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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (34 page)

BOOK: El complot de la media luna
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A salvo por el momento, se volvió hacia la bahía y miró con atención a la superficie del agua. Echó un vistazo a la costa para asegurarse de que se encontraba en la posición correcta, y luego miró alrededor. No vio más que pequeñas y oscuras olas, y de pronto se sintió muy solo.

Por segunda vez aquella noche, el
Bala
había desaparecido sin él.

40

Rod Zeibig hizo una mueca al oír la primera ráfaga de disparos. Cualquier esperanza de una fuga sigilosa pareció desvanecerse con el repiqueteo metálico de los casquillos que caían sobre el embarcadero de madera. Mucho más le preocupaba la seguridad de Pitt y Giordino, que sin duda eran el blanco de los disparos.

Le sorprendió que el tiroteo se prolongara durante varios minutos. La curiosidad por fin superó al miedo, y Zeibig se asomó al borde del embarcadero para mirar más allá de la pila de bidones. Cerca del extremo opuesto del muelle vio la superestructura del yate y a varios hombres que gritaban a tierra. En el embarcadero, vio que un tripulante intentaba por todos los medios soltar una de las amarras.

Zeibig volvió a agacharse en el momento en que el tiroteo se avivaba. Segundos más tarde, los disparos cesaron, y a continuación un tremendo estrépito sacudió el embarcadero e hizo temblar los bidones a su alrededor. Se oyeron más gritos, pero ya no hubo más disparos. En una melancólica conjetura, el arqueólogo se preguntó en silencio si Pitt y Giordino habrían muerto en ese último acto de rebelión.

Miraba la bahía pensando en su propio destino cuando de pronto advirtió un movimiento en el agua. Un débil resplandor verde apareció en las profundidades, y poco a poco se fue haciendo más claro. Zeibig vio incrédulo que la burbuja transparente del
Bala
asomaba a la superficie exactamente delante de él. Sentada a los controles se hallaba la robusta silueta de Al Giordino, con un puro apagado entre los dientes.

El arqueólogo no esperó una invitación formal para subir a bordo, se apresuró a bajar por un pilote cubierto de lapas y se lanzó al agua antes de que el sumergible acabase de emerger. Nadó hasta la popa, se montó en uno de los tanques de lastre exteriores y después fue hasta la escotilla de popa. Giordino la abrió de inmediato, le ayudó a entrar y la cerró a todo correr.

—Chico, me alegro de verte —dijo Zeibig, que se acomodó en el asiento del copiloto intentando no mojar ninguno de los aparatos electrónicos.

—A mí tampoco me apetecía volver a casa a nado —respondió Giordino. Se apresuró a llenar los tanques de lastre para sumergirse lo más rápido posible. Miró hacia arriba y observó la zona del embarcadero alrededor de los bidones para saber si alguien los estaba viendo.

—Nadie se quedó demasiado tiempo en esta parte del muelle —comentó Zeibig, que miraba cómo el agua cubría la parte superior de la burbuja de acrílico. Luego se volvió inquieto hacia Giordino—: Oí un estrépito tremendo, y después cesaron los disparos. ¿Dirk?

Giordino asintió.

—Robó el remolcador que había arrastrado el
Bala
hasta el otro lado del embarcadero. Me remolcó, me soltó y luego puso rumbo al yate amarrado.

—Creo que tuvo éxito —dijo Zeibig en tono taciturno.

Giordino vio que el indicador de profundidad señalaba diez metros. Detuvo las bombas de lastre y apartó despacio el sumergible del embarcadero. Invirtió la propulsión, puso rumbo hacia la bahía y miró a Zeibig con una sonrisa de ánimo.

—Conociendo a Dirk, no creo que se quedase en el remolcador hasta el final del viaje. Es más, me apuesto un mes de sueldo a que en este mismo momento está nadando unos largos en medio de la bahía.

Zeibig se animó de inmediato.

—Pero ¿cómo le encontraremos?

Giordino acarició con cariño el tablero de mandos.

—Confiaremos en los penetrantes ojos del
Bala
.

Con la mirada fija en la pantalla de navegación, llevó el sumergible a lo largo de un trayecto sinuoso que había registrado cuando Pitt le soltó del remolcador. El sistema de reconocimiento no le llevaría hasta la posición exacta, como lo haría un GPS, pero sí muy cerca.

Giordino siguió la senda a una profundidad de diez metros y fue subiendo poco a poco hasta tres a medida que se acercaba al punto de partida. Dejó de acelerar y flotaron en una posición estacionaria.

—¿Estamos fuera del alcance de los pistoleros? —preguntó Zeibig.

Giordino sacudió la cabeza.

—Hemos tenido suerte de que no nos disparasen antes. Tenían toda su atención puesta en detener al remolcador. No me apetece darles una segunda oportunidad. —Alzó una mano y apretó varios interruptores que se hallaban junto a un monitor—. Confiemos en que el jefe no se haya acercado demasiado a la costa.

