El cura de Tours (2 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: El cura de Tours
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La vivienda, a la cual daba acceso una escalera de piedra, estaba en un cuerpo del edificio orientado al Mediodía. El abate Troubert ocupaba el piso bajo, y la señorita Gamard el primer piso del cuerpo principal, que daba a la calle. Cuando Chapeloud entró en su alojamiento, las habitaciones estaban desnudas y los techos ennegrecidos por el humo. Las jambas de la chimenea, de piedra bastante mal esculpida, no habían sido pintadas nunca. Por todo mobiliario, el pobre canónigo puso allí, de primeras, una cama, una mesa, algunas sillas y los pocos libros que poseía. La vivienda parecía una hermosa mujer vestida de harapos. Pero dos o tres años más tarde, como una señora anciana le legase dos mil francos, el abate Chapeloud empleó esta suma en la compra de una biblioteca de encina, procedente de la demolición de un castillo destruido por la banda negra, y notable por sus esculturas, dignas de la admiración de los artistas. El abate hizo esta adquisición seducido, más que por la baratura de la biblioteca, por la perfecta concordancia que existía entre sus dimensiones y las de la galería. Sus economías le permitieron entonces restaurar la galería, muy pobre y abandonada. Se lustró cuidadosamente el suelo, se blanqueó el techo y se pintaron los zócalos fingiendo los colores y los nudos de la madera de encina. Una chimenea de mármol reemplazó a la antigua. Tuvo el canónigo bastante gusto para buscar y encontrar antiguas butacas de madera de nogal esculpidas. Luego, una mesa de ébano y dos muebles estilo Boulle acabaron de dar a la galería una fisonomía llena de carácter. En el espacio de dos años, la liberalidad de algunas personas devotas y los legados de sus piadosos penitentes, aunque modestos, llenaron de libros los estantes de la biblioteca, entonces vacía. Por último, un tío de Chapeloud, antiguo congregante del oratorio, le legó su colección infolio de los Padres de la Iglesia y algunas otras grandes obras, preciosas para un eclesiástico. Birotteau, cada vez más sorprendido por las transformaciones de aquella galería, antes desnuda, llegó gradualmente a codiciarla. Deseó poseer aquel gabinete, tan en relación con la gravedad de las costumbres eclesiásticas. Su pasión creció de día en día. Como trabajaba durante jornadas enteras en aquel asilo, pudo apreciar su silencio y su paz, después de haber admirado al principio su afortunada distribución. Durante los siguientes años, el abate Chapeloud hizo de la celda un oratorio, que sus devotos amigos se complacieron en embellecer. Más tarde aún, una señora ofreció al canónigo para su dormitorio un mueble de tapicería, tapicería que ella misma había estado fabricando durante mucho tiempo bajo las miradas del buen señor, sin que él sospechase que le estaba destinada. Entonces ocurrió con el dormitorio como con la galería: el vicario se deslumbró. En fin, tres años antes de su muerte, el abate Chapeloud había completado las comodidades de su vivienda decorando el salón. Aunque sencillamente adornado de terciopelo de Utrecht, el mueble había seducido a Birotteau. Desde el día en que el camarada del canónigo vio los cortinajes de seda roja de China, los muebles de caoba, la alfombra de Aubusson, que ornaban aquella vasta estancia pintada de nuevo, la vivienda de Chapeloud se convirtió para él en objeto de una secreta monomanía. Vivir allí, acostarse en el lecho de las grandes cortinas de seda en que se acostaba el canónigo, encontrar todas las comodidades en derredor de sí, como las encontraba Chapeloud, fue para Birotteau la dicha completa: no veía nada más allá. Todas las cosas del mundo que hacen nacer la envidia y la ambición en el corazón de los demás hombres se concentraron para él en el secreto y profundo sentimiento con que deseaba una habitación parecida a la que se había creado el abate Chapeloud. Cuando su amigo caía enfermo, iba a verle, llevado, sí, por un sincero afecto; pero al saber la indisposición del canónigo o cuando estaba haciéndole compañía, en el fondo de su alma se alzaban, a pesar suyo, mil pensamientos cuya fórmula más simple era siempre:

—Si Chapeloud muriese, yo podría alcanzar su alojamiento.

Sin embargo, como Birotteau tenía un corazón excelente, ideas estrechas y una inteligencia limitada, no llegaba hasta concebir los medios de lograr que su amigo le legase la biblioteca y los muebles.

El abate Chapeloud, que era un egoísta amable e indulgente, adivinó la pasión de su amigo, lo cual no era difícil, y se la perdonó, lo que sí puede parecer menos fácil en un presbítero. Pero tampoco el vicario, cuya amistad permaneció siempre firme, dejó de pasear a diario con su amigo por la misma alameda del paseo del Mazo, sin que ni un solo momento le pesara el tiempo consagrado desde hacía veinte años a aquel paseo. Birotteau, que consideraba como faltas sus involuntarios apetitos, habría sido capaz, por contrición, del más grande sacrificio por el abate Chapeloud. Éste pagó su deuda a tan sincera fraternidad diciendo, pocos días antes de su muerte, al vicario, que leía La Quotidienne:

—De esta vez te quedas con la habitación. Noto que para mí todo ha terminado.

