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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (41 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—Es el único camino.

53

Abel Hammet observó los rayos del sol poniente que resplandecían como bolas de fuego sobre las olas del Mediterráneo. De pie en el ala descubierta del puente, el capitán del barco israelí observó cómo el sol se escondía bajo el horizonte y daba paso a una bienvenida brisa vespertina. Respiró hondo el aire fresco y se dijo que podía detectar el olor de los pinos en la costa turca. Al mirar más allá de la distante proa del barco, solo alcanzó a ver unos pequeños puntos de luz en la costa sur de Turquía. Sintiéndose como nuevo, entró en el puente del
Dayan
para completar su guardia.

Con poco menos de cien metros de eslora, el
Dayan
era un buque tanque relativamente pequeño, minúsculo en comparación con los superpetroleros que transportaban crudo desde el golfo Pérsico. Si bien compartía la mayor parte de las características de los buques que llevaban petróleo, había sido construido para transportar una carga ligeramente diferente: agua potable. El gobierno israelí, animado por un reciente acuerdo comercial, contaba con tres barcos idénticos construidos para transportar agua a sus secas y polvorientas orillas.

Turquía, a ciento cincuenta millas de Israel a través del Mediterráneo, era uno de los pocos países de esa árida región que contaba con un excedente de agua potable. El control de las cabeceras del Tigris y el Éufrates, además de otros caudalosos ríos en las tierras altas, suponía una reserva estratégica que ganaría en importancia en las décadas venideras. Explotando ese recurso como nueva exportación, el país había decidido vender una pequeña cantidad de su agua a Israel en una operación de prueba.

El
Dayan
cargaba cuatro millones de litros, y Hammet sabía que su contribución al suministro de agua de Israel era una insignificancia, pero dos viajes por semana a través del Mediterráneo acababan sumando. Era un trabajo fácil, y él y los nueve hombres de su tripulación disfrutaban con la tarea.

En el centro del puente, observó el avance del barco en el monitor de navegación.

—Máquina atrás dos tercios —ordenó al timonel—. Estamos a cuarenta millas de Manavgat. No servirá de nada que lleguemos antes del amanecer; la planta de bombeo no abrirá antes.

El timonel repitió la orden mientras reducía la velocidad en el único motor del barco. Cabalgando en el mar con las bodegas vacías, el buque tanque redujo de dos a ocho nudos. Cuando llegó la medianoche, el primer oficial apareció en el puente para relevar al capitán. Hammet echó un último vistazo a la pantalla del radar y luego se volvió.

—Se acerca un barco por detrás, por la banda de babor, pero por lo demás el mar está despejado —dijo Hammet a su segundo—. Simplemente mantennos apartados de la playa, Zev.

—Sí, capitán —respondió el hombre—. Nada de baños a medianoche.

Hammet se retiró a su camarote, en la cubierta de abajo, y se durmió de inmediato. Pero se despertó poco después porque había notado algo extraño. Se despejó del todo y se dio cuenta de que el motor del barco no hacía vibrar la cubierta como siempre que estaba en marcha. Le pareció extraño que nadie hubiese ido a despertarle si había algún contratiempo en la navegación o algún problema mecánico en el barco.

Se puso la bata, salió del camarote y subió hasta el puente. Entró en el puente en penumbra y se detuvo, atónito. A unos pasos de él, el primer oficial estaba tendido boca abajo en un pequeño charco de sangre.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó al timonel.

El timonel le miró con los ojos muy abiertos y en absoluto silencio. En la penumbra del puente, Hammet vio que un corte muy feo le cruzaba la cara. La mirada del capitán se dirigió de pronto a la ventana de proa, donde vio que las luces de otro barco brillaban peligrosamente cerca de la banda de babor del buque tanque.

—¡Todo a estribor! —gritó al timonel, sin hacer caso del crujido que se oyó a su espalda.

Una figura alta, vestida de negro y con un pasamontañas negro, avanzó desde la pared de atrás. Sujetaba un fusil de asalto, y lo levantó a la altura del hombro. El timonel no obedeció la orden de Hammet; miraba fijamente al pistolero que se acercaba. Hammet se volvió justo a tiempo para ver que el fusil se abalanzaba hacia su cara. Oyó el golpe de la culata contra su mandíbula y un instante después un fogonazo de dolor le atravesó como un rayo. Notó que se le aflojaban las rodillas, y luego todo se volvió negro, se desplomó en la cubierta, junto a su primer oficial, y el dolor desapareció.

54

—Ridley, amigo mío, pasa, pasa.

La voz del Gordo sonó como la arena en una batidora cuando recibió a Bannister en su apartamento de Tel Aviv por segunda vez en dos semanas.

—Gracias, Oscar. —El arqueólogo entró con un aire de confianza que sin duda no tenía en su última visita.

Gutzman le llevó hasta un salón; un árabe delgado y bien vestido, sentado a un escritorio cercano, leía unos documentos. Alzó la cabeza y observó a Bannister con suspicacia.

