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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (48 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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El vendedor de periódicos sigue gritando:

—¡Guerra en Quemoy!

De repente, me parece que estoy en medio de una escena teatral que parodia algo. Empiezo a reír. Es una risa histérica. Reggie me está mirando, con la frente arrugada y con desagrado. Su boca, que antes se había mostrado constantemente cómplice y deseosa de agradar, tiene un rictus astuto y algo resentido. Dejo de reír y, súbitamente, toda aquella racha de risa y palabras desaparece. Vuelvo a estar en mi juicio. Él dice:

—Bueno, Anna. Estoy de acuerdo con usted, aunque debo conservar mi puesto. Es una idea de una comicidad maravillosa, pero para el cine, no para la televisión. Sí, lo veo muy bien. —Habla tratando de recobrar la normalidad, pues yo vuelvo a estar normal—. Sería algo bestial, sin duda. Me pregunto si la gente lo comprendería... —Su boca vuelve a mostrar una expresión de capricho y seducción. Me mira. Le cuesta creer que hemos pasado un momento de puro odio. A mí también—. En fin, no sé,
quizá
resultara. Al fin y al cabo, hace diez años que terminó la guerra. Pero la televisión
no
es eso. Es un medio simple. Y el público... Bueno, ya lo sabe usted, no es que sea muy inteligente. Y hay que tenerlo en cuenta.

Compro un periódico con un titular que reza: «Guerra en Quemoy». Digo, en un tono ocasional:

—He aquí otro de esos sitios que sólo sabemos dónde está porque ha tenido una guerra.

—Sí, es terrible lo mal informados que estamos.

—Bueno, no quiero entretenerle más. Tendrá usted que volver a su despacha

—Sí, voy a llegar tarde. Adiós, Anna, ha sido estupendo conocerla.

—Adiós, Reggie, y gracias por el encantador almuerzo.

Al llegar a casa me desmorono. Me siento deprimida, enfadada y molesta conmigo misma. La única parte de la entrevista que no me avergüenza es el momento en que me he comportado como una histérica y una estúpida. Tengo que dejar de contestar a estas solicitudes de la televisión y del cine. ¿Por qué lo hago? Lo único que consigo es decirme: «Tienes razón en no volver a escribir. ¡Es tan humillante y siniestro! Más vale mantenerse bien alejada de todo eso». Pero esto ya lo sé. ¿Por qué sigo hurgando en la herida?

Carta de la señora Edwina Wright, representante de la serie «Blue Bird», programa «One-Hour Plays» de la televisión norteamericana. Querida señorita Wulf: Buscando con ojo de gavilán piezas de interés duradero para presentar en nuestras pantallas, nos atrajo la atención su novela
Las fronteras de la guerra
. Le escribo con la esperanza de que colaboraremos en muchos proyectos ventajosos para ambas. Estaré en Londres tres días, de paso hacia Roma y París, y espero que me llame al hotel Black para tomar una copa en su compañía. Le incluyo un folleto que hemos escrito como pauta para nuestros escritores. Afectuosamente.

El folleto consta de nueve páginas y media repletas de letra impresa. Empieza: «En el curso del año recibimos en nuestro despacho cientos de piezas. Muchas de ellas revelan una intuición muy auténtica del medio, pero no se adaptan a nuestras normas por ignorancia de las exigencias fundamentales de nuestras necesidades. Emitimos una pieza de una hora una vez por semana...» Etc., etc., etc. La cláusula a) dice: «¡La esencia de la serie "Blue Bird" es la variedad! ¡No hay restricciones en cuanto a temas! Queremos aventura, amor, relatos de viajes, historias de experiencias exóticas, vida doméstica, vida de familia, relaciones entre padres e hijos, fantasía, comedia, tragedia. La serie "Blue Bird" no rechaza ningún guión teatral que acometa sincera y auténticamente experiencias genuinas, cualquiera que sea su género». La cláusula y) dice: «Las piezas emitidas en la serie "Blue Bird" son vistas semanalmente por nueve millones de americanos de todas las edades. La serie "Blue Bird" ofrece al hombre, la mujer y el niño comunes, piezas de una veracidad vital. La serie "Blue Bird" se considera depositaria de determinada confianza y cree tener un deber. Por esta razón, los escritores que colaboran con nosotros deben recordar cuál es su responsabilidad, que también es la de "Blue Bird". La serie "Blue Bird" no puede aceptar piezas que traten de religión, raza, política o relaciones sexuales extramatrimoniales. «Esperamos con anhelo e interés poder leer
su
guión».

La señorita Anna Wulf a la señora Edwina Wright. Querida señora Wright: Gracias por su lisonjera carta. Veo, sin embargo, que en su folleto-guía para los escritores advierte que no acepta piezas que traten cuestiones de raza o de sexo extramatrimonial.
Las fronteras de la guerra
contiene ambos elementos. Creo, por lo tanto, que sería inútil discutir la posibilidad de adaptar esta novela a su serie. Afectuosamente.

