El cura de Tours (10 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: El cura de Tours
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—Pero aquí tengo yo un acta —dijo la señora de Listomère— que zanja toda discusión y se los entrega a la señorita Gamard. —Y puso la renuncia en la mesa. (Mira —pensaba— cómo confío en ti). —Reconciliar —añadió— a dos cristianos es digno de usted, señor, y de su noble carácter; aunque yo ahora no me tome mucho interés por el señor Birotteau…

—Pero vive con usted —interrumpió él.

—No, señor; ya no está en mi casa. (La pairía de mi cuñado y el grado de mi sobrino me están haciendo cometer bastantes vilezas —pensaba).

El abate permaneció impasible, pero su actitud tranquila era indicio de las más violentas emociones. Sólo el señor de Bourbonne habría adivinado el secreto de aquella paz aparente. ¡El presbítero triunfaba!

—¿Por qué se ha hecho usted cargo de su renuncia? —preguntó, excitado por un sentimiento análogo al que induce a una mujer a hacer que le repitan las galanterías.

—No he podido sustraerme a un impulso de compasión. Birotteau, cuya debilidad de carácter debe usted conocer, me ha suplicado que viese a la señorita Gamard, a fin de obtener como precio de su renuncia a…

El abate frunció las cejas.

—… a los derechos que distinguidos abogados le reconocen, el retrato…

El presbítero miró a la señora de Listomère.

—… el retrato de Chapeloud —prosiguió ella—; sea usted juez de esta pretensión… (Si quieres pleitear, serás condenado, —pensaba).

El acento con que la baronesa dijo «distinguidos abogados» hizo comprender al presbítero que conocía el flaco y el fuerte del enemigo. La señora de Listomère demostró tanto talento en el curso de la conversación, a los ojos de aquel conocedor sagaz, que el abate bajó a las habitaciones de la señorita Gamard para obtener su respuesta a la transacción que se le proponía.

Pronto volvió a subir Troubert.

—Señora, éstas son las palabras de la pobre moribunda: «El señor abate Chapeloud me dio demasiadas pruebas de amistad para que yo me separe de su retrato». Por mi parte —añadió Troubert—, si fuese mío no se lo cedería a nadie. Han sido tan constantes mis pensamientos respecto del pobre difunto, que me creo con derecho para disputar al mundo entero su imagen.

—No enredemos las cosas, señor, por una mala pintura. (Me río de ella tanto como tú —pensaba la baronesa). Consérvela usted y mandaremos hacer una copia. Me felicito de haber concluido con un pleito tan triste y deplorable, y, personalmente, he salido ganando el placer de conocer a usted. He oído hablar de su habilidad en el juego del whist. Perdonará usted a una mujer el pecado de la curiosidad —dijo sonriendo—. Si quiere usted venir alguna vez a jugar a casa, esté seguro de una buena acogida. —Troubert se acarició la barbilla. (Ya te he cogido, Bourbonne está en lo cierto —pensaba ella—; tiene su correspondiente dosis de vanidad).

Efectivamente, el vicario experimentaba en aquellos momentos la deliciosa sensación a que Mirabeau no sabía sustraerse cuando en los días de su poderío veía abrirse a su paso la puerta cochera de un hotel donde antes se le negaba la entrada.

—Señora —respondió—, tengo demasiadas y grandes ocupaciones, que no me permiten hacer vida de sociedad; pero ¿qué no haría por usted? (La solterona va a reventar; entablaré relaciones con los Listomère y los serviré si me sirven —pensaba—; mejor es tenerlos como amigos que como enemigos).

La señora de Listomère volvió a casa esperando que el arzobispo consumaría la obra de paz comenzada tan felizmente. Pero a Birotteau ni siquiera su renuncia había de reportarle beneficio alguno. La señora de Listomère supo al día siguiente la muerte de la señorita Gamard. Abierto el testamento de la solterona, nadie se sorprendió al ver que hacía a Troubert heredero universal. Su fortuna fue valorada en cien mil escudos. El abate Troubert envió a la señora de Listomère dos esquelas y dos invitaciones para los funerales de su amiga. Estas invitaciones eran una para ella y otra para su sobrino.

—Hay que ir —dijo ella.

—Con ese propósito las envía —exclamó el señor de Bourbonne—. Monseñor Troubert quiere someterlos a ustedes a esa prueba. Barón, vaya usted hasta el cementerio —añadió, volviéndose al teniente de navío, quien, por desgracia suya, todavía no había salido de Tours.

