El color que cayó del cielo

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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

BOOK: El color que cayó del cielo
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La historia es contada en primera persona por un ingeniero encargado de hacer un estudio para edificar un lago en un remoto paraje, llamado Arkham. Allí encuentra un área de terreno que es distinta a todas y que le causa extrañas sensaciones. Un anciano vecino del lugar le explica que el motivo del estado de esa parcela es que un meteorito se estrelló cerca de una granja, y, al transcurrir el tiempo, las plantas y árboles primero, y los animales después, empiezan a sufrir mutaciones, cambios de color, olores desagradables, acabando afectando a la familia que habita la granja, enloqueciéndola hasta morir en un trágico final, y el ingeniero decide abandonar su trabajo electrizado por el horror que descubre.

H.P. Lovecraft

El color que cayó del cielo

ePUB v2.1

Perseo
15.07.12

Título original:
The Colour Out of Space

H.P. Lovecraft, 1927

Traducción: Ricardo Gosseyn

Diseño/retoque portada: Demes

Editor original: Demes (v1.0)

Segundo editor: Perseo (v2.0 a v2.1)

Corrección de erratas: Perseo

ePub base v2.0

A
l oeste de Arkham las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol. En las laderas menos agrestes hay casas de labor, antiguas y rocosas, con edificaciones cubiertas de musgo, rumiando eternamente en los misterios de la Nueva Inglaterra; pero todas ellas están ahora vacías, con las amplias chimeneas desmoronándose y las paredes pandeándose debajo de los techos a la holandesa.

Sus antiguos moradores se marcharon, y a los extranjeros no les gusta vivir allí. Los francocanadienses lo han intentado, los italianos lo han intentado, y los polacos llegaron y se marcharon. Y ello no es debido a nada que pueda ser oído, o visto, o tocado, sino a causa de algo puramente imaginario. El lugar no es bueno para la imaginación, y no aporta sueños tranquilizadores por la noche. Esto debe ser lo que mantiene a los extranjeros lejos del lugar, ya que el viejo Ammi Pierce no les ha contado nunca lo que él recuerda de los extraños días. Ammi, cuya cabeza ha estado un poco desequilibrada durante años, es el único que sigue allí, y el único que habla de los extraños días; y se atreve a hacerlo, porque su casa está muy próxima al campo abierto y a los caminos que rodean a Arkham.

En otra época había un camino sobre las colinas y a través de los valles, que corría en línea recta donde ahora hay un marchito erial; pero la gente dejó de utilizarlo y se abrió un nuevo camino que daba un rodeo hacia el sur. Entre la selvatiquez del erial pueden encontrarse aún huellas del antiguo camino, a pesar de que la maleza lo ha invadido todo. Luego, los oscuros bosques se aclaran y el erial muere a orillas de unas aguas azules cuya superficie refleja el cielo y reluce al sol. Y los secretos de los extraños días se funden con los secretos de las profundidades; se funden con la oculta erudición del viejo océano, y con todo el misterio de la primitiva tierra.

Cuando llegué a las colinas y valles para acotar los terrenos destinados a la nueva alberca, me dijeron que el lugar estaba embrujado. Esto me dijeron en Arkham, y como se trata de un pueblo muy antiguo lleno de leyendas de brujas, pensé que lo de embrujado debía ser algo que las abuelas habían susurrado a los chiquillos a través de los siglos. El nombre de «marchito erial» me pareció muy raro y teatral, y me pregunté cómo habría llegado a formar parte de las tradiciones de un pueblo puritano. Luego vi con mis propios ojos aquellas cañadas y laderas, y ya no me extrañó que estuvieran rodeadas de una leyenda de misterio. Las vi por la mañana, pero a pesar de ello estaban sumidas en la sombra. Los árboles crecían demasiado juntos, y sus troncos eran demasiado grandes tratándose de árboles de Nueva Inglaterra. En las oscuras avenidas del bosque había demasiado silencio, y el suelo estaba demasiado blando con el húmedo musgo y los restos de infinitos años de descomposición.

