Un farallón hacía estallar las olas frente a la gruta. Los rociones de espuma se aferraban a sus botas antes de derramarse de nuevo hacia fuera. Olía a moho. Avanzó despacio. Era imposible ver nada, y tampoco podía oír. Estaba a punto de dar media vuelta cuando vislumbró, al fondo, los brochazos color naranja que una débil antorcha pintaba en la oscuridad.
Se acercó deprisa, apoyándose en la pared cortante para no resbalar. El corazón le latía a toda velocidad. Había una persona acurrucada en el suelo. Tenía que ser ella…
—¡Luna!
Quiso correr a abrazarla, pero en lugar de hacerlo permaneció inmóvil. ¿Qué extraña fuerza se había apoderado de él? Todos sus músculos se habían paralizado, estaba anclado a la piedra, pero no sentía ninguna angustia. El ritmo de sus latidos fue apaciguándose y le invadió una emoción indescriptible.
Luna tenía algo en las manos.
Escudriñó en la oscuridad.
Una caracola blanca…
La mantenía cerca de su boca, como si le estuviera susurrando algún secreto.
Matthieu la contemplaba desde la distancia y experimentaba sensaciones cada vez más ricas e intensas. Poco a poco fue percatándose de que Luna no estaba hablando en el interior de la caracola. Lo que hacía era cantar. Cantar… ¿Era real o imaginado? Se concentró. Era real… ¡Podía escucharla! ¡Podía oír!
—Dios mío, gracias… —suspiró, alcanzando a percibir también, aunque todavía tenue, el resonar de sus propias palabras.
Paladeó la vuelta al universo de los sonidos de la mano de aquella melodía embrujadora. ¿Era la melodía original? ¿Qué otra podía ser? A medida que iba distinguiendo con más claridad sus notas afloraba con más fuerza el recuerdo de la música del túnel del tránsito, el coro de ángeles que le arropó mientras Jean-Claude moría en sus brazos. Era la misma sensación de consumación. En sus pulmones se multiplicaba el aire, lo comprendía todo y palpaba algo parecido a la felicidad.
Ella se volvió.
—¡Matthieu!
Él estaba temblando. Logró por fin arrancar los pies del suelo y corrió a abrazarla.
—He pasado tanto miedo por ti…
Luna le habló entre sollozos.
—Perdóname…
—No tengo nada que perdonarte.
—El día que escapé de Ambovombe traje conmigo mi caracola —le explicaba entre sollozos, atropellándose al hablar—. Cada Matrona teníamos una, ha sido nuestro emblema durante generaciones. ¡Estaba resguardando en ella la melodía, como nuestra tradición ordenaba que debía hacer la última de nosotras!
—Resguardándola…
—Mi estirpe ha desaparecido —continuó, aguantando las lágrimas—. La caracola es el cofre de la melodía, necesitaba preservarla para que cuando yo muriese ella siguiera viva.
—Ven aquí…
La abrazó con más fuerza.
En ese momento, una voz conocida retumbó desde la entrada.
—¡Es enternecedor!
Ambos se volvieron, sobresaltados.
—La Bouche…
¿Cómo había llegado hasta allí? Sin duda los había seguido. Se acercaba lentamente con una pistola en cada mano.
—¿Te sorprende verme?
—¿Qué vais a hacer, capitán?
—¿Has copiado la maldita partitura?
—No —respondió, pensando que lo más acertado sería decirle la verdad.
—No me mientas.
—No la he copiado.
Luna apretó la caracola contra su pecho.
La Bouche alzó las pistolas.
—Dame eso.
—¡No!
—¿Para qué queréis vos la partitura? —preguntó Matthieu tratando de ganar tiempo.
—No te entrometas. Piensa un poco en tu familia, por Dios santo —dijo con cinismo.
Matthieu se quedó helado.
—¿Cómo sabéis que…?
—¿… que esa melodía no es un simple capricho del rey? —completó el capitán.
