El contador de arena (36 page)

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Authors: Gillian Bradshaw

Tags: #Histórico

BOOK: El contador de arena
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Dejó la lámpara junto a su amo, esperando que la luz que desprendía le ofreciera alguna protección, subió corriendo los peldaños de tres en tres e irrumpió en el dormitorio. El baúl de la ropa era una forma negra y oblonga bajo el rectángulo gris de la ventana. Lo palpó y encontró primero el borde con muescas del ábaco y a continuación, como el aire fresco en una tormenta de arena, diversas cajas de suave madera amontonadas unas encima de otras: los estuches de las flautas. Los cogió todos y corrió de nuevo escaleras abajo, con el corazón saliéndosele del pecho.

Arquímedes seguía tranquilamente sentado en el banco, moviendo la mano bajo la luz de la lámpara y observando el cambio de sombras en la palma. Marco cerró los ojos un instante para calmarse. La sensación de alivio le dio debilidad.

Arquímedes le arrancó de las manos los aulos y buscó entre ellos hasta dar con el soprano y el tenor. Deslizó las lengüetas, ajustó las varas y, sin mediar una palabra más, se lanzó a interpretar una complicada melodía.

Al principio era una danza: la flauta soprano arrancó con un trino rápido y alegre, mientras que la tenor mantenía un ritmo constante. Una danza popular para bailar en corro o en fila. Pero los veloces dedos fueron alterándola. El ritmo pasó a la flauta soprano, y la tenor asumió la melodía con repentinos e inquietantes cambios de compás casi asincrónicos, acelerándose y aflojando el paso. El modo cambió sin previo aviso, y el tono se volvió quejumbroso, con una coloración de una oscuridad subyacente. La inquietud se acrecentó. Lo que antes era rápido se tornó vertiginoso, un arrebato de sonido por encima de un caos de disonancia; las flautas luchaban entre ellas, notas irresolubles que se pisaban los talones, casi desafinadas, pero sin llegar a estarlo. De pronto las notas se solaparon y encontraron la armonía, la verdadera armonía, algo excepcional en la música griega: dos notas conformaron un acorde que producía escalofríos en la espalda, componiendo una melodía triste y lenta. Reapareció entonces el tema de la danza, aunque convertido ahora en una marcha, una marcha lenta de despedida. La armonía se convirtió en un único sonido que le susurraba en voz baja a la noche, hasta que se fundió cálidamente con la quietud.

Siguió un largo silencio. Marco se percató de que había perdido la noción del tiempo y de que mientras sonaba la música no había sido consciente de nada más. Arquímedes miró las flautas que tenía en las manos como si se hubiese olvidado de lo que eran.

—Hijo mío —dijo la voz de Arata desde una ventana de la planta superior—, eso provenía de un dios. Pero es posible que los vecinos no lo aprecien, y deberías estar en la cama.

—Sí, madre —respondió enseguida Arquímedes. Quitó las lengüetas de los aulos y guardó los instrumentos en sus estuches: luego se levantó y se pasó la mano entre el cabello.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto Marco con voz entrecortada.

Arquímedes dudó.

—Creo que una canción de despedida a Alejandría —dijo, absorto—. Pero aún es pronto para decidirlo.

Atravesó el patio tambaleándose, y Marco oyó crujir los peldaños de las escaleras mientras su amo iba de camino a la cama.

Marco se sentó en el banco y permaneció allí un rato, temblando. Luego se dio cuenta de que la vela empezaba a derretirse y sopló para apagarla.

La puerta que daba acceso al comedor se abrió sin hacer ruido y los dos fugitivos se deslizaron a través de ella.

—¡Por Júpiter! —susurró Fabio—. ¡Pensaba que ese loco no pararía nunca!

—¡Cállate! —le dijo con vehemencia Cayo, en voz baja—. ¡Dioses y diosas, ese joven sabe tocar la flauta!

—¡No tenemos tiempo para conciertos! —replicó Fabio—. ¡Si queremos salir de la ciudad, deberíamos irnos ya!