Se verificó el funeral y fue de gran magnificencia eclesiástica. De cuantos asistían, únicamente una persona lloró: el pobre Birotteau, que, solo, en una capilla apartada, sin que nadie le viera, se creía culpable de aquella muerte y oraba por el alma de la difunta, deplorando amargamente no haber alcanzado de ella perdón para sus errores. El abate Troubert acompañó el cuerpo de su amiga hasta la fosa donde iba a ser enterrada. Llegado al borde del sepulcro, pronunció un discurso, en el cual, gracias al talento del orador, el cuadro de la austeridad en que la testadora había vivido tomó proporciones monumentales. Los oyentes admiraron sobre todo estas palabras:

«Esta vida, cuyos días fueron por completo dedicados a Dios y a la religión; esta vida, que adornan tantas hermosas acciones realizadas en el silencio, tantas virtudes modestas e ignoradas, fue rota por un dolor que llamaríamos inmerecido si al borde de la eternidad pudiésemos olvidar que todas nuestras aflicciones nos las envía Dios. Los numerosos amigos de esta santa mujer, los que conocían la nobleza y el candor de su alma, preveían que todo podría soportarlo menos las sospechas que amargaban su vida entera. Por eso tal vez la Providencia la ha llevado al seno de Dios para librarla de nuestras miserias. ¡Dichosos los que pueden reposar aquí abajo, en paz consigo mismos, como Sofía reposa ya en el lugar de los bienaventurados, envuelta en la túnica de su inocencia!».

—Cuando terminó este pomposo discurso —prosiguió el señor de Bourbonne, que contaba las circunstancias del entierro a la señora de Listomère cuando, terminadas las partidas y cerradas las puertas, se quedó a solas con ella y con el barón—, figúrense ustedes, si pueden, a aquel Luis XI de sotana descargando el último hisopazo de este modo.

El señor Bourbonne cogió las tenazas de la chimenea e imitó tan bien el gesto del abate Troubert, que el barón y su tía no pudieron menos de sonreír.

—Solamente entonces —continuó el viejo propietario— se desenmascaró. Hasta entonces su actitud había sido perfecta; pero, sin duda, en el momento de encerrar para siempre a aquella solterona a quien despreciaba soberanamente y detestaba acaso tanto como a Chapeloud, no pudo impedir que su alegría se reflejase en su gesto.

Al día siguiente, por la mañana, la señorita Salomón fue a almorzar con la señora de Listomère, y al llegar le dijo conmovida:

—Nuestro pobre abate Birotteau acaba de recibir un horrible golpe, que revela los más refinados cálculos del odio. Le han nombrado cura de San Sinforiano.

San Sinforiano es un arrabal de Tours, situado en la otra parte del puente. Este puente, uno de los monumentos más bellos de la arquitectura francesa, tiene mil novecientos pies de longitud, y las dos plazas en que sus extremos terminan son absolutamente iguales.

—¿Comprende usted? —añadió después de una pausa, y muy sorprendida de la frialdad con que la señora de Listomère había recibido la noticia—. Allí estará el abate Birotteau como a cien leguas de Tours, de sus amigos, de todo. ¿No es un destierro, tanto más cruel cuanto que se le arranca de una ciudad que sus ojos verán a diario, pero a la cual no podrá venir? Él, que apenas puede andar después de sus desgracias, tendrá que caminar una legua para vernos. Ahora el infeliz está en cama, tiene fiebre. El presbiterio de San Sinforiano es frío, húmedo, y la parroquia no cuenta con fondos para repararlo. El pobre viejo va, pues, a verse enterrado en un verdadero sepulcro. ¡Qué horrible maquinación!

Para acabar esta historia nos bastará quizá referir sencillamente algunos acontecimientos y esbozar un último cuadro.

Cinco meses más tarde el vicario general fue nombrado obispo. La señora de Listomère había muerto y dejaba en su testamento una renta de mil quinientos francos para Birotteau. El día en que se conoció el testamento de la baronesa, monseñor Jacinto, obispo de Troyes, estaba a punto de salir de Tours para ir a establecerse en su diócesis; pero retrasó su marcha. Furioso al ver que le había engañado una mujer a la cual había dado la mano mientras que ella tendía secretamente la suya al hombre que él miraba como su enemigo, Troubert amenazó de nuevo el porvenir del barón y la pairía del marqués de Listomère. En plena asamblea, en el salón del arzobispado, profirió una de esas frases eclesiásticas llenas de meliflua mansedumbre, pero impregnadas de venganza. El ambicioso marino corrió a ver a aquel presbítero implacable, que debió imponerle duras condiciones, porque la conducta del barón demostró entero sometimiento a los deseos del terrible congregacionista. El nuevo obispo entregó, con todas las formalidades necesarias, la casa de la señorita Gamard al capítulo de la Catedral; dio la biblioteca y los libros de Chapeloud al seminario; dedicó los dos discutidos cuadros a la capilla de la Virgen; pero se guardó el retrato de Chapeloud. Nadie se explicó esta casi total dejación de la herencia de la señorita Gamard.

