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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (32 page)

BOOK: El complot de la media luna
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Zeibig advirtió que los guardias adoptaban de inmediato una actitud deferente hacia los visitantes. El arqueólogo los oyó hablar del carguero y su carga con un guardia árabe durante varios minutos y le sorprendió que la mujer llevase la voz cantante. En cuanto acabaron, la pareja entró en la sala, donde el hombre miró a Zeibig con un desprecio manifiesto.

—Así que usted es el responsable del robo de los objetos de Soleimán el Magnífico —dijo Ozden Celik; una vena le latía con fuerza en la sien.

Llevaba un traje muy caro, y Zeibig pensó que debía de ser un hombre de negocios al que le habían ido bien las cosas. Pero la ira en los ojos enrojecidos del hombre bordeaba la locura.

—Solo estamos realizando una investigación preliminar del pecio con los auspicios del Museo Arqueológico de Estambul —explicó Zeibig—. Debemos entregar al Estado todos los objetos recuperados, algo que teníamos la intención de hacer cuando regresáramos a Estambul dentro de dos semanas.

—¿Y quién le ha dado al Museo Arqueológico la propiedad del pecio? —preguntó Celik con una mueca.

—Eso es algo que deberá tratar con el Ministerio de Cultura turco —dijo Zeibig.

Celik no hizo caso y se acercó a la mesa con María a su lado. En la superficie de caoba había docenas de objetos recuperados por los submarinistas de la NUMA. Zeibig los miró mientras ellos observaban los objetos, y de pronto se quedó atónito al ver el monolito de Gunn en el extremo de la mesa. La curiosidad le llevó a estirar el cuello, pero estaba demasiado lejos para ver la inscripción.

—Más o menos, ¿qué fecha atribuye al naufragio? —preguntó María. Vestía pantalón negro, un suéter color ciruela y unos zapatos muy poco elegantes.

—Algunas monedas entregadas al museo indican que el barco se hundió alrededor de 1570 —contestó Zeibig.

—¿Es una nave otomana?

—Los materiales y la técnica de construcción concuerdan con las naves mercantes de cabotaje del Mediterráneo oriental de aquel tiempo. Es todo lo que sabemos hasta el momento.

Celik observó con atención la colección de objetos, y admiró los fragmentos de platos y cuencos de cerámica de hacía cuatro siglos. Sus ojos de coleccionista experto le confirmaron que el pecio había sido datado con acierto, algo que confirmaban las monedas que tenía en su poder. Se acercó al monolito.

—¿Qué es esto? —preguntó al arqueólogo.

Zeibig sacudió la cabeza.

—Lo sacaron sus hombres.

Celik examinó la lápida y advirtió una inscripción en latín.

—Basura romana —murmuró, y continuó examinando los demás objetos. Luego se acercó de nuevo a Zeibig.

—Usted no volverá a saquear aquello que pertenece al Imperio otomano —dijo, y sus ojos oscuros miraron con locura las pupilas de Zeibig. Su mano se deslizó dentro del bolsillo de la americana y sacó un delgado cordón de cuero. Lo hizo girar delante del rostro de Zeibig y lo tensó poco a poco. Celik se movió como si fuese a apartarse de Zeibig, pero entonces se giró, azotó la cara del arqueólogo con el cordón y se situó detrás de él. El cordón se apretó de inmediato alrededor del cuello del arqueólogo y un firme tirón hacia arriba le obligó a levantarse.

Zeibig se retorció e intentó clavar los codos en Celik, pero un guardia le sujetó las muñecas esposadas y tiró de los brazos hacia delante mientras el cordón se ajustaba alrededor de su cuello. Zeibig notó que el cordón se clavaba en la carne y luchó por seguir respirando mientras la sangre latía en sus orejas. Oyó un fuerte chasquido y se preguntó si le habían reventado los tímpanos.

Celik también oyó el sonido pero no le hizo caso; sus ojos, sedientos de sangre, resplandecían. Pero de pronto un segundo estallido sacudió todo el edificio con la fuerza de un trueno. Celik casi perdió el equilibrio cuando el suelo tembló y en la planta alta estallaron los cristales. En un acto instintivo, aflojó el garrote del cuello.

—Ve a ver qué pasa —ordenó a Maria.

Ella asintió y se apresuró a seguir al capataz por la puerta principal. Celik volvió a tirar de inmediato del cordón de cuero mientras el guardia sujetaba con firmeza las muñecas de Zeibig.

El arqueólogo había conseguido respirar un par de bocanadas durante el interludio y renovó sus esfuerzos por soltarse. Pero Celik le clavó una rodilla en la espalda y se volvió para tirar del cordón con tanta fuerza que casi levantó al arqueólogo del suelo.

Con el rostro enrojecido y la cabeza a punto de estallarle en su lucha por respirar, Zeibig miró a los ojos del guardia, que le devolvió una sonrisa sádica. Pero entonces una mirada de desconcierto apareció en el rostro del guardia. Zeibig oyó un golpe sordo, y luego sintió que el cordón de cuero se deslizaba de su cuello.