—Es Alfar, uno de mis conservadores —explicó Gutzman con un ademán desdeñoso. Al advertir la expresión de cautela de Bannister, añadió—: No te preocupes. Sus oídos están sellados.

Gutzman llegó a su silla preferida y se sentó sin la menor delicadeza.

—Bueno, ¿qué es tan importante para que vengas a verme de nuevo tan pronto?

Bannister habló en voz baja; preparaba a su víctima para la estafa.

—Oscar, sabes tan bien como yo que la caza de la historia es en el mejor de los casos un negocio especulativo. Podemos buscar durante días, semanas o incluso años un descubrimiento monumental y seguir con las manos vacías. Por supuesto, es posible que a lo largo del camino demos con algún hallazgo importante y, de vez en cuando, con algún objeto fascinante que despierta nuestra imaginación. La mayoría de las veces todo ese esfuerzo no sirve para nada. Pero alguna vez sucede que los planetas se alinean y uno tiene la grandísima suerte de encontrar un regalo excepcional caído del cielo. —Se inclinó hacia delante en la silla para añadir efecto y miró a los ojos del Gordo—. Oscar, creo que estoy muy cerca de ese hallazgo.

—Bien, ¿de qué se trata, muchacho? —jadeó Gutzman—. No juegues conmigo.

—Acabo de volver de Londres, una visita corta, y fui a ver a un anticuario al que conozco desde hace años. Hace poco compró un alijo de objetos robados años atrás de los archivos de la Iglesia de Inglaterra —mintió, y de nuevo hizo una pausa.

—Continúa.

—El lote contenía obras de arte, joyas y objetos traídos de Tierra Santa durante las Cruzadas. —Bannister miró con cautela a un lado y a otro de la habitación, y luego añadió en voz baja—: Y también una copia original del Manifiesto.

A Gutzman casi se le salieron los ojos de las órbitas.

—¿Hablas... en serio? —preguntó con voz ronca. Intentó contener la emoción, pero su rostro enrojeció de entusiasmo.

—Sí. —Bannister sacó una fotocopia intencionadamente borrosa del papiro—. No he visto el original, pero me han asegurado que es auténtico.

Gutzman examinó la página sin decir palabra durante varios minutos. Solo el crujir del papel en sus dedos temblorosos rompía el silencio.

—Existe —dijo por fin en un susurro—. Cielo santo, no puedo creerlo... —El viejo miró a Bannister muy serio—. Ese anticuario, ¿me lo vendería?

Bannister asintió.

—Dada la naturaleza de su compra, tiene que venderlo cuanto antes. Esa es la razón por la que solo pide cinco millones de libras.

—¡Cinco millones de libras! —exclamó Gutzman, y comenzó a toser. Cuando recuperó el aliento, miró a Bannister a los ojos—. No pienso pagar esa cantidad —dijo, esta vez con voz firme.

Bannister perdió un poco el color, no esperaba esa respuesta.

—Supongo que el precio puede negociarse, Oscar —tartamudeó—. Y el anticuario dijo que él asumiría el coste de la datación por carbono.

Gutzman, que había comprado objetos tanto a ladrones de tumbas como a políticos, sabía de qué manera conseguir su precio. Por supuesto, también sabía cuándo le tomaban el pelo, y el titubeo en la voz de Bannister no le pasó desapercibido.

—Quédate aquí. —El Gordo se levantó con dificultad y salió del salón.

Volvió enseguida; llevaba una gruesa carpeta. Se sentó, abrió la carpeta y quedaron a la vista varias fotografías guardadas en fundas de plástico. Objetos antiguos de diversas épocas y estilos, grandes y pequeños, aparecían en las fotos. Bannister vio estatuas, tallas y cerámicas que sabía valían cientos de miles de dólares. Gutzman seleccionó el último apartado de la carpeta, sacó varías fotos y se las dio a Bannister.

—Echa un vistazo a estas —dijo el Gordo.

—¿Parte de tu colección?

—Sí, de mi almacén en Portugal.

Bannister observó las fotos. La primera mostraba una pequeña colección de espadas y puntas de lanzas oxidadas. En la segunda un casco de hierro que Bannister reconoció como del tipo romano Heddernheim. Un delgado panel de bronce con la imagen de un águila, un escorpión y varias coronas aparecían en la siguiente foto. La última imagen era de un objeto que Bannister no reconoció. Parecía una gran masa angular de metal, retorcida y aplastada en un lado.

—Menuda colección de armamento romano... —comentó Bannister—. Supongo que los relieves del águila y el escorpión son parte de un estandarte de batalla...

—Exacto, Ridley. Pero no de un estandarte cualquiera, sino del emblema de la
Scholae Palatinae
, la guardia romana de élite de Constantino el Grande. ¿Qué me dices del último objeto, amigo mío?

Bannister observó la foto de nuevo pero negó con la cabeza.

—Debo admitir que no sé qué es.

Gutzman, contento por el pequeño triunfo, sonrió.

—Es un ariete de bronce de una galera imperial. Por el tamaño, es probable que perteneciese a un birreme liburno.