El señor de Bourbonne supuso que el obispo conservaba secretamente la parte líquida a fin de poder sostenerse con arreglo a su categoría en París si era llamado al banco de los obispos de la Alta Cámara. Pero la víspera de la partida de monseñor Troubert, el viejo maligno logró por fin adivinar el cálculo que ocultaba aquella acción, golpe de gracia descargado por la más tenaz de todas las venganzas sobre la más débil de todas las víctimas. El legado de la señora de Listomère le fue discutido a Birotteau por el barón so pretexto de captación. Unos días después de entablado el pleito, el barón ascendió a capitán de navío. Por medida disciplinaria se impuso el entredicho al cura de San Sinforiano. Los superiores eclesiásticos juzgaron el proceso a priori. ¡El asesino de la señorita Gamard era, pues, un bribón! Si monseñor Troubert hubiese conservado la herencia de la solterona habría sido difícil fulminar sobre Birotteau la censura.

En el momento en que monseñor Jacinto, obispo de Troyes, cruzaba en silla de postas el muelle de San Sinforiano, camino de París, el abate Birotteau había sido puesto al sol, en una butaca, sobre una terraza. El pobre clérigo, castigado por su arzobispo, estaba pálido y enflaquecido. El dolor, impreso en todas sus facciones, descomponía enteramente aquel rostro, antes tan dulcemente alegre. La enfermedad ponía en aquellos ojos, antes candorosamente animados por los placeres de la buena pitanza y libres de ideas graves, un velo que simulaba un pensamiento. Aquello no era más que el esqueleto del Birotteau que un año antes rodaba tan vacío, pero tan contento, a través del Claustro. El obispo lanzó a su víctima una mirada de desprecio y compasión; luego, consintió en olvidarla y pasó.

Sin duda en otros tiempos Troubert habría sido un Hildebrando o un Alejandro VI. Hoy la Iglesia ha dejado de ser una potencia política y no absorbe ya las fuerzas de las gentes solitarias. El celibato tiene el defecto capital de que, poniendo todas las cualidades del hombre al servicio de una sola pasión, el egoísmo, hace a los solterones inútiles o nocivos. Vivimos en una época en que la falta de los gobernantes consiste en haber hecho al hombre para la sociedad y no la sociedad para el hombre. Hay un combate perpetuo entre el sistema que quiere explotar al individuo y el individuo que desea explotar el sistema; mientras que antaño el hombre, en realidad más libre, se mostraba más generoso con respecto a la cosa pública. El círculo en que se agitan los hombres se ha ensanchado sensiblemente; el alma que pueda abarcar su síntesis siempre será una excepción; porque habitualmente, en moral como en física, el movimiento pierde en intensidad lo que gana en extensión. La sociedad no debe fundarse en excepciones. En principio, el hombre fue pura y simplemente padre y su corazón latía calurosamente concentrado en el radio de la familia. Más tarde vivió para un clan o para una pequeña república; de ahí sus grandes abnegaciones históricas en Roma y Grecia. Luego perteneció a una casta o a una religión por cuyo esplendor luchó sublimemente; pero ya entonces el campo de sus intereses se acreció con todas las regiones intelectuales. Hoy su vida está ligada a la de una patria inmensa, y se dice que pronto su familia será el mundo entero. Este cosmopolitismo moral, esperanza de la Roma cristiana, ¿no será un sublime error? ¡Es tan natural creer en la realización de una noble quimera, en la fraternidad de los hombres! Mas, ¡ay!, que la máquina humana no tiene tan divinas proporciones. Las almas suficientemente vastas para concebir una grandeza de sentimientos reservada a los grandes hombres no serán nunca las de los simples ciudadanos ni las de los padres de familia. Algunos fisiólogos piensan que cuando el cerebro se ensancha de ese modo, el corazón se contrae. ¡Error! El egoísmo de los hombres que llevan en su seno una ciencia, unas leyes o una nación, ¿no es la más noble de las pasiones y, en cierto modo, la maternidad de las masas? Para alumbrar pueblos nuevos o para producir ideas nuevas, ¿no han de unir en sus poderosas cabezas los pechos de la mujer a las fuerzas de Dios? La historia de los Inocencio III, de los Pedro el Grande y de todos los directores de siglo o de nación probaría, si hiciese falta, en un orden muy elevado, el inmenso pensamiento que Troubert representaba en el fondo del claustro de Saint-Gatien.

Saint-Firmin, abril 1832.

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