Una imagen granulosa apareció en el monitor a medida que mostraba las lecturas del sonar. Giordino aumentó la frecuencia y consiguió una imagen más detallada, aunque el alcance de la exploración era menor. Ambos hombres estudiaron la pantalla con atención; solo veían sombras moteadas. Giordino utilizó uno de los impulsores laterales para hacer girar el submarino en el sentido de las agujas del reloj. No se apreciaron muchos cambios en la imagen mientras el sensor de proa escaneaba el centro de la bahía. Entonces Giordino vio una pequeña mancha en la parte superior de la pantalla.

—Hay algo pequeño a unos treinta metros —dijo.

—¿Dirk? —preguntó Zeibig.

—O una marsopa, o un kayak o cualquier otra cosa que flote —respondió.

Ajustó los impulsores y guió el sumergible hacia el objetivo, que aumentaba de tamaño a medida que se acercaban. Cuando la sombra comenzó a salirse de la parte superior de la pantalla del sonar, Giordino supo que estaban casi debajo mismo del objeto.

—Es hora de echar un vistazo —dijo, y comenzó a vaciar lentamente los tanques de lastre.

Pitt flotaba boca arriba para recuperar energías después de la travesía a nado desde el remolcador, cuando notó un leve movimiento en el agua, debajo de él. Al volverse distinguió las suaves luces interiores del
Bala
que subían deprisa solo unos pocos metros más allá. Nadó hasta allí, se situó por encima de la burbuja de acrílico y esta no tardó en llegar a la superficie. Giordino se apresuró a detener el ascenso; solo unos pocos centímetros del
Bala
asomaban por encima del agua.

Pitt yacía sobre la burbuja con los brazos bien abiertos. Debajo, Giordino le miraba con una sonrisa de alivio, y le preguntaba con un gesto si estaba bien. Pitt juntó el pulgar y el índice y los apoyó en el acrílico, luego señaló hacia el centro de la bahía. Giordino asintió y le indicó que se sujetase.

Pitt abrazó la burbuja con los brazos y las piernas mientras el sumergible empezaba a desplazarse hacia delante. Giordino movió los aceleradores muy lentamente para avanzar a solo unos pocos nudos de velocidad. Pitt tenía la sensación de estar haciendo esquí acuático sobre la barriga. Las pequeñas olas chapoteaban alrededor de su rostro, y cada pocos segundos tenía que echar la cabeza hacia atrás para respirar. Cuando las luces del embarcadero quedaron bien lejos, Pitt golpeó el acrílico con los nudillos lo más fuerte que pudo. El avance se detuvo de inmediato, y unos segundos más tarde el sumergible salió del todo a la superficie en medio de una nube de burbujas.

Pitt se deslizó del morro de acrílico para pasar a la estructura del
Bala
y de allí a la escotilla trasera. Se detuvo un momento para dirigir una última mirada a la costa. A lo lejos, vio el remolcador junto al embarcadero, hundiéndose por la proa. Cerca, unos hombres en una Zodiac intentaban pasar un cabo desde el embarcadero al yate antes de que acabase varado. Con cierto alivio, Pitt comprendió que la persecución del sumergible no se hallaba entre las prioridades urgentes de los tripulantes. Entonces la escotilla se abrió, justo a su lado, y Giordino le dio la bienvenida.

—Gracias por venir a recogerme —dijo Pitt con una sonrisa.

—El rey Al nunca deja tirado a nadie —afirmó Giordino—. Confío en que habrás mantenido entretenidos a nuestros anfitriones de la costa...

—El boquete en el casco los mantendrá fuera de servicio durante un rato —respondió—. Sin embargo, dado que ya has recuperado al doctor Zeibig no veo motivo para demorar nuestra partida.

Se sentó junto a Giordino y en cuestión de segundos volvieron a estar sumergidos. Salieron de la bahía a una profundidad segura y solo emergieron cuando se hallaban a media milla de la costa. Giordino reconfiguró el
Bala
para la navegación en superficie y, para asombro de Zeibig, muy pronto cruzaban el mar Negro a una velocidad de treinta nudos.

Una rápida llamada por radio al
Aegean Explorer
confirmó que se encontraba en la punta sudeste de Gökçeada. Media hora más tarde, vieron las luces del barco científico en el horizonte. A medida que se acercaban, Pitt y Giordino divisaron otra embarcación más grande situada al otro lado del
Explorer
. Giordino redujo la velocidad y llevó el
Bala
a estribor del barco de la NUMA y se detuvo debajo del brazo de la grúa. Pitt vio que la segunda embarcación, que se mantenía en posición cerca de la banda de babor del
Explorer
, era una fragata de los guardacostas turcos.

—Por fin ha llegado la caballería —comentó Pitt.

—Le enseñaré con mucho gusto el camino hacia los malos —dijo Zeibig.

Un par de buceadores se acercaron en una Zodiac para enganchar el cable de la grúa al
Bala
, luego izaron el sumergible a bordo. Rudi Gunn, en la cubierta de popa, ayudó a amarrar el
Bala
y luego se acercó a la escotilla trasera. Su rostro lúgubre se iluminó al ver a Zeibig, que fue el primero en salir.