—Sí, ahora lo veo. La punta resultó aplastada en una embestida. ¿Dónde demonios lo encontraste?

—Estaba clavado en el casco de otra nave, un barco pirata chipriota del siglo
IV
, si hemos de hacer caso a la historia. El barco averiado embarrancó y se hundió en una zona de sedimento blando. Había muchos objetos muy bien conservados. Los buceadores locales no tardaron en expoliar el pecio, mucho antes de que los arqueólogos del Estado llegasen a la escena. Un coleccionista rico compró la mayoría de los objetos antes de que las autoridades se enterasen de que los habían sacado.

—Deja que adivine quién era ese rico coleccionista —dijo Bannister con una risita.

Gutzman soltó una carcajada.

—Gracias a un afortunado chivatazo —admitió con una sonrisa.

—Son unas piezas magníficas, Oscar. Pero ¿por qué me las enseñas?

—Compré estos objetos hace muchos años. Y desde entonces no he dejado de pensar en el rumor sobre el Manifiesto. ¿Es verdad? ¿Existió la carga? Entonces, una noche, tuve un sueño. Soñé que tenía el Manifiesto en mis manos, algo así como cuando hace un rato tenía tu copia en mis manos. Y, en mi mente, vi las armas romanas y los otros objetos a mi alrededor. Pero no unos objetos cualesquiera. Vi estos objetos. —Gutzman señaló las fotos.

—A menudo soñamos con la realidad que buscamos —opinó Bannister—. ¿De verdad crees que hay una vinculación entre el Manifiesto y estas reliquias romanas? ¿No podrían proceder de cualquier otra operación naval?

—Ninguna otra operación naval habría implicado a la
Scholae Palatinae
. Verás, eran los sucesores de la guardia pretoriana, barrida por Constantino en la batalla del puente Milvio, donde derrotó a Majencio y consolidó el imperio. Para mí está
muy
claro que el barco pirata chipriota se enfrentó con una galera de la flota imperial.

—¿El barco data de esa era?

Gutzman sonrió de nuevo.

—La nave, así como el armamento y los objetos, datan aproximadamente del año 330. Y además tenemos esto. —Señaló un viejo escudo romano de una de las fotos.

Bannister vio, junto a las puntas de flecha, un escudo que antes se le había pasado por alto: mostraba la cruz Chi-Rho en el centro.

—La cruz de Constantino —murmuró.

—Y no solo eso. El papiro de Cesarea añade peso a esta teoría —dijo Gutzman—. El sueño es real, Ridley. Si tu Manifiesto es auténtico, yo oí la voz de Helena a través de mis objetos.

Los ojos de Bannister se iluminaron ante la posibilidad de que todo eso fuese verdad.

—Dime, Oscar, ¿dónde descubrieron ese pecio? —preguntó deliberadamente.

—Cerca del pueblo de Pissouri, en la costa sur de Chipre. Quizá no sea descabellado suponer que la carga del Manifiesto esté enterrada en los alrededores —aventuró con las cejas enarcadas—. Ese sí sería un regalo de los dioses, ¿verdad, Ridley?

—Desde luego —admitió el arqueólogo, y los engranajes de su mente funcionaron a toda velocidad—. Sería un descubrimiento de primera magnitud.

—Sí, pero nos estamos adelantando. Primero debo examinar el Manifiesto y ver si es auténtico. Dile a tu amigo de Londres que estoy dispuesto a pagar cien mil libras por él. Pero antes quiero la datación por carbono y examinarlo personalmente —dijo, y se levantó.

—¿Cien mil libras? —exclamó Bannister, y esta vez fue su voz la que sonó rasposa.

—Sí, ni un penique más.

El viejo coleccionista le dio unos golpecitos en el hombro.

—Gracias por venir a mí primero, Ridley. Creo que estamos en el camino de encontrar cosas maravillosas.

De camino hacia la puerta, Bannister solo pudo asentir, decepcionado.

En cuanto bajó en el ascensor, Gutzman volvió al salón y se acercó a Alfar.

—¿Ha escuchado nuestra conversación?

—Sí, señor Gutzman. Hasta la última palabra —respondió el árabe, con un fuerte acento—. Pero no entiendo por qué no compra el Manifiesto.

—Es muy sencillo, Alfar. Estoy seguro de que no lo tiene un anticuario de Londres sino Bannister. Está intentando esquilmarme, y quizá aún lo consiga.

—Entonces, ¿por qué le habló de sus objetos romanos?

—Para plantar la semilla. Verá, Bannister tiene un don para los descubrimientos. Ahora se marcha desilusionado porque no me ha vendido el Manifiesto, pero también desconcertado, como lo estoy yo, ante la posibilidad de que esos objetos existan de verdad. Estoy seguro de que su orgullo le llevará allí de inmediato. Tal vez sea una jugada tonta, pero ¿por qué no intentarlo? Es un hombre con recursos y muy afortunado. Si alguien lo puede encontrar es él. Así que, ¿por qué no dejar que lo encuentre para nosotros?

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