No podía creerlo.
—Debí haberlo supuesto. Después de lo que ocurrió en Gorée me preguntasteis qué tenía de especial la melodía… Entonces no me percaté de que vos no debíais estar al tanto de su existencia.
—Desde luego no fue el rey, ni tampoco el ministro Louvois, quien me pagó para que me hiciese con la partitura.
—Trabajáis para los asesinos de mi hermano… —se estremeció Matthieu.
—Su muerte vino impuesta por las circunstancias. No fue nada personal —repuso La Bouche con sorna.
—¿Quién lo hizo?
—Tu propio hermano te lo desvelará muy pronto.
Tiró de ambos percutores. Matthieu le miró a los ojos fijamente y negó con la cabeza.
—Vos no sois un asesino. He podido conoceros a lo largo de este viaje y sé que no lo sois.
—Habéis conocido el reflejo de lo que fui en otra época —replicó el capitán en un repentino rapto de intimidad—. Un reflejo que quizá haya asomado de forma engañosa al pisar de nuevo esta tierra encantada. Pero ambos sabemos que ahora sólo soy un maldito traficante de esclavos. ¿Qué me impide estar en venta yo también?
Matthieu trataba de encontrar a toda prisa una salida. Se volvió un instante hacia Luna.
—Matadme a mí y llevaos la caracola, pero dejadla ir a ella. Os lo suplico…
—¿Qué tienen las cantantes que a todos nos hacen perder la cabeza? —Rió—. No seas ingenuo.
—¡Ya tenéis la melodía! —se enfureció—. ¿Para qué necesitáis cerrar ese maldito trato con los mismos anosy que os humillaron hace diez años?
—¿Y por qué habría de renunciar a ello? ¡Los asesinos de tu hermano me cubrirán de oro y Louvois me nombrará gobernador de la nueva colonia! Monsieur La Bouche, gobernador de Madagascar… —se regodeó—. Te aseguro que estos malditos indígenas terminarán pagando con creces por todo lo que me hicieron.
Matthieu se lanzó hacia él, pero a mitad de camino sonó un disparo.
Se quedó plantado. ¿Era aquello lo que se sentía al morir? ¿Nada? Miró angustiado a Luna. Ella parecía estar bien. Se llevó las manos al pecho. No había sangre, ni un rasguño. Se volvió hacia La Bouche. Estaba como petrificado. ¿Qué había ocurrido? El capitán hincó las rodillas, se le desplomaron los brazos, abrió la boca intentando decir algo. La sangre comenzó a brotar a borbotones. Una bala le había penetrado por la nuca. Cayó de bruces sobre el suelo resbaladizo de la gruta. ¿Quién había disparado?
—¡Pierre!
El médico estaba vivo. Se había arrastrado desde la entrada de la gruta. Todavía mantenía su arma erguida.
Matthieu corrió hacia él. Le quitó la pistola y le apretó la mano.
—Matthieu…
—Perdóname, Pierre, te he robado la vida…
—Le has dado sentido —le corrigió, sacando sus últimas fuerzas—. Aún te quedan muchas melodías por componer.
A sus ojos entrecerrados se asomaron los lémures de cola rayada, el insecto palo de alas púrpura, los iridiscentes camaleones, los murciélagos del tamarindo, el cogollo desgarbado del baobab y todas las demás maravillas que conoció en aquél edén detenido.
—No te mueras…
—Sólo me traslado a la dimensión de los ancestros —susurró, hablando de forma cada vez más tenue.
Matthieu, más sereno, le acarició la frente.
—Con ellos estarás bien. En Madagascar todos te quieren…
En el rostro del médico se dibujó una sonrisa.
—De vez en cuando regresaré para mostrarte sus tétricos cantos…
—No olvides hacerlo, por favor…
Pierre cerró los ojos. Luna se acercó para abrazar a Matthieu. Contemplaron durante unos segundos los cuerpos sin vida de los dos amigos, el capitán del
Fortune
y su médico de a bordo, ambos yaciendo en una tumba de piedra negra en mitad del océano en el que habían compartido sus mejores días.