—¡Silencio! —pidió Marco—. Dejad que la casa se sosiegue.

Cayo se sentó en el banco, junto a Marco. Éste sentía el tejido tenso del cabestrillo que sujetaba el brazo roto de su hermano. Permanecieron callados, percibiendo mutuamente el calor de sus cuerpos en la sofocante oscuridad. Marco recordaba una ocasión, cuando tenía ocho años, en que su padre le había pegado, y Cayo se había sentado a su lado, igual que en ese momento, tocándolo apenas, consolándolo con su presencia. El amor que siempre había sentido por su hermano, que había permanecido escondido durante mucho tiempo bajo su propia vergüenza y confusión, fluía otra vez en su interior, y con él, el dolor ciego y desconcertante de que sólo podrían volver a verse así.

La casa ya estaba en silencio. Si el concierto había despertado a los vecinos, éstos habían decidido no decir nada y habían vuelto a dormirse. Marco se levantó finalmente y se dirigió al taller donde Arquímedes construía sus máquinas de pequeño. Aún estaban guardados allí todos sus artilugios. Había mucha cuerda, pues durante una época todas sus máquinas eran grúas y poleas. Marco la cogió toda y la guardó en una gran cesta de mimbre; luego añadió un torno alargado y salió de nuevo al patio con todo el cargamento.

—Muy bien —susurró—. Ya podemos irnos.

Mientras retiraba el cerrojo de la puerta, captó por el rabillo del ojo un tenue resplandor. Se giró y vio a Quinto Fabio comprobando el cuchillo. Se estremeció, pero recordó que el romano, al fin y al cabo, había mantenido su juramento, y salió de la casa.

El barrio de la Acradina se veía oscuro y desierto bajo las estrellas. Un perro ladró al oírlos pasar. Marco condujo a los dos hombres por el laberinto de callejuelas hasta llegar a un estrecho sendero que zigzagueaba por la ladera de la meseta de Epipolae y desembocaba en la planicie situada frente al templo de la Fortuna. Se llevó los dedos a los labios, le lanzó un beso a la diosa y siguieron corriendo hasta dejar atrás las últimas casuchas del barrio de Tyche.

—¿Adónde vamos? —preguntó Fabio en un tono de voz normal, aprovechando que estaban en campo abierto.

—A la zona de la muralla costera, donde la meseta va hacia el interior —respondió Marco—. Hay pocos guardias apostados allí, puesto que no tenéis flota. La muralla corre a lo largo del acantilado, pero tenemos cuerda suficiente. Cuando lleguéis a un barranco, trepad por él, y una vez arriba, lo único que debéis hacer es caminar en dirección norte, tierra adentro, y alcanzaréis vuestro campamento.

—¿Alcanzaréis? —observó Fabio—. ¿Es que tú no vienes?

—No —replicó sin alterarse—, mientras sigáis sitiando Siracusa.

—¡Marco! —exclamó Cayo, adelantándose hasta ponerse a su altura—. ¡Tú vienes con nosotros!

—No.

—¡Eres romano! —dijo Fabio, molesto—. ¡No perteneces a Siracusa!

—Soy un esclavo —repuso con voz ronca—. Un romano auténtico habría muerto en Asculum.

—¡No digas eso! —gritó Cayo—. De eso hace ya mucho tiempo. Entonces tenías dieciséis años, y sólo habías recibido tres semanas de formación. Para empezar, nunca deberías haber estado en la legión. Fui yo quien te llevó allí… Lo que ocurrió fue más culpa mía que tuya.

—No es cierto —dijo Marco, cansado—. Sabes que fui yo quien insistió en ir. No quería quedarme en casa con nuestro padre. Fui yo el que huyó, y fui yo el que decidió seguir después con vida.

—Hace un momento le has dicho a ese flautista que no se puede pretender que alguien con dieciséis años tome una decisión muy importante con respecto a su futuro —dijo Fabio—. ¿Por qué haces una excepción contigo?

—¿Entiendes el griego? —preguntó Marco, sorprendido.

