a Cooper y lo que ha dicho antes lo cree de verdad, preferiría matar a Cooper que perderlo.

—¿Adónde vamos? —pregunta.

—Yo conozco un lugar —dice Cooper—. Un par de sitios, de hecho. Eastlake Home y…

—Sunnyview Shelter —añade Adrian—. Ahí es a donde te llevaste a Emma Green.

—¿Cómo…?

—No soy tan idiota como piensas —dice Adrian, regocijándose en ese sentimiento de… ¿de qué? No sabe cómo llamarlo porque no lo había sentido nunca anteriormente. Es una palabra como «súper», pero más larga. Y con una d en algún lugar.

—¿Estabas allí? ¿Es así como me conociste?

—Eso no importa —responde Adrian, que no quiere contarle a Cooper cómo lo había estado siguiendo durante días antes de convertirlo en su colección—. Si acepto llevarte allí, ¿cómo sé que no intentarás escapar?

—Puedes hacerme lo que quieras —responde Cooper—. Puedes atarme si crees que debes hacerlo, pero por favor, Adrian, tenemos que irnos ya. No puedo dejar que me atrapen aquí.

—Porque mataste a esa chica.

—Sí.

—Dos días —dice Adrian.

—Dos días.

—Y luego volvemos.

—Y luego volvemos —repite Cooper.

—Recogeré unas cuantas cosas y lo esconderé todo —dice Adrian—. Nadie sabrá que hemos estado aquí.

34

Grover Hills está fuera de la ciudad, a veinte minutos en coche en dirección oeste. Durante el trayecto dejo atrás el aeropuerto, la cárcel y las Canterbury Plains, llenas de granjas con cercas de alambre de espino o de cable electrificado que evitan que el ganado y el trigo acaben mezclándose. A medida que me alejo de la ciudad hace todavía más calor, cada kilómetro hacia el oeste me acerca más al sol.

Tomo una salida de la autopista y sigo conduciendo por una serie de carreteras olvidadas. Es difícil encontrar el centro porque estas carreteras están muy mal indicadas. O bien al consistorio no le importa demasiado esta parte del mundo, o bien los vecinos de la zona quitaron las señalizaciones para que los forasteros se perdieran por aquí el tiempo suficiente para entrar a formar parte del patrimonio genético del lugar. Las carreteras pasan del asfalto a los adoquines y luego de vuelta al asfalto, el pavimento cambia en cada intersección, donde hay que aminorar la marcha de vez en cuando para ceder el paso a algún granjero que traslada a sus ovejas o a sus vacas de un cercado al otro desde lo alto del tractor, con los perros pastor ladrando y corriendo con la lengua colgando, desesperados por conseguir algo de agua y de atención. Hace unos días, cuando volvía de la cárcel, pasamos por delante de parajes como estos, pero la idea de convertirme en granjero sigue sin seducirme lo suficiente.

Me pierdo y detengo el coche a un lado de la carretera, en una zona con la hierba baja y profundas roderas de tractor que dificultan el paso de mi coche. Llevo las ventanas cerradas y el aire acondicionado al máximo. Examino el mapa durante cinco minutos. Leer mapas nunca ha sido mi fuerte. Sigo las líneas con la punta de un dedo deseando que mi esposa estuviera aquí, porque ella sin duda le pediría a uno de los granjeros que nos indicara el camino. Siempre que íbamos a un lugar en el que no habíamos estado antes, yo conducía y ella leía el mapa mientras Emily dormía en el asiento de atrás; era algo dinámico que nos gustaba a todos. Hago mis conjeturas acerca de dónde me encuentro en el mapa, aunque probablemente sería mejor tirar una moneda y jugármelo a cara o cruz. Sigo adelante. Tardo quince minutos más conduciendo por carreteras sin pavimentar hasta encontrar el lugar. Supongo que si no estabas loco y los tribunales o los médicos te confinaban a Grover Hills, acababas perdiendo la cordura durante el trayecto.

Al principio del camino de entrada hay dos grandes robles que actúan como centinelas y luego docenas de abedules plateados que flanquean el recorrido con sus ramas delgadas y retorcidas. Aparco delante, salgo del coche y la tierra y el polvo quedan detrás de mí, cubriendo el coche, y me siguen mientras me dirijo hacia el edificio. Grover Hills está abandonado y la naturaleza empieza a reclamarlo. Por todas partes, la lánguida hierba llega a la altura de las rodillas y los matorrales han crecido tanto que parecen malas hierbas gigantescas. El edificio fue blanco al principio, en el siglo pasado, y puede que lo hayan pintado una o dos veces desde entonces, pero sin duda alguna no lo han vuelto a pintar desde que el hombre pisó la luna. Se trata de una construcción enorme que no quedaría fuera de contexto en una plantación, con muchos tablones, ventanas pequeñas y un montón de habitaciones. Algunas de las tablas están retorcidas, otras podridas, pero en conjunto el edificio parece estar en bastante buenas condiciones. Abandonado, sin duda alguna, pero también habitable. Todo un lateral está cubierto de hiedra que trepa por las paredes y se entrelaza con las tejas de arcilla. Lo más sorprendente es que no ha sido presa del vandalismo. La gente de este país tiene por costumbre buscar lugares, no importa lo ocultos que puedan estar en medio de la nada. Los buscan, los encuentran y luego se dedican a destrozar las ventanas, abrir agujeros en las paredes y decorarlas con penes gigantescos pintados con espray.

El ruido de mi coche de alquiler es lo único que se oye. No hay brisa, no hay pájaros, solo los espasmos metálicos del motor del coche mientras se enfría. Es algo inquietante. Es como si me hubiera salido del mapa y hubiese entrado en un mundo distinto, como si durante el trayecto hubiera cruzado una especie de frontera de realidad alternativa tipo
Star Trek
. En la cárcel siempre se oía algún sonido. El zumbido de las luces fluorescentes. La cisterna de un váter. Ronquidos, toses, gritos, risas, pasos, peleas y el aire acondicionado. Llegó a un punto en el que se convirtió en un murmullo neutro, un sonido cancelaba al otro. Pero aquí fuera no se oye nada. Avanzo unos pasos con la esperanza de no hacer ruido, pero lo hago, mis pasos golpean el suelo y hacen el mismo ruido que esperaría que hicieran en cualquier otra parte y se rompe el hechizo mágico de sentirse transportado a otro lugar.

Empiezo rodeando el perímetro, con la pistola bien agarrada. En la parte delantera el suelo es sobre todo de piedra, tierra polvorienta y algunas áreas de arena. Lo único que crece ahí son malas hierbas que sobresalen de vez en cuando; hay un camino interrumpido por la naturaleza y por el tiempo, con el cemento roto en las esquinas y los extremos levantados como cuando dos placas tectónicas confluyen en un mismo punto. No hay nada que sugiera que llovió anoche. Salgo del camino y piso con cuidado, no quiero meter el pie en la madriguera de un conejo y desaparecer o romperme un tobillo. La hierba se vuelve más tupida y me araña las piernas. Rodeo la casa. En la parte de atrás la vegetación es aún más abundante que en la parte delantera. Hay mucho musgo en las paredes. La tierra es más blanda. Regreso al punto de inicio sin haber visto nada interesante. Ni personas, ni coches, ni tumbas, solo dos líneas de tierra y piedras compactadas en el camino de entrada por el que los coches han ido y venido, aunque no hay manera de saber cuándo estuvo aquí el último. A unos cien metros de distancia hay una arboleda que no es más que el principio de un bosque.

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