Corrieron hacia el exterior de la gruta. El viento les azotó la cara. Matthieu sintió en el pecho los estallidos de las olas contra el farallón. El Mar de Esmeralda se abría ante ellos inmenso y oscuro, como la puerta de retorno a una vida en la que ya nada sería igual. Llegaban ecos de muerte desde el embarcadero. Los indígenas estaban incendiando hasta la última de las casas del asentamiento. Se oían disparos aislados. La mayoría de las naves fondeadas habían partido. En medio de la bahía, la del estibador se preparaba para zarpar. Matthieu vio cómo se desplegaban todas las velas al tiempo que alguien daba la orden de izar el ancla. Era demasiado tarde. Abrazó a Luna con fuerza.
—¿Cómo podré protegerte?
Apenas había terminado la frase, una figura fue tomando forma entre las sombras. Era el
griot,
luchando a brazo partido para controlar un pequeño bote sobre las crestas espumosas.
Matthieu permaneció en cubierta hasta que la oscuridad engulló, ya en la lejanía, el último resplandor del fuego. Los marineros no dejaban de contarse unos a otros lo que habían visto. Uno de ellos estaba narrando cómo Caraccioli cayó en el muelle. Aseguraba que, una vez que Misson y él comprendieron que ya no podían hacer nada más contra los nativos, se encargaron de organizar la salida de los últimos botes para que trasladasen a los barcos a los piratas que aún estaban con vida; que, cuando le llegó el turno al sacerdote, ordenó a los remeros que le esperasen e intentó salvar a un muchacho que trataba de desembarazarse de un indígena en el otro extremo del muelle; y que de repente se vio rodeado por un grupo numeroso que acababa de superar la última barricada que quedaba en pie, y aún tuvo el valor de lanzarse contra ellos y abatir a varios guerreros antes de que un machete le rebanase el cuello.
Matthieu necesitaba saber qué había ocurrido con Misson. Los marineros parecían no atreverse a hablar de él. Finalmente, el más viejo le contó con la cabeza gacha lo que pudo ver desde su bote mientras cruzaba la bahía: que en el embarcadero sólo quedaba vivo el capitán, y que poco a poco fueron rodeándole cientos de indígenas que de pronto, sin explicación alguna, se quedaron petrificados, y que de su ojo derecho comenzaron a fluir lágrimas de sangre verdadera que se escurrieron por encima de las lágrimas tatuadas.
—¿Qué importa ya? —los cortó el estibador, y se dirigió a Matthieu—. ¡Meteos de una vez en la cámara o terminaréis cayendo por la borda! ¡Esta tormenta va a peor!
¿De verdad no importaba el final de Libertalia?, se preguntó el músico. Era cierto que unos días después atravesarían de nuevo el cabo de Buena Esperanza, y de nuevo navegarían a la vista del continente, de sus selvas feroces que invadían las playas, de los acantilados inexpugnables y de las dunas gigantes que derramaban su arena naranja en el mar. Yantes de que se dieran cuenta desembarcarían en Senegal, y el
griot
regresaría a la tierra de los diola para unirse a sus hermanos en la lucha contra los traficantes, y él y Luna llegarían a Gorée, donde les bastaría con mostrar el salvoconducto del rey en el puesto de guardia para subir a la primera nave que partiese a La Rochelle. ¿Tan lejos quedaría entonces Libertalia, tanto como para relegarla al olvido? ¿Acaso cuando llegasen a París no pisarían la misma tierra que al otro lado del globo se llamaba Madagascar, y no respirarían el mismo aire que durante siglos respiraron cada una de las Matronas de la Voz, cada uno de los anosy aniquilados por Ambovombe, cada uno de los piratas que vivieron el sueño de Misson?