—Un poco.

—Asculum es agua pasada —dijo Cayo, retomando el tema—. Ahora puedes regresar.

—¿Para asumir mi castigo?

—¡No! —respondió, tocándole el hombro—. Para volver a casa. Estoy seguro de que serás perdonado. Eso ocurrió hace mucho tiempo, y te has redimido ayudándonos a escapar. Puedes acudir al cónsul y contarle lo que sabes sobre las defensas de Siracusa, y te perdonará. Estoy seguro.

—Ah, ¿sí? —dijo Marco con amargura: ya había pensado en eso—. Y si no lo hago, ¿qué sucedería entonces?

—¿Por qué no ibas a hacerlo?

—Porque no pienso a ayudar a nadie que pretenda tomar Siracusa —contestó con resolución—. ¡Que los dioses me destruyan si lo hago!

—Pero… —tartamudeó Cayo, sin poder creerlo.

—¡Sois vosotros los que no tenéis nada que hacer aquí! —exclamó Marco, dirigiéndose rabioso a su hermano—. ¿No lo ves? Roma y Cartago han estado expandiendo su poder a espaldas de la otra, y llevan tiempo preparándose para entrar en guerra. ¡Muy bien! Es comprensible. ¡Pero ahora resulta que Roma establece una alianza con Mesana y ataca Siracusa! ¿Qué sentido tiene eso?

—El Senado y el pueblo decidieron que era lo mejor —dijo Fabio, reprobándolo—. ¿Crees saberlo tú mejor que ellos?

—¡Sí! —declaró Marco—. Conozco Siracusa, y vosotros me habéis demostrado que el pueblo romano no. ¡Algún desgraciado vomita una desvergonzada mentira sobre Siracusa y el gran pueblo romano se abalanza sobre ella como un perro! No creo que cuando Roma empezó esta guerra, tuviera más idea de lo que estaba haciendo que la que tenía vuestro general cuando envió vuestro manípulo hacia las catapultas. Cayo, lo siento, pero es la verdad.

—Marco —dijo Cayo de forma apremiante—. Marco, debes venir con nosotros. Esos soldados recordarán que fuiste a vernos y supondrán que eres tú quien nos ha ayudado. ¡Te crucificarán si te quedas aquí!

—Realmente no sabes nada sobre Siracusa —repuso, entristecido—. Los que crucifican son los cartagineses: los griegos decapitan o envenenan. Pero tampoco creo que hagan eso. Nadie sabe que os vi. Y en lo que a los soldados se refiere, yo estaba examinando la cantera. Mi amo es un hombre famoso y de confianza, y su reputación me protegerá. Y aun en el caso de que me pillaran, ¿me escuchas, Cayo?, aun en el caso de que me pillaran, estoy dispuesto a aceptar el castigo. Deserté en una ocasión de mi puesto y he tenido que vivir con ello. Destruí el lugar que ocupaba en la vida y me arrastré a la esclavitud como refugio. Ahora mi lugar está aquí, y no voy a desertar de nuevo de mi puesto.

—¡Oh, dioses y diosas! —exclamó violentamente Cayo—. ¡No puedes hacer eso, Marco! ¡Creía que pensabas venir con nosotros! ¡De haber sabido que ibas a quedarte, nunca habría intentando escapar!

—Te dije que no lo hicieras, que estarías mejor donde estabas, pero no quisiste escucharme. Nadie me obligó a ayudarte, Cayo. Fue una elección libre por mi parte. Si puedo asumir las consecuencias, ¿por qué no puedes hacerlo tú?

—¡Ya he tenido que vivir una vez con la culpa de haber sido la causa de tu muerte! ¡No me obligues a seguir viviendo así! ¡Debes acompañarnos!

—No.

—¡Por Júpiter! —exclamó Fabio, después de un silencio—. Todo esto por Siracusa. ¿Qué es lo que ha dicho el hijo de tu amo sobre los alejandrinos? —Y repitió las palabras con un marcado acento griego—: «¡Tantas posibilidades desperdiciadas en el aire!» Marco dejó de caminar y lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿El hijo de mi amo?

