Una llave antigua con llavero de cuero colgaba de su dedo índice.
—Sólo será un momento.
—Bien, profesor Clairmont.
Matthew agarró mi mano otra vez.
—Vamos. Tenemos que continuar con tu educación.
Era como un niño travieso a la busca de un tesoro, arrastrándome tras él. Nos agachamos para pasar por una puerta negra, agrietada por los años, y Matthew encendió una luz. Su piel blanca resaltó en la oscuridad, dándole el aspecto de un verdadero vampiro.
—Menos mal que yo soy una bruja —bromeé—. Verte a ti aquí sería suficiente para matar del susto a un humano.
Al final de un tramo de escaleras, Matthew marcó una larga serie de números en un teclado de seguridad y luego golpeó la tecla con una estrella. Se oyó un suave clic, y él abrió otra puerta. Una oleada de olor a moho, a paso del tiempo y a otra cosa que no pude identificar me golpeó. La oscuridad se extendía más allá de las luces de la escalera.
—Esto está directamente sacado de una novela gótica. ¿Adónde me llevas?
—Paciencia, Diana. No falta mucho. —La paciencia, ay, no formaba parte de las virtudes de las Bishop.
Matthew estiró la mano por encima de mi hombro y accionó otro interruptor. Suspendidas de cables como trapecistas, una serie de bombillas iluminaban de manera irregular lo que parecían cubículos de caballerizas para pequeños ponis de las Shetland.
Miré a Matthew con cientos de preguntas en mis ojos.
—Después de usted —invitó con una reverencia.
Al dar un paso hacia delante, reconocí el extraño olor. Era alcohol rancio…, como el de un bar un domingo por la mañana.
—¿Vino?
—Vino.
Pasamos junto a docenas de pequeños compartimentos que contenían botellas en estantes, pilas y cajones. Cada uno tenía una pequeña pizarra a modo de etiqueta, con un año garabateado con tiza sobre ella. Recorrimos el lugar pasando junto a recipientes con vino de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, así como botellas que Florence Nightingale podría haber cargado en sus baúles para la guerra de Crimea. Había vino del año en que se construyó el Muro de Berlín y del año en que cayó. Más abajo, en el sótano, los años garabateados en las pizarras daban lugar a categorías amplias como «Burdeos añejo» y «Oporto clásico».
Finalmente llegamos al extremo de la habitación. Había una docena de pequeñas puertas cerradas con llave y sin indicaciones, y Matthew abrió una de ellas. No había electricidad, pero él cogió una vela y la colocó en un candelabro de bronce antes de encenderla.
Dentro, todo era tan pulcro y ordenado como el mismo Matthew, salvo por la capa de polvo. Estantes de madera uniformemente separados mantenían el vino lejos del suelo y permitían retirar una botella sin que el resto se viniera abajo. Había manchas rojas junto a la jamba, donde había ido cayendo vino año tras año. El ambiente olía a uvas, corchos y un poco de moho.
—¿Esto es tuyo? —Yo no podía creer lo que veía.
—Sí, es el mío. Algunos de los miembros tenemos sótanos privados.
—¿Qué puedes tener aquí que no exista ya en el otro lado? —La estancia que acabábamos de dejar debía de albergar al menos una botella de cada vino de cada cosecha que alguna vez se hubiera producido. En comparación, el mejor emporio de vino de Oxford me parecía en ese momento vacío y extrañamente desolado.
Matthew sonrió misteriosamente.
—Toda clase de cosas.
Se movió rápidamente por la pequeña habitación sin ventanas, sacando alegremente vinos de aquí y de allá. Me pasó una botella pesada y oscura con un escudo de oro en la etiqueta y una red de alambre sobre el corcho. Champán Dom Perignon.
La siguiente botella estaba hecha de cristal verde oscuro, con una etiqueta de color crema y letras negras. Me lo ofreció con una pequeña reverencia, y vi la fecha: 1976.
—¡El año en que yo nací! —exclamé.
Matthew apareció con dos botellas más: una con una etiqueta larga, octogonal, que tenía la imagen de un
château
y gruesa cera roja encima; la otra estaba torcida y era negra, sin ninguna etiqueta y sellada con algo que parecía alquitrán. Había una antigua etiqueta de papel de estraza atada al cuello de la segunda botella con un trozo de cuerda sucia.