En efecto, en su testamento, el abate Chapeloud legó su biblioteca y su mobiliario a Birotteau. La posesión de estas cosas tan vivamente deseadas y la perspectiva de ser admitido como pupilo por la señorita Gamard endulzaron mucho el dolor que causaba a Birotteau la pérdida de su amigo el canónigo: tal vez no le habría resucitado, pero le lloró. Durante algunos días le sucedió lo que a Gargantúa, el cual, habiendo muerto su esposa al dar a luz a Pantagruel, no sabía si regocijarse por el nacimiento de su hijo o apenarse por haber enterrado a su buena Badbec, y se equivocaba alegrándose de la muerte de ella y deplorando el nacimiento de Pantagruel. El abate Birotteau pasó los primeros días de su luto en registrar las obras de su biblioteca, en servirse de sus muebles, en examinarlos, diciendo con un tono que, por desgracia, no se le pudo oír: «¡Pobre Chapeloud!» En suma, su alegría y su dolor le ocupaban tanto, que no experimentó ningún sentimiento al ver que daban a otro la plaza de canónigo, en la que Chapeloud esperaba tener a Birotteau por sucesor. Como la señorita Gamard admitió de buen grado en calidad de huésped a Birotteau, éste participó desde entonces de todas las felicidades de la vida material que le ponderaba el difunto canónigo. ¡Ventajas incalculables! A creer al difunto Chapeloud, ninguno de los presbíteros que habitaban en la ciudad de Tours, ni siquiera el arzobispo, podía ser objeto de atenciones tan delicadas, tan minuciosas, como las que prodigaba la señorita Gamard a sus dos pupilos. Las primeras palabras que decía el canónigo a su amigo al empezar el paseo a diario casi siempre se referían al suculento almuerzo que acababan de servirle; y era muy raro que, durante los siete paseos de la semana, no se le ocurriese decir por lo menos catorce veces:

—Es indudable que esta excelente señorita tiene la vocación del servicio eclesiástico. Figúrese usted que durante doce años nada me ha faltado nunca: ropa blanca, albas, sobrepellices, alzacuellos…; todos los días encuentro cada cosa en su sitio, tantas como me hacen falta, y oliendo a lirio. Me lustran los muebles y los limpian tan bien, que desde hace mucho tiempo no sé lo que es el polvo. ¿Ha visto usted en mí la más ligera señal de polvo? ¡Jamás! Además, la leña para la calefacción está bien escogida; las menores cosas son excelentes; en resumen, parece que la señorita Gamard tiene siempre un ojo en mis habitaciones. No recuerdo en diez años haber llamado nunca dos veces para pedir cualquier cosa. ¡Esto es vivir! Que no tenga uno que buscar nada, ni siquiera sus zapatillas. Encontrar siempre buena lumbre, buena mesa. En fin, el fuelle que tenía para mi uso me impacientaba; estaba obstruido. No me quejé dos veces. Al siguiente día la señorita Gamard me dio un fuelle precioso y ese par de tenazas con que me ve usted atizar el fuego.

Birotteau, por toda respuesta, decía:

—¡Oliendo a lirio!

Este oliendo a lirio le impresionaba constantemente. Las palabras del canónigo revelaban una dicha fantástica para el pobre vicario, descontento de sus alzacuellos y sus albas; porque él carecía de orden, y con frecuencia se olvidaba hasta de encargar su comida. De modo que, ya durante la cuestación, ya al decir misa, si veía a la señorita Gamard en Saint-Gatien, nunca dejaba de dirigirle una mirada dulce y benévola, como pudieran ser las que Santa Teresa elevaba al cielo.

¡El bienestar que desea toda criatura, y con el cual había él soñado tanto, se le logró! Como es difícil para todo el mundo, incluso para un eclesiástico, vivir sin un capricho, hacía ahora diez y ocho meses que el abate Birotteau había reemplazado sus dos pasiones satisfechas con el deseo de una canonjía. El título de canónigo había llegado a ser para él lo que debe de ser la pairía para un ministro plebeyo. Así, pues, la probabilidad de su nombramiento, las esperanzas que se le acababan de dar en casa de la señora Listomère le absorbían la atención de tal modo que hasta llegar a casa no se acordó de que había dejado su paraguas en la tertulia. A no ser por la lluvia, que entonces caía a torrentes, acaso no lo habría recordado: tanto le embargaba el placer con que se repetía para sí mismo todo lo que le habían dicho a propósito de su promoción las personas de la tertulia de la señora de Listomère, vieja dama en cuya casa pasaba la velada los miércoles. El vicario llamó vivamente, como para indicar a la criada que no le hiciese esperar. Luego se arrinconó en el quicio de la puerta para mojarse lo menos posible; pero el agua que caía del techo cayó precisamente sobre la punta de sus zapatos, y el viento le trajo golpes de lluvia bastante parecidos a duchas. Después de haber calculado el tiempo que hacía falta para salir de la cocina y venir a tirar del cordón colocado bajo la puerta, volvió a llamar con un repiqueteo muy significativo.

