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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

El complot de la media luna (49 page)

BOOK: El complot de la media luna
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—No vi a este tipo subir a bordo —comentó Lazlo, tras asegurarse de que Farzad estaba muerto.

—Subió detrás de los otros dos.

—Imagino que lo intentarán de nuevo.

—Queda poco tiempo —señaló Pitt—. Pero más vale que levante la escalerilla.

—Buena idea. ¿Qué pasa con nosotros?

—Tenemos el tiempo justo. Confío en que sepa nadar.

Lazlo puso los ojos en blanco y asintió.

—Nos vemos abajo —dijo, y desapareció por la escalerilla.

El humo de la bengala salía por las ventanas destrozadas del puente cuando Pitt volvió al timón y calculó la posición. El
Dayan
había superado la mitad de su amplia curva y la popa apuntaba poco a poco al extremo sur del puente de Gálata. Pitt retocó la posición del timón para guiar al gran buque tanque lo más cerca posible de la costa mientras completaba el giro y aumentó las revoluciones del motor. El traqueteo y las trepidaciones que llegaban desde la sala de máquinas eran peores que antes, y Pitt intentó obtener la máxima velocidad del motor sin combustible.

Observó las aguas costeras en busca del
Bala
, pero no le vio por ninguna parte. Después de la llamada por radio de Pitt, Giordino había ido a toda prisa hacia el barco draga y ya había pasado bajo el puente de Gálata. Como si supiese que Pitt le estaba buscando, de pronto llamó al
Dayan
por la radio.

—Aquí el
Bala
. He pasado el puente y estoy junto al barco draga de color verde. ¿Qué quieres que haga?

Pitt le explicó su plan, que suscitó un silbido de Giordino.

—Espero que hoy hayas tomado tus cereales —añadió—. ¿Cuánto tiempo te queda?

Pitt consultó su reloj.

—Unos seis minutos. Deberíamos estar a la par en la mitad de ese tiempo.

—Gracias por traer el barril de pólvora hacia mí. No tardes —dijo Giordino, y cortó la comunicación.

Para entonces, el
Dayan
había completado su giro y el extremo sur del puente de Gálata se alzaba a menos de cuatrocientos metros. Pitt anhelaba que el barco fuese más deprisa mientras contaba el paso de los segundos y el puente parecía estar siempre en el mismo lugar. Tenían el tiempo justo, pero ya no podía hacer nada al respecto.

Entonces el indeseado sonido del silencio llegó desde las entrañas del buque tanque. Debajo de sus pies, el traqueteo y la trepidación desaparecieron y la consola se iluminó como un árbol de Navidad. Sin combustible, el motor del
Dayan
había dado su último suspiro.

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Maria, que seguía al
Dayan
a unas docenas de metros de la banda de estribor, lo observó a través de los prismáticos. Para su desilusión, el gran buque tanque había continuado apartándose de la costa y se disponía a pasar de nuevo por debajo del puente de Gálata. Comprendió la razón cuando examinó el puente y atisbo a Pitt al timón.

—Han fracasado —dijo; su voz sonó casi ronca por la furia—. Que mis últimos hombres suban a bordo de inmediato.

El capitán del yate la miró, inquieto.

—¿No deberíamos apartarnos? —preguntó.

Maria se le acercó para que nadie más en el puente pudiese oírla.

—Nos apartaremos en cuanto los hombres estén a bordo —susurró con frialdad.

Los últimos jenízaros se reunieron en la cubierta cuando el yate se acercó al flanco del
Dayan
. En el momento en que el
Sultana
estaba casi a punto de rozar la escalerilla para desembarcar a los pistoleros, esta de pronto se alzó del agua. Lazlo, en la borda, había accionado los controles hidráulicos de la escalerilla.

—¡Disparadle! —gritó Maria, al ver al teniente.

Los jenízaros, sorprendidos, apuntaron de inmediato a Lazlo y dispararon. El israelí estaba controlando la reacción de los hombres y se volvió para apartarse de la borda. Sin embargo, en su deseo por mantener la escalerilla fuera del alcance de los jenízaros, se demoró una fracción de segundo en los controles. Ese instante de vacilación le costó caro: la ráfaga de una de las armas le alcanzó en el hombro.

Lazlo perdió el equilibrio, cayó sobre los controles y luego se deslizó hasta la cubierta para evitar las balas. Tenía entumecido el brazo izquierdo y sentía un dolor punzante en el hombro, pero sus sentidos funcionaban al máximo cuando oyó un fuerte estrépito más abajo. Con el fusil en una mano, se arrastró hasta la borda, se puso en cuclillas y se asomó. Para su decepción, la parte inferior de la escalerilla quedaba justo por encima del
Sultana
. Luego, al mirar con más atención, comprendió que en realidad se había clavado en el yate. Lazlo, al caer sobre los controles, había soltado, sin pretenderlo, el cable retráctil. La pesada escalerilla de acero había caído como una flecha, pero en vez de golpear en el agua, se había estrellado contra la cubierta de proa del yate y había acabado hundida más de un metro.