El guardia soltó las muñecas de Zeibig y metió la mano debajo de la chaqueta. Zeibig, a pesar de los recovecos de su cerebro privados de oxígeno, comprendió que el hombre buscaba un arma. Con un impulso súbito que a él le pareció que ocurría a cámara lenta, se movió hacia delante y agarró la manga del guardia. El hombre intentó librarse en el acto y empujó al arqueólogo con el brazo libre. En el momento en que empuñaba el arma que llevaba en la sobaquera, un objeto pasó volando y le golpeó en la cara. El guardia se tambaleó un instante y un segundo golpe le hizo caer al suelo, inconsciente.

Zeibig se volvió; tenía la visión borrosa, pero distinguió la figura de un hombre que aferraba un mazo de madera con cara de satisfacción. Todavía tosiendo y haciendo esfuerzos por respirar, Zeibig sonrió en cuanto se le aclaró la mirada y reconoció a Pitt.

—Amigo mío —dijo resollando por el dolor—, has llegado como un soplo de aire fresco.

36

Casi todos los trabajadores del embarcadero habían corrido a la parte trasera del almacén, donde las llamas que consumían el camión iluminaban el cielo nocturno. Giordino no podía haber ideado mejor distracción. Y había sido de lo más sencillo.

En cuanto llegó al camión, había abierto sin ruido la puerta de la cabina y había inspeccionado el interior. Apestaba a tabaco y en el suelo había docenas de colillas y latas de gaseosa aplastadas. En el asiento, una libreta, unas cuantas herramientas y los huesos de un pollo asado envueltos en papel. Pero lo que llamó la atención de Giordino fue una vieja sudadera embutida debajo del asiento.

Cogió la sudadera y le arrancó una manga; luego buscó el encendedor en el salpicadero y lo apretó. Después fue hasta la parte de atrás del camión para quitar el tapón del depósito de combustible. Metió la manga en el depósito para que se empapara de gasolina, y a continuación tiró hacia fuera para dejar el extremo seco asomado por la boca. Dejó el extremo empapado dentro del tubo de llenado y colocó de nuevo el tapón para evitar que saliesen los vapores. Cuando oyó un chasquido, fue hasta la cabina, cogió el encendedor y se apresuró a prender fuego al extremo seco de la manga antes de que el encendedor se enfriase.

Apenas le dio tiempo a llegar corriendo hasta detrás del edificio de piedra antes de que la pequeña llama subiera por la manga y alcanzase el trozo empapado de combustible. Las llamas avanzaron enseguida por el tubo y encendieron los vapores en una explosión que destrozó el depósito de combustible.

Pero fue la carga de explosivo plástico, colocada encima del depósito, lo que causó verdaderos estragos un segundo más tarde. Incluso Giordino se quedó pasmado al ver la tremenda explosión que levantó al camión del suelo y destrozó toda la parte posterior.

Pitt había hecho todo lo posible por coordinar su entrada con el sonido de la explosión. En lo alto de la escalera, delante de una de las ventanas oscuras del primer piso, rompió el cristal con el mazo en el mismo momento en el que el edificio se sacudía. Se apresuró a entrar y se encontró en una habitación de huéspedes muy cómoda. Bajaba por la escalera del edificio cuando oyó los jadeos desesperados de Zeibig y echó a correr con el mazo para acabar con Celik y el guardia.

Zeibig recuperó las fuerzas y miró a Celik, inconsciente; tenía un gran chichón en un lado de la cabeza.

—¿Está muerto?

—No, está echándose una siesta —respondió Pitt, que vio que la figura tumbada comenzaba a moverse—. Propongo que nos larguemos de aquí antes de que se despierte.

Cogió a Zeibig de un brazo, y empezaron a caminar hacia la puerta principal, cuando el arqueólogo se detuvo.

—Espera... la estela —dijo, y se acercó a la lápida de Gunn.

Pitt miró la piedra; tenía casi un metro veinte de altura.

—Es demasiado grande para llevárnosla de recuerdo, Rod —dijo.

—Dame solo un momento para que estudie la inscripción —le suplicó Zeibig.

Frotó la superficie con los dedos y leyó la inscripción en latín varias veces, para grabársela en la mente. Satisfecho de haberlo conseguido, miró a Pitt con una sonrisa débil.

—De acuerdo, ya está.

Pitt fue hacia la puerta principal, la abrió y se encontró con una mujer atractiva de pelo negro que se disponía a entrar. Pitt sabía que había visto ese rostro antes, pero las prendas que vestía lo despistaron. Maria, sin embargo, reconoció a Pitt de inmediato.

—¿De dónde sale usted? —preguntó.

La misma voz dura que le había amenazado en la cisterna de Yerebatan Sarnici, en Estambul. Verla de repente en ese lugar le sorprendió, pero entonces comprendió que todo tenía sentido. Los ladrones de Topkapi habían saqueado el despacho de Ruppé, y la carta náutica los había llevado hasta el pecio.

—Soy de la brigada antivicio de Topkapi —contestó Pitt en tono irónico.