En los espacios abiertos, principalmente a lo largo de la línea del antiguo camino, había pequeñas casas de labor; a veces, con todas sus edificaciones en pie, y a veces con sólo un par de ellas, y a veces con una solitaria chimenea o una derruida bodega. La maleza reinaba por todas partes, y seres furtivos susurraban en el subsuelo. Sobre todas las cosas pesaba una rara opresión; un toque grotesco de irrealidad, como si fallara algún elemento vital de perspectiva o de claroscuro. No me estuvo raro que los extranjeros no quisieran permanecer allí, ya que aquélla no era una región que invitara a dormir en ella. Su aspecto recordaba demasiado el de una región extraída de un cuento de terror.

Pero nada de lo que había visto podía compararse, en lo que a desolación respecta, con el marchito erial. Se encontraba en el fondo de un espacioso valle; ningún otro nombre hubiera podido aplicársele con más propiedad, ni ninguna otra cosa se adaptaba tan perfectamente a un nombre. Era como si un poeta hubiese acuñado la frase después de haber visto aquella región. Mientras la contemplaba, pensé que era la consecuencia de un incendio; pero ¿por qué no había crecido nunca nada sobre aquellos cinco acres de gris desolación, que se extendía bajo el cielo como una gran mancha corroída por el ácido entre bosques y campos? Discurre en gran parte hacia el norte de la línea del antiguo camino, pero invade un poco el otro lado. Mientras me acercaba experimenté una extraña sensación de repugnancia, y sólo me decidí a hacerlo porque mi tarea me obligaba a ello. En aquella amplia extensión no había vegetación de ninguna clase; no había más que una capa de fino polvo o ceniza gris, que ningún viento parecía ser capaz de arrastrar. Los árboles más cercanos tenían un aspecto raquítico y enfermizo, y muchos de ellos aparecían agostados o con los troncos podridos. Mientras andaba apresuradamente vi a mi derecha los derruidos restos de una casa de labor, y la negra boca de un pozo abandonado cuyos estancados vapores adquirían un extraño matiz al ser bañados por la luz del sol. El desolado espectáculo hizo que no me maravillara ya de los asustados susurros de los moradores de Arkham. En los alrededores no había edificaciones ni ruinas de ninguna clase; incluso en los antiguos tiempos, el lugar dejó de ser solitario y apartado. Y a la hora del crepúsculo, temeroso de pasar de nuevo por aquel ominoso lugar, tomé el camino del sur, a pesar de que significaba dar un gran rodeo.

Por la noche interrogué a algunos habitantes de Arkham acerca del marchito erial, y pregunté qué significado tenía la frase «los extraños días» que había oído murmurar evasivamente. Sin embargo, no pude obtener ninguna respuesta concreta, y lo único que saqué en claro era que el misterio se remontaba a una fecha mucho más reciente de lo que había imaginado. No se trataba de una vieja leyenda, ni mucho menos, sino de algo que había ocurrido en vida de los que hablaban conmigo. Había sucedido en los años ochenta, y una familia desapareció o fue asesinada. Los detalles eran algo confusos; y como todos aquellos con quienes hablé me dijeron que no prestara crédito a las fantásticas historias del viejo Ammi Pierce, decidí ir a visitarlo a la mañana siguiente, después de enterarme de que vivía solo en una ruinosa casa que se alzaba en el lugar donde los árboles empiezan a espesarse. Era un lugar muy viejo, y había empezado a exudar el leve olor miásmico que se desprende de las casas que han permanecido en pie demasiado tiempo. Tuve que llamar insistentemente para que el anciano se levantara, y cuando se asomó tímidamente a la puerta me di cuenta de que no se alegraba de verme. No estaba tan débil como yo había esperado; sin embargo, sus ojos parecían desprovistos de vida, y sus andrajosas ropas y su barba blanca le daban un aspecto gastado y decaído.

No sabiendo cómo enfocar la conversación para que me hablara de sus «fantásticas historias», fingí que me había llevado hasta allí la tarea a que estaba entregado; le hablé de ella al viejo Ammi, formulándole algunas vagas preguntas acerca del distrito. Ammi Pierce era un hombre más culto y más educado de lo que me habían dado a entender, y se mostró más comprensivo que cualquiera de los hombres con los cuales había hablado en Arkham. No era como otros rústicos que había conocido en las zonas donde iban a construirse las albercas. Ni protestó por las millas de antiguo bosque y de tierras de labor que iban a desaparecer bajo las aguas, aunque quizá su actitud hubiera sido distinta de no haber tenido su hogar fuera de los límites del futuro lago. Lo único que mostró fue alivio; alivio ante la idea de que los valles por los cuales había vagabundeado toda su vida iban a desaparecer. Estarían mejor debajo del agua…, mejor debajo del agua desde los extraños días. Y, al decir esto, su ronca voz se hizo más apagada, mientras su cuerpo se inclinaba hacia delante y el dedo índice de su mano derecha empezaba a señalar de un modo tembloroso e impresionante.