—Rod... ¿estás bien? —preguntó al tiempo que ayudaba al arqueólogo a bajar a cubierta.

—Sí, gracias a Dirk y a Al —respondió Zeibig—. Agradecería un poquito de ayuda para quitarme estas cosas. —Le mostró las manos esposadas.

—En el taller del barco te las quitarán —dijo Gunn.

—Al tiene la ubicación del yate y su tripulación —informó Pitt—. Una pequeña base de operaciones en la costa. Podemos pasar las coordenadas a los guardacostas turcos o acompañarlos hasta allí con el
Explorer
.

—Me temo que eso no figura en el programa —dijo Gunn con un encogimiento de hombros—. Nos han ordenado que en cuanto regresarais a bordo pusiéramos rumbo a
Çanakkale
, una ciudad portuaria en los Dardanelos.

Señaló la fragata turca, que se había acercado cuando el sumergible apareció a la vista. Pitt miró y se dio cuenta de que los marineros armados en la borda apuntaban al barco de la NUMA.

—¿A qué viene esa postura amenazadora? —preguntó—. Asesinaron a dos tripulantes y secuestraron a otro. ¿No te comunicaste antes por radio con la guardia costera?

—Lo hice —contestó Gunn, irritado—. Pero no están aquí por eso. Al parecer alguien los llamó antes que nosotros.

—Entonces, ¿por qué ese despliegue de armas?

—Porque —dijo Gunn, con los ojos enrojecidos por la furia—, nos han arrestado por saquear un tesoro cultural sumergido.

41

El atardecer había llegado al Mediterráneo oriental y teñía el cielo de un color rosa pálido cuando el
Estrella Otomana
cruzó la entrada del puerto de Beirut, al norte de la capital libanesa. El viejo carguero había navegado a toda máquina desde el Egeo para llegar a la ciudad portuaria en menos de cuarenta y ocho horas. Dejó atrás la moderna terminal de contenedores y fue hacia el oeste hasta entrar para el amarre en un viejo muelle de cargas generales.

A pesar de la hora tardía, muchos de los trabajadores del muelle se detuvieron para mirar el carguero que amarraba, y sonrieron ante el curioso espectáculo de cubierta. Bien encajado junto a la bodega de proa y apoyado sobre un soporte de madera de construcción precaria descansaba el yate averiado. Un par de trabajadores vestidos con mono estaban atareados reparando el gran boquete que el remolcador, ahora hundido, había hecho en el casco del yate.

Maria, sentada en silencio a un lado del puente, observaba cómo el capitán se ocupaba de atender a los funcionarios del puerto, de aduanas y de mercancías que habían subido a bordo en busca de papeles y dinero. Solo intervino cuando el distribuidor local de los textiles se quejó por la escasa carga.

—Nos vimos obligados a apresurar nuestra partida —dijo en tono seco—. Recibirá el resto con el siguiente envío.

El distribuidor asintió y se marchó en silencio, no tenía la menor intención de discutir con la terrible propietaria del barco.

Las grúas del muelle se pusieron en marcha y enseguida empezaron a descargar los contenedores metálicos cargados con textiles y otros productos turcos. Maria permanecía quieta en el puente; miraba la descarga sin prestar atención. Solo cuando vio que una vieja camioneta Toyota se acercaba y se detenía junto a la escalerilla se irguió alerta. Se volvió hacia uno de los guardias jenízaros que su hermano había enviado para que la acompañara en el viaje.

—Debo reunirme con un hombre que acaba de llegar al muelle. Por favor, cachéalo a fondo y después escóltalo hasta mi camarote —ordenó.

El jenízaro asintió y salió a paso ligero del puente. Le sorprendió que el conductor de la camioneta fuera un árabe que vestía con prendas campesinas y llevaba una
kufiya
andrajosa en la cabeza. No obstante, sus ojos oscuros brillaban y desviaban la atención de la larga cicatriz que tenía en la mejilla derecha, consecuencia de una pelea a navajazos en su adolescencia. El guardia lo cacheó a fondo, lo hizo subir a bordo, y lo escoltó hasta el amplio y lujoso camarote de Maria.

La turca lo midió con la mirada mientras le invitaba a sentarse, y luego despachó al jenízaro.

—Gracias por venir a reunirse conmigo aquí, Zakkar. Si es ese su nombre —añadió.

El árabe esbozó una sonrisa.

—Puede llamarme Zakkar. O, si lo prefiere, elija otro nombre.

—Sus talentos han sido muy recomendados.

—Quizá esa es la razón por la que muy pocos pueden pagarme. —Se quitó la
kufiya
y la arrojó a una silla.

Al ver que llevaba el pelo cortado al estilo occidental, Maria comprendió que las sucias prendas no eran más que un disfraz. Pensó que si se afeitara y vistiera un traje, pasaría perfectamente por un próspero empresario; no sabía que lo hacía muy a menudo.

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