La señora Edwina Wright a la señorita Wulf: Un telegrama. Muchas gracias por su carta, puntual y responsable stop Le suplico cene conmigo mañana en hotel Black ocho horas stop Respuesta abonada.

Cena con la señora Wright, en el hotel Black. Cuenta: once libras, cuatro chelines, seis peniques.

Edwina Wright es una mujer de cuarenta y cinco o cincuenta años, algo obesa, de tez rosada y blanca, pelo gris metálico, rizado y brillante, relucientes párpados azules, labios rosa brillantes y uñas rosa pálido. Viste un traje de chaqueta azul suave, muy caro. Es una mujer cara. Conversación amistosa y fácil con los martinis. Ella toma tres; yo, dos. Ella los engulle con fuerza; los necesita, realmente. Conduce la conversación hacia personalidades literarias inglesas, para descubrir a quién conozco personalmente. Pero no conozco a casi nadie. Trata de situarme. Por fin me encasilla, sonriendo y diciéndome:

—Uno de mis amigos más apreciados... —(menciona a un escritor americano)—, siempre me dice que detesta conocer a otros escritores. Creo que tiene ante sí un futuro muy interesante.

Vamos al comedor. Cálido, cómodo, discreto. Una vez sentada mira a su alrededor; durante un segundo ha dejado de vigilarse. Apretando sus párpados arrugados y pintados, con la boca de color de rosa ligeramente abierta, está buscando a alguien o algo. Luego pone una expresión pesarosa y triste, que, sin embargo, debe ser sincera porque dice sintiéndolo:

—Tengo afecto por Inglaterra. Me encanta venir aquí, y siempre busco pretextos para que me manden.

Me pregunto si este hotel es, para ella, «Inglaterra», pero parece demasiado astuta e inteligente para caer en semejante tópico. De pronto, pregunta si quiero otro martini. Estoy a punto de rehusar. Advierto que ella desea uno y accedo. En mi estómago se produce el comienzo de una tensión, aunque en seguida me doy cuenta de que es su tensión la que se apodera de mí. Miro su rostro controlado, en guardia, bien parecido, y siento compasión por ella. Comprendo muy bien su vida. Encarga la cena, solícitamente y con tacto. Es como haber salido con un hombre. Pero no es nada masculina; simplemente, está acostumbrada a controlar situaciones parecidas. Siento que interpreta su papel con dificultad, que le cuesta mostrarse natural en él. Mientras esperamos el melón, enciende un cigarrillo. Con los párpados caídos y el cigarrillo colgándole entre los labios, inspecciona de nuevo el local. Su cara refleja una súbita expresión de alivio, que inmediatamente oculta. Luego, saluda con la cabeza y sonríe a un americano que acaba de sentarse y que está encargando la cena en un rincón de la sala. Le manda un saludo con la mano, al que ella responde sonriendo. El humo de su cigarrillo asciende en espiral delante de sus ojos. Se vuelve de nuevo hacia mí, prestándome atención con un esfuerzo. De pronto, parece mucho más vieja. Me gusta mucho. La veo claramente en su habitación, esta misma noche, más tarde, poniéndose algo muy femenino... Sí, un chiffon floreado, algo de este estilo... para compensar el esfuerzo de tener que representar este papel en su trabajo. Y la veo contemplando los volantes de su chiffon con ojos burlones, bromeando. Pero espera a alguien. Percibe el discreto golpe en la puerta. Han llamado. Abre, haciendo un chiste.

Es tarde. Tanto él como ella están un poco bebidos. Toman otra copa. Finalmente, se unen en un ayuntamiento seco y medido. Más adelante, en Nueva York, se encontrarán en una reunión e intercambiarán ironías. Ahora ella come el melón con actitud crítica. Observa que, en Inglaterra, la comida es más sabrosa. Habla de que tiene la intención de dejar su trabajo para irse a vivir al campo, a Nueva Inglaterra, y escribir una novela. (No menciona nunca a su marido.) Me doy cuenta de que ninguna de las dos tiene ganas de hablar de
Las fronteras de la guerra
. Se ha hecho una idea acerca de mí, y no muestra acuerdo ni desacuerdo. Simplemente, ha probado fortuna y considera esta cena como una pérdida económica.

Gajes del oficio. Dentro de un instante va a referirse con amabilidad, aunque brevemente, a mi novela. Bebemos una botella de borgoña, caro y espeso, y comemos un bisté con champiñones y apio. Vuelve a decir que nuestra comida tiene más sabor que la americana, pero añade que debiéramos aprender a cocinarla. Me siento ya tan ablandada por el alcohol como ella; pero en la boca de mi estómago la tensión va aumentando: su tensión. No cesa de echar miradas al americano del rincón. De pronto, me doy cuenta de que, si no me domino, empezaré a hablar con la misma histeria que hace unas semanas me llevó a parodiar a Reginald Tarbrucke. Decido ir con cuidado; esa mujer me gusta demasiado y, además, me inspira miedo.

—Anna, su libro me gustó mucho.