—Sí que importa —replicó antes de encerrarse en la cámara.
Luna se había acurrucado en el camastro. Temblaba. Matthieu sentía los golpes de las olas contra el casco. La madera crujía de tal modo que parecía que en cualquier momento fuera a partirse en dos. Se tumbó de costado pegado a su espalda y la abrazó. Se adaptó a su cuerpo colocando sus rodillas detrás de las de ella, los labios rozando su cuello caliente.
Por un momento creyó que Luna había comenzado a cantar.
—La voz… —susurró. Ella se volvió para mirarle—. Olvídalo, creía que era tu voz… Son silbidos que vienen de fuera.
Recordó la noche, antes de llegar a Madagascar, en que por primera vez escuchó su canto. Parecía estar reviviendo aquella tormenta despiadada. El barco, como entonces, escoraba de forma brutal. Era incapaz de dormir, ni tan siquiera de cerrar los ojos. Voces, silbidos, murmullos, gritos, chasquidos, le llamaban desde fuera, penetraban en su cabeza de forma agresiva, volvía el dolor punzante en los oídos, más intenso que nunca. Se obsesionaba con descubrir cuál de aquellos sonidos indeterminados le estaba taladrando hasta volverle loco, pero le ocurría lo mismo que las últimas veces, lo mismo que sintió frente al monumento funerario en los aledaños de Fort Dauphin, o en el cementerio de barcos de Sainte Luce o en la choza de la circuncisión del poblado del usurpador. Siempre había sido capaz de descomponer el ruido, llegar hasta el origen de cada ínfima frecuencia, ¿por qué no podía hacerlo ahora? Cuando ya no aguantaba más se incorporó como pudo, apoyándose en el mamparo, y se sentó en la cama.
—Tu interior se balancea más que el barco —dijo Luna.
—No sé qué me pasa. —Se llevó las manos a las sienes—. Me va a estallar la cabeza.
—Deja de luchar —le pidió ella, y le abrazó y le sopló en el oído, como una madre que sopla en la herida de un niño para que deje de llorar.
Matthieu se dejó vencer, y milagrosamente fue disipándose el dolor, la presión, y aun cuando estaban atravesando la fase más agresiva de la tempestad retornó la calma a su mente, y poco a poco fue comprendiendo lo que ocurría. Al darse cuenta abrió los ojos de par en par. Se levantó de golpe y escuchó de nuevo. ¡Lo que oía no eran sonidos diferentes! ¡Era una suma, un único sonido global, y como tal debía ser escuchado! ¡Era un solo pulso repetido, demencial pero equilibrado, entre el mar y las nubes!
El pulso, el latido, reencontrado…
Se levantó deprisa y salió a cubierta. Tenía que sujetarse con todas sus fuerzas para que no le arrastrasen las olas que castigaban el barco, pero no sentía miedo, sino un placer sin límites. Ahora lo sabía. Desde que la melodía de Luna vivía en él, oía el mundo de forma diferente: no cada sonido independientemente, sino todos al unísono como partes integrantes de la misma sinfonía. «Capta el pulso de paraísos e infiernos y traslada a la partitura lo que Dios ha creado más allá del horizonte», le había dicho su tío antes de partir de París. Estaba viviendo la culminación de aquella experiencia. Había pasado toda su vida descomponiendo los sonidos, llegando a la esencia de cada uno, sin darse cuenta de que la plenitud radicaba en saber escucharlos hermanados, necesitados unos de otros. Escuchó cómo el viento hacía silbar los cabos y trazaba un pentagrama sobre el que se deslizaba la melodía de la lluvia que, acompañada del latido agitado de las velas, azotaba en diferentes direcciones. Sintió en su pecho el compás desazonador de las olas que seguían golpeando contra el casco. Miró al cielo y comprendió que los rayos marcaban el principio de nuevos fraseos, y cómo los cerraban los truenos que engrandecían aquel magnífico auditorio con el resonar de un redoble de timbales.