—El sobrino, entonces, o el amante… Sé que los griegos tienen esas inclinaciones. El flautista.

—¡No te has dado cuenta de quién era! —exclamó Marco, convencido de pronto de que sus sospechas no andaban mal encaminadas: si Fabio hubiera sabido quién era el hombre que estaba allí sentado, Arquímedes habría muerto.

—¿Quién era, entonces? —preguntó Fabio, impaciente.

—Mi amo —respondió, satisfecho, y echó a andar de nuevo.

—¿Ese muchacho? —dijo Cayo, asombrado.

—Tiene veintidós años. Originariamente me vendieron a su padre.

—Pero tú dijiste… y en el fuerte decían… Yo pensaba… —Cayo se detuvo y, de golpe, empezó a reír a carcajadas—. ¡Por Júpiter! ¡Me lo había imaginado como un anciano serio con una mirada terrible y una larga barba blanca! Una especie de mago terrorífico. ¡Me preguntaba qué estaría haciendo ese flautista charlatán en la misma casa!

Marco se sintió de repente inundado por otra oleada de amor hacia su hermano, y se le unió en las risas.

—¿Un mago terrorífico?

Cayo movió la mano buena, como quitándole importancia.

—Dijiste que podía contar los granos de arena y hacer que el agua fluyera cuesta arriba. Eso a mí me suena a magia.

Marco volvió a reír.

—Prácticamente lo es —dijo, anhelando de pronto contarle a su hermano todo lo que había visto, hecho y pensado desde que se había convertido en esclavo—. El caracol de agua es algo mágico, y yo ayudé a construirlo. Es esa máquina que logra que el agua suba cuesta arriba. Cayo, es una especie de… No, tienes que verla para apreciarla, de verdad. Es…

Las risas de Cayo se interrumpieron de golpe.

—¡Marco, ven con nosotros! —repitió—. ¡Por favor!

—Cayo, si voy contigo, moriré —dijo, abatido—. Sabes que será así.

—¡No! No si regresas como el romano fiel que nos ha ayudado a escapar.

—¡Pero para eso tengo que traicionar a Siracusa! Y no lo haré. Le debo demasiado.

—¿Cómo es posible que le debas algo a una ciudad en la que eres un esclavo?

Marco se encogió de hombros. Pensó en la música: los conciertos familiares, los conciertos públicos que había escuchado acompañando a la familia, las obras de teatro. Y estaba la gente… Los vecinos, los demás esclavos de la casa, Arata, Arquímedes, Filira. Más que eso, estaba la inmensidad del mundo que había palpado, el torrente constante de ideas que habían fluido frente a él, inalcanzables y desconcertantes, y que, ahora que reflexionaba sobre ello, lo habían hecho crecer. Había odiado su esclavitud y seguía odiándola, pero no se arrepentía del resto.

—No puedo explicártelo —dijo despacio—. Intentar hablar de ello es como intentar pesar objetos utilizando una pinta: imposible. Pero, créeme, Cayo, si traicionara a Siracusa, destruiría el honor y la lealtad que puedan quedar en mí. No me pidas que haga eso.

Cayo le acarició el hombro cariñosamente.

—Entonces rezaré a todos los dioses para que estés bien y para que no sospechen de ti —susurró—. Si llegaran a matarte por haberme ayudado, Marco… no sé lo que haría.

Capítulo 12

Al amanecer del día siguiente, Agatón despertó al rey con la noticia de que Dionisos, hijo de Cairefón, acababa de llegar a la casa preguntando por él.

—Hazlo pasar al comedor —ordenó sucintamente Hierón—. Dile que voy enseguida.

Un minuto después aparecía el rey, descalzo y ajustándose el cinturón de la túnica. El capitán de la guarnición de la Ortigia lo esperaba de pie, junto a la puerta. Tenía el aspecto demacrado y excesivamente despierto de quien se ha pasado la noche en vela, y la expresión del que es portador de malas noticias.

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