—Me alegro, gracias.

—En nuestro país hay un interés real por África, por los problemas de África.

Sonrío y digo:

—Pero en la novela se trata de una cuestión racial.

Ella sonríe, agradeciendo mi sonrisa, y responde:

—Pero a menudo es una cuestión de grado. En fin, en su novela, usted hace que el joven piloto y la chica negra se acuesten. Bien. ¿Le parece esto importante? ¿Diría usted que el hecho de que mantengan relaciones sexuales es esencial para la historia?

—No, yo diría que no.

Vacila. Sus ojos, cansados y muy astutos, reflejan un brillo de decepción. Había tenido la esperanza de que yo no aceptara compromisos, pese a que su oficio consiste en lograr que se acepten. Y es que, para ella, las relaciones sexuales son lo más importante de la novela. Su manera de tratarme cambia muy sutilmente: está tratando con una escritora dispuesta a sacrificar su integridad para conseguir que una historia salga en la televisión. Le digo:

—Pero, aunque estuvieran enamorados de la forma más casta posible, seguiría yendo contra las reglas.

—Según cómo se presente.

Me doy cuenta de que, planteadas así las cosas, más vale dejarlo correr. Pero ¿debido a mi actitud? No: debido a su ansiedad por el solitario americano del rincón. He visto que, en dos ocasiones, él la miraba con insistencia; la ansiedad de ella me parece, pues, justificada. Él está tratando de decidir si se acerca a nuestra mesa o se marcha solo a alguna parte. Sin embargo, parece que a él ella le gusta bastante. El camarero se lleva nuestros platos. Edwina Wright se muestra contenta porque yo pido sólo café, sin postres: durante todo el viaje ha estado celebrando comidas de negocios dos veces al día, y le alivia que la cosa se acorte ahora con un plato menos. Lanza otra mirada a su solitario compatriota, quien todavía no da muestras de moverse, y decide volver al trabajo.

—Mientras reflexionaba sobre la manera de usar el maravilloso material de su libro, se me ocurrió que podía convertirse en una estupenda comedia musical, ya que en este género se puede camuflar un mensaje serio, lo cual no sería aceptado en una historia sin más.

—¿Un escenario de comedia musical en África?

—Una de las ventajas sería que la forma de comedia musical resolvería el problema de los escenarios naturales. Su ambiente de fondo es muy bueno, pero no para la televisión.

—¿Está pensando en escenarios estilizados, de estilo africano?

—Sí, una cosa así. Y con una historia muy simple. Joven piloto inglés entrenándose en África central. La bonita muchacha negra a la que conoce en una fiesta. Él se encuentra solo. Ella le trata con bondad.Él1 conoce a la familia de ella...

—Es inconcebible conocer a una chica negra en una fiesta por aquellas latitudes. A menos que sea en un determinado contexto político, entre una pequeñísima minoría de gente con conciencia política que trata de romper las barreras raciales. ¿O es que está pensando en hacer una comedia musical política?

—¡Ah! No se me había ocurrido... Supongamos que él sufre un accidente por la calle y ella acude a prestarle auxilio y le acompaña a su casa.

—No podría acompañarle a su casa sin infringir una docena de leyes diversas. Si lo hiciera a hurtadillas, sería en un acto de desesperación, peligroso, y por lo tanto no tendría nada que ver con el tipo de situación apropiada para un ambiente musical.

—Se puede ser muy serio en una comedia musical —dice ella, reprendiéndome, aunque sólo como una cuestión de forma—. Podrían aprovecharse la música y las canciones de la región. La música de África central sería una novedad para nuestro público.

—Durante la época en que está situada la historia, los africanos escuchaban jazz americano. Aún no habían empezado a desarrollar sus propias formas.

La mirada que me dirige expresa: «Pones dificultades porque sí». Pero abandona la idea de la comedia musical y dice:

—Bueno, si le comprara el material con la idea de hacer una historia, sin más, opino que debería cambiarse el lugar de la acción. Le sugiero una base aérea en Inglaterra. Una base americana. Un G.I. americano enamorado de una chica inglesa.

—¿Un G.I. negro?

Vacila.

—Bueno, eso sería un tanto difícil. Porque, en el fondo, se trata de una historia de amor muy simple. Soy una gran admiradora de las películas de guerra británicas. Hacen ustedes unas películas de guerra maravillosas, con tanto comedimiento... Tienen tanto... tacto. Es el tipo de sensibilidad que nos deberíamos proponer. Y el ambiente de la guerra, la atmósfera de la batalla de Inglaterra, con una simple historia de amor entre uno de nuestros muchachos y una de sus chicas...

—Si él fuera un G.I. negro podría utilizar la música indígena de sus Estados del Sur.

—Sí, claro. Pero para nuestro público eso no sería muy nuevo.

—Ya —asiento—. Un coro de G.I. americanos negros, en una aldea inglesa, durante la guerra, con otro coro de vivarachas chicas inglesas que interpretan números del folklore indígena británico.

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