Fue entonces cuando oí la historia, y mientras la ronca voz avanzaba en su relato, en una especie de misterioso susurro, me estremecí una y otra vez a pesar de que estábamos en pleno verano. Tuve que interrumpir al narrador con frecuencia, para poner en claro puntos científicos que él sólo conocía a través de lo que había dicho un profesor, cuyas palabras repetía como un papagayo, aunque su memoria había empezado ya a flaquear; o para tender un puente entre dato y dato, cuando fallaba su sentido de la lógica y de la continuidad. Cuando hubo terminado, no me extrañó que su mente estuviera algo desequilibrada, ni que a la gente de Arkham no le gustara hablar del marchito erial. Me apresuré a regresar a mi hotel antes de la puesta del sol, ya que no quería tener las estrellas sobre mi cabeza encontrándome al aire libre. Al día siguiente regresé a Boston para dar mi informe. No podía ir de nuevo a aquel oscuro caos de antiguos bosques y laderas, ni enfrentarme otra vez con aquel gris erial donde el negro pozo abría sus fauces al lado de los derruidos restos de una casa de labor. La alberca iba a ser construida inmediatamente, y todos aquellos antiguos secretos quedarían enterrados para siempre bajo las profundas aguas. Pero creo que ni cuando esto sea una realidad, me gustará visitar aquella región por la noche…, al menos, no cuando brillan en el cielo las siniestras estrellas.

Todo empezó, dijo el viejo Ammi, con el meteorito. Antes no se habían oído leyendas de ninguna clase, e incluso en la remota época de las brujas aquellos bosques occidentales no fueron ni la mitad de temidos que la pequeña isla del Miskatonic, donde el diablo concedía audiencias al lado de un extraño altar de piedra, más antiguo que los indios. Aquéllos no eran bosques hechizados, y su fantástica oscuridad no fue nunca terrible hasta los extraños días. Luego había llegado aquella blanca nube meridional, se había producido aquella cadena de explosiones en el aire y aquella columna de humo en el valle. Y, por la noche, todo Arkham se había enterado de que una gran piedra había caído del cielo y se había incrustado en la tierra, junto al pozo de la casa de Nahum Gardner. La casa que se había alzado en el lugar que ahora ocupaba el marchito erial.

Nahum había ido al pueblo para contar lo de la piedra, y al pasar ante la casa de Ammi Pierce se lo había contado también. En aquella época Ammi tenía cuarenta años, y todos los extraños acontecimientos estaban profundamente grabados en su cerebro. Ammi y su esposa habían acompañado a los tres profesores de la Universidad de Miskatonic que se presentaron a la mañana siguiente para ver al fantástico visitante que procedía del desconocido espacio estelar, y habían preguntado cómo era que Nahum había dicho, el día antes, que era muy grande. Nahum, señalando la pardusca mole que estaba junto a su pozo, dijo que se había encogido. Pero los sabios replicaron que las piedras no se encogen. Su calor irradiaba persistentemente, y Nahum declaró que había brillado débilmente toda la noche. Los profesores golpearon la piedra con un martillo de geólogo y descubrieron que era sorprendentemente blanda. En realidad, era tan blanda como si fuera artificial, y arrancaron, más bien que escoplearon, una muestra para llevársela a la Universidad a fin de comprobar su naturaleza. Tuvieron que meterla en un cubo que le pidieron prestado a Nahum, ya que el pequeño fragmento no perdía calor. En su viaje de regreso se detuvieron a descansar en la casa de Ammi, y parecieron quedarse pensativos cuando la señora Pierce observó que el fragmento estaba haciéndose más pequeño y había empezado a quemar el fondo del cubo. Realmente no era muy grande, pero quizás habían cogido un trozo menor de lo que habían supuesto.

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