A pesar del daño y la pronunciada inclinación, dos jenízaros ya habían saltado a la escalerilla e intentaban subir a la carrera. Lazlo apoyó el arma en la borda y disparó una larga ráfaga que mandó a los dos hombres al agua.

De pronto, mareado por la pérdida de sangre, Lazlo volvió a sentarse en la cubierta y buscó el botiquín en su mochila de combate. Intentó no dejarse vencer por el deseo de tumbarse y dormir, y se dijo que solo necesitaba mantener el yate apartado unos pocos minutos más. Miró hacia el puente y se preguntó cuánto tiempo necesitaría Pitt.

En ese momento, el tiempo era el peor enemigo de Pitt. La última vez que había consultado el reloj, faltaban menos de seis minutos para la detonación, pero intentó no pensar en ello. Su meta era llevar el buque tanque un poco más allá del puente.

El motor ya no funcionaba; el barco avanzaba por pura inercia. Los múltiples generadores de a bordo suministraban la potencia auxiliar que Pitt necesitaba para mover el timón, pero la enorme hélice había dado su última vuelta. La suave corriente del Cuerno de Oro empujaba la nave por la popa; Pitt confiaba en que bastaría para mantener la velocidad unos pocos minutos más. De haber tenido más tiempo, la corriente habría acabado por llevar el buque tanque hasta el mar de Mármara. Pero el tiempo seguía el mismo camino que el combustible del barco.

Con una lentitud desesperante, el tramo sur del puente de Gálata fue llenando la ventana de proa del puente; Pitt se tranquilizó un poco al ver que el
Dayan
continuaba moviéndose a unos siete nudos. Unas descargas esporádicas llamaron de nuevo su atención, y se atrevió a echar un rápido vistazo por la ventana. El yate estaba tan cerca del costado del
Dayan
que solo alcanzaba a verlo en parte. Vio a Lazlo tumbado cerca de la entrada de la escalerilla, y tuvo la certeza de que por el momento el buque seguía siendo seguro.

La parte inferior del puente de Gálata cubrió poco a poco con un manto de sombra la cubierta y el puente. Pitt cogió el timón y ajustó los controles con dedos nerviosos. El resto correspondía a Giordino, pensó.

—Solo espero que puedas cumplir tu parte del trabajo, compañero —dijo en voz alta; luego observó cómo la sombra proyectada por el puente desaparecía por detrás.

77

Con ciento cuarenta metros de eslora, el
Ibn Battuta
era uno de los barcos draga más grandes que Giordino había visto. Pertenecía a la compañía belga Jan De Nul, que poseía un puñado de dragas de corte y succión. A diferencia de las dragas de succión habituales, que absorben el fango del fondo marino arrastrando un largo tubo de vacío, la draga de corte y succión disponía de un mecanismo de excavación o cabezal de corte giratorio. En el caso del
Ibn Battuta
, el cabezal era una bola de dos metros de diámetro con unos dientes de carburo de wolframio que giraban en direcciones opuestas y eran capaces de cortar la roca. Fija a un brazo que se podía bajar hasta el fondo marino, el cabezal de corte parecía las mandíbulas abiertas de un tiburón presto a morder.

La draga había estado trabajando a quince metros de la orilla sujeta por un par de escoplos que sobresalían por la cubierta de proa. El barco se hallaba perpendicular a la orilla, con la popa de cara al canal, lo que favorecía las intenciones de Pitt.

Giordino, que se acercaba al barco por la popa, vio una pesada cadena que colgaba por encima de la borda de estribor. Acercó el
Bala
, y apagó los motores. Se apresuró a salir de la cabina, amarró el sumergible a la cadena, luego trepó por la cadena, se agarró a la borda del barco y saltó a bordo.

El
Ibn Battuta
, que llevaba el nombre de un explorador marroquí del siglo
XIV
, representaba un posible riesgo en el canal, y por lo tanto estaba iluminado de un extremo a otro por docenas de focos. Giordino paseó la mirada de proa a popa y vio que no había nadie en cubierta, la tripulación todavía dormía en sus literas. Un solitario marinero montaba guardia en el puente, y ni siquiera se había dado cuenta de la presencia de Giordino.

Avanzó deprisa hacia la popa en busca de los controles de la draga, y rogó por que no estuviesen en el puente. En el centro de la cubierta de popa, más allá de una gran grúa puente y mucho más allá del aparato de corte, vio una caseta elevada con grandes ventanas. Subió los escalones, entró y tomó asiento en la silla del operario, encarada hacia popa. Agradeció que un solo hombre bastase para manejar ese mecanismo, pero se encogió al ver que los rótulos del panel de control estaban en holandés.

—Bueno, al menos no es turco —murmuró mientras echaba un rápido vistazo al tablero de mandos.