—Entonces morirá junto a su amigo —replicó ella.

Al mirar más allá, Maria vio a su hermano y al guardia tumbados en el suelo de la sala. Una fugaz expresión de furia y miedo pasó por su rostro. Se apresuró a retroceder por el porche y se volvió hacia el almacén para gritar pidiendo ayuda. Pero sus palabras no llegaron a oírse.

Un brazo musculoso surgió de las sombras y la rodeó por la cintura mientras una mano le tapaba la boca. La mujer pataleó y agitó los brazos, pero era como una muñeca en las poderosas manos de Al Giordino.

La llevó de vuelta a la puerta, entró y saludó con alegría a Zeibig.

—¿Dónde quieres que la deje? —preguntó a Pitt.

—En una fétida celda turca. Pero supongo que por el momento tendremos que conformarnos con un armario.

Pitt encontró un armario de la limpieza en el hueco debajo de la escalera y abrió la puerta. Giordino metió dentro a Maria. Zeibig acercó una silla, y Pitt la encajó debajo del pomo después de que Giordino cerrase la puerta. Una descarga de gritos ahogados y furiosos puntapiés sonó inmediatamente desde el interior.

—Es un demonio —comentó Giordino.

—Más de lo que imaginas —señaló Pitt—. No vamos a darle una segunda oportunidad.

Los tres hombres salieron del edificio y fueron hacia el muelle, en el que reinaba la oscuridad. El camión incendiado todavía concitaba la atención de todos, aunque unos pocos tripulantes volvían ya para continuar con las labores de carga. Los guardias armados vigilaban nerviosos la zona alrededor del fuego mientras el trío se alejaba deprisa por el muelle. Pitt encontró un saco de arpillera y cubrió con él las manos de Zeibig para disimular el hecho de que aún llevaba las esposas.

Pasaron junto a la grúa lo más rápido que pudieron pero sin llamar la atención. Se mantuvieron a la sombra del carguero, y pasaron por delante del yate y el remolcador, ambos amarrados. Pitt y Giordino hacían lo posible por ocultar a Zeibig. Cuando se alejaron de la sección más iluminada del embarcadero, y al ver que no había ningún trabajador cerca, se relajaron un poco. La costa permanecía tranquila. Cuando se acercaban a la popa del carguero, Pitt se dijo que los problemas se habían acabado.

—Próxima parada, el
Aegean Explorer
—murmuró Giordino.

Pero sus esperanzas se esfumaron cuando llegaron al final del embarcadero. Pitt y Giordino se acercaron al borde, miraron abajo, hacia el agua, y después miraron alrededor con incredulidad.

El
Bala
no se veía por ninguna parte.

37

Celik volvió en sí poco a poco, con un dolor de cabeza tremendo y un sonoro golpeteo en los oídos. Se levantó inseguro, primero sobre las rodillas y luego ya sobre los pies; se sacudió de encima el aturdimiento y comprendió que el origen del golpeteo se hallaba mucho más allá de su canal auditivo. Al detectar la voz ahogada de su hermana, se acercó al armario y apartó la silla de un puntapié. Maria casi salió disparada; tenía el rostro rojo de ira.

Al ver el aspecto aturdido de su hermano, se calmó de inmediato.

—Ozden, ¿estás bien?

El se frotó el chichón de la cabeza con una mueca.

—Sí —respondió con voz ronca—. Dime qué ha pasado.

—El estadounidense del barco científico, otra vez. El y otro hombre hicieron estallar uno de los camiones y luego vinieron aquí para liberar al arqueólogo. Debieron de seguir al yate hasta la bahía.

—¿Dónde están mis jenízaros? —preguntó Ozden, que se balanceaba un poco.

Maria señaló a un guardia tumbado debajo de la mesa.

—Supongo que le atacaron al mismo tiempo que a ti. Los demás están investigando la explosión.

Cogió a Celik por un brazo, lo llevó hasta una silla tapizada en cuero, y luego le dio un vaso de agua.

—Será mejor que descanses. Avisaré a los demás. No pueden haber ido muy lejos.

—Tráeme sus cabezas —dijo él con esfuerzo. Se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos.

Maria salió al porche en el momento en que se acercaban dos de los guardias.

—Hemos apagado el incendio —informó uno de los hombres.

—Unos intrusos nos han atacado y se han llevado al prisionero. Buscad en el muelle y la costa. Que el yate zarpe y recorra la bahía. Sin duda han venido con una embarcación.

Mientras los hombres se alejaban a la carrera, Maria miró la oscura bahía y tuvo la sensación de que los intrusos seguían cerca. Una débil sonrisa asomó a sus labios, y su furia desapareció al pensar en la venganza.

38

En ese momento en particular, los hombres de la NUMA no tenían ni barco ni sumergible.

Giordino intentó ver a través del agua, por si el
Bala
se había hundido en su amarre. Luego se acercó a mirar el bolardo de hierro negro donde lo había amarrado. No había ninguna señal del cabo.

—Estoy seguro de que lo amarré bien —dijo.

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