—No pueden haber salido —se dijo al no oír ningún movimiento en el interior.

Y por tercera vez volvió a su campanilleo, que resonó tan agriamente en la casa y fue tan bien repetido por todos los ecos de la catedral, que a tan desmandado estrépito era imposible no despertarse. Instantes después oyó, no sin placer, mezclado de mal humor, los zapatos de la sirvienta, que resonaban en el piso guijarroso. Sin embargo, no acabaron las molestias del gotoso tan pronto como él se figuraba. En vez de tirar del cordón, Mariana tuvo que abrir con la enorme llave y descorrer los cerrojos.

—¿Cómo me deja usted llamar tres veces con semejante tiempo? —dijo.

—Ya ve, señor, que la puerta estaba cerrada. Todo el mundo se ha acostado hace tiempo; ya han dado las once menos cuarto. La señorita habrá creído que no había usted salido.

—Pero usted sí me ha visto salir. Por lo demás, la señorita sabe demasiado que voy a casa de la señorita de Listomère los miércoles.

—Palabra, señor; he hecho lo que la señorita me ha mandado —respondió Mariana cerrando la puerta.

Estas palabras produjeron al abate Birotteau una sensación tanto más dolorosa cuanto que sus ensueños le habían hecho completamente feliz. Calló y siguió a Mariana a la cocina para coger su palmatoria, suponiendo que estaría allí; pero en vez de entrar en la cocina, Mariana condujo al abate a sus habitaciones, donde él vio la palmatoria en una mesa que se encontraba a la puerta del salón rojo, en una especie de antecámara formada por el rellano de la escalera, al cual el difunto canónigo había adaptado una gran vidriera. Mudo de sorpresa, entró rápidamente en su habitación; no vio fuego en la chimenea y llamó a Mariana, que todavía no había tenido tiempo de bajar.

—¿No ha encendido usted el fuego? —dijo.

—Perdón, señor abate —respondió ella—. Se habrá apagado.

Birotteau miró de nuevo y confirmó que la chimenea estaba cubierta desde por la mañana.

—Necesito secarme los pies —continuó—; enciéndame lumbre.

Mariana obedeció con la prontitud de una persona que tiene ganas de dormir. El abate, mientras buscaba por sí mismo sus zapatillas, que no se hallaban en medio de la alfombra de la cama, como habían estado siempre, hizo sobre la manera como estaba vestida Mariana ciertas observaciones demostrativas de que la muchacha no salía de la cama, como le había dicho. Entonces recordó que desde hacía quince días se venían suprimiendo todas aquellas menudas atenciones que durante diez y ocho meses le habían hecho la vida tan dulce de llevar. Y como la naturaleza de los espíritus estrechos los induce a adivinar las minucias, se entregó de pronto a profundas reflexiones sobre aquellos cuatro acontecimientos, imperceptibles para cualquier otro, pero que para él constituían cuatro catástrofes. Tratábase evidentemente de la pérdida entera de su dicha en el olvido de las zapatillas, en la mentira de Mariana respecto del fuego, en el insólito traslado de la palmatoria a la mesa de la antecámara, en la estación forzosa que se le había impuesto, bajo la lluvia, en el umbral de la puerta.

Cuando brilló la llama de la chimenea, cuando la lámpara estuvo encendida, cuando Mariana hubo salido sin preguntarle como antes: «¿No necesita el señor ninguna otra cosa?», el abate Birotteau se dejó dulcemente caer en la bella y amplia poltrona de su difunto amigo; pero el movimiento con que se dejó caer tuvo algo de triste. El buen señor estaba abrumado por el presentimiento de una desgracia espantosa. Sus ojos se volvieron sucesivamente hacia el hermoso reloj de pared, hacia la cómoda, hacia los asientos, las cortinas, las alfombras, la cama en forma de tumba, la pila del agita bendita, el crucifijo; hacia una Virgen del Valentín, hacia un Cristo de Lebrun; en fin, hacia todos los accesorios de la estancia, y la expresión de su fisonomía reveló los dolores del más tierno adiós que un amante haya dado jamás a su primera querida o un anciano a los últimos árboles que plantó. El vicario acababa de reconocer —un poco tarde, en verdad— las señales de una persecución sorda ejercida contra él desde hacía unos tres meses por la señorita Gamard, cuyas malas intenciones habrían sido, sin duda, más prontamente adivinadas por un hombre avisado. ¿No tienen todas las solteronas un especial talento para acentuar sus actos y las palabras que el odio les sugiere? Arañan del mismo modo que los gatos. Además, no sólo hieren, sino que experimentan el placer de herir y de hacer ver a su víctima que son ellas quienes la han herido. Mientras un hombre de mundo no se hubiese dejado garrafiñar dos veces, el abate Birotteau necesitaba que le diesen varias patadas en el rostro para creer en una intención maligna.

Inmediatamente, con esa sagacidad inquisidora que contraen los presbíteros habituados a dirigir las conciencias y a escudriñar naderías en el fondo del confesonario, el abate Birotteau se puso a establecer, como si se tratase de una controversia religiosa, la proposición siguiente:

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