Encontró un interruptor en el que ponía «Dinamo» y lo puso en la posición «Macht». Un profundo retumbar sacudió la cubierta en cuanto el enorme generador de la draga se puso en marcha. En el puente, el marinero que montaba guardia corrió a la ventana trasera al oír el ruido y vio a Giordino en la caseta de control. Su voz nerviosa sonó enseguida en el altavoz de la radio sujeto a la pared de la caseta. Giordino, sin inmutarse, apagó la radio y miró a la izquierda.

La enorme proa del buque tanque dejaba atrás el puente de Gálata, a unos cien metros de distancia. Giordino abandonó sus esfuerzos por descifrar los rótulos en holandés y comenzó a apretar con frenesí todos los botones. De pronto se oyó un sonido chirriante delante de él; le satisfizo ver que los dientes del cabezal de corte giraban con un aullido amenazador. El brazo de soporte se extendía horizontalmente por la popa de la draga y sujetaba el cabezal unos seis metros por encima del agua. Estaba demasiado alto para lo que Pitt tenía en mente.

—¿Qué hace aquí? —preguntó una voz profunda junto a Giordino.

Giordino se volvió: un hombre rechoncho de pelo revuelto subía a la caseta. El mecánico encargado de las bombas del
Ibn

Battuta, todavía con el pijama debajo de un abrigo sucio, se acercó y apoyó una mano en el hombro del intruso. Giordino, sin perder la calma, levantó un dedo y señaló a través de la ventana.

—¡Mire! —dijo.

El mecánico miró y se quedó atónito al ver que el
Dayan
se acercaba directo hacia la draga. Se disponía a decir algo cuando Giordino le propinó un tremendo derechazo. Los nudillos de Giordino le golpearon en la barbilla, y el hombre se dobló como un fideo cocido. Giordino se apresuró a sujetarlo y lo depositó con suavidad en el suelo.

—Lo siento, amigo. No es momento para gentilezas —dijo al mecánico inconsciente antes de volver a la consola.

Intuyó la sombra del buque tanque sobre la caseta mientras inspeccionaba a toda prisa el panel de control. Vio una palanca pequeña a un costado, estiró la mano y la bajó. Con profundo alivio, vio que el extremo del brazo descendía hacia el agua. Mantuvo la palanca bajada hasta que el cabezal de corte estuvo casi sumergido: los dientes giratorios levantaron una nube de espuma en la superficie.

Soltó la palanca y miró el buque tanque. La proa se hallaba a menos de seis metros. Con una sensación de impotencia, consciente de que no podía hacer nada más, se levantó y observó cómo se aproximaba.

78

Pitt sabía que era una jugada desesperada, pero se le habían acabado las opciones. No había tiempo para llevar el buque tanque a mar abierto, y con el motor parado no había ninguna posibilidad de evitar las pobladas costas de Estambul. Aunque el
Dayan
detonase en el centro del Cuerno de Oro, morirían miles de personas. La única esperanza era intentar sumergir por lo menos parte de los explosivos y minimizar la fuerza destructora.

Y allí entraba en juego el
Ibn Battuta
. Pitt sabía que el cabezal de corte podía cortar el acero del buque como un abrelatas. Para que el plan funcionase, la maniobra fundamental era ponerlo en el sitio adecuado. Si entraba demasiado justo, rompería el brazo que lo sujetaba a la draga. Si se abría mucho, perdería cualquier posibilidad de contacto con el cabezal.

Mientras se deslizaba sin potencia bajo el puente de Gálata, miró la draga a proa. Aunque el cabezal de corte aún se hallaba por encima de la superficie, vio que los dientes giraban y supo que Giordino estaba en los controles. Rectificó apenas el rumbo y se acercó a la ventana de estribor para asomar la cabeza. Desde tanta altura, no alcanzaba a ver la parte de abajo de los costados del barco, lo que hacía aún más difícil la alineación. Intentó no pensar en el hecho de que tenía una, y solo una, posibilidad.

Más cerca de la draga belga, le tranquilizó ver que el brazo de popa bajaba y el cabezal de corte se hundía en el agua. Unos segundos más tarde vio que Giordino, cerca de la borda de popa, le hacía señas de que se acercase todavía más. Pitt corrió de vuelta al timón, lo movió unos grados a estribor, y luego esperó a que la proa respondiese. Cuando el buque tanque se acercó un poco más, Giordino alzó los dos pulgares.

Pitt dejó el timón y volvió a la ventana lateral para observar el impacto. Detrás, oyó de pronto el rugido de unos motores acelerados al máximo y los agudos gritos de una mujer. Al mirar abajo, vio que Lazlo continuaba acurrucado en la cubierta, junto a la escalerilla. Había un pequeño charco de sangre cerca de su pecho. Más allá del teniente, vio que el yate se sacudía adelante y atrás y que incluso chocaba contra el flanco del
Dayan
.

Pitt se preguntó por qué el yate seguía allí. Pero en ese momento no valía la pena preocuparse de eso. Se volvió para enfrentarse a la draga y al momento de la verdad.

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