—¿Volvemos? —preguntó Matthew, soplando la vela. Cerró cuidadosamente con llave la puerta al salir, sosteniendo las dos botellas en la otra mano, y se metió la llave en el bolsillo. Dejamos atrás el olor a vino y subimos para regresar a la planta baja.
En el aire oscuro, Matthew parecía brillar con placer, con sus brazos cargados de vino.
—¡Qué noche tan maravillosa! —exclamó feliz.
Subimos a sus habitaciones, que eran más imponentes de lo que yo había imaginado en cierto sentido, y mucho menos grandiosas en otros. Eran más pequeñas que mis habitaciones en el New College. Estaban situadas en lo más alto de uno de los edificios más antiguos de All Souls, lleno de ángulos curiosos y extraños desniveles. Aunque los techos eran lo suficientemente altos como para que Matthew estuviera relativamente cómodo, las habitaciones parecían, de todas formas, demasiado pequeñas para él. Tenía que agacharse para pasar por cada puerta, y los alféizares le llegaban más o menos a la altura de los muslos.
La pequeñez de las habitaciones quedaba más que compensada por el mobiliario. Una descolorida alfombra Aubusson se extendía por el suelo, con una colección de muebles originales de William Morris. De algún modo, la arquitectura del siglo XV, la alfombra del siglo XVIII y el roble rústico del siglo XIX combinaban magníficamente y les daban a las habitaciones la atmósfera de un selecto club de caballeros eduardianos.
Había una gran mesa de comedor en el punto más alejado de la habitación principal, con periódicos, libros y los diferentes materiales propios de la vida académica ordenados cuidadosamente en un extremo: notas sobre nuevas políticas, revistas para eruditos, solicitudes de cartas de recomendación y comentarios sobre trabajos de los colegas. Cada montón estaba aplastado con el peso de un objeto diferente en cada caso. Los pisapapeles de Matthew incluían una pieza original de pesado vidrio soplado, un ladrillo antiguo, una medalla de bronce que era indudablemente algún premio que había ganado y un pequeño atizador de fuego. En el otro extremo de la mesa, un mantel de delicado lino suave cubría la madera, y sobre él, los candelabros de plata georgianos más encantadores que yo había visto fuera de un museo. Una serie completa de copas de vino de diferentes formas se alineaban junto a sencillos platos blancos y piezas de cubertería de plata georgiana.
—Me encanta. —Miré complacida a mi alrededor. Ni una sola pieza del mobiliario ni de los ornamentos en aquella habitación provenía de la universidad. Todo era perfecto y esencialmente propio de Matthew.
—Toma asiento. —Rescató las dos botellas de vino de mis dedos flojos y las metió en lo que parecía un ornamentado armario—. En All Souls se opina que los miembros no deben comer en sus habitaciones —dijo a modo de explicación cuando dirigí mi mirada a las escasas instalaciones de cocina—, así que nos las arreglaremos lo mejor que podamos.
No me cabía ninguna duda de que lo que estaba a punto comer iba a igualar a la mejor cena de la ciudad.
Matthew metió el champán en una cubitera de plata llena de hielo y se sentó conmigo en uno de los cómodos sillones junto a la chimenea apagada.
—Ya no se permite encender fuego en las chimeneas de Oxford. —Hizo un gesto de tristeza hacia el vacío espacio de piedra—. Cuando todas las chimeneas estaban encendidas, la ciudad olía como una hoguera.
—¿Cuándo viniste a Oxford por primera vez? —Yo esperaba que la franqueza de mi pregunta le asegurara que no me estaba entrometiendo en sus vidas anteriores.
—Esta vez fue en 1989. —Estiró sus largas piernas con un suspiro de relajación—. Vine al Oriel como estudiante de Ciencias y me quedé para un doctorado. Cuando gané la beca de All Souls, me mudé aquí durante algunos años. Cuando obtuve mi título, la universidad me ofreció un puesto y los miembros votaron a favor de mi incorporación. —Cada vez que abría la boca, algo asombroso salía de allí. ¿Había ganado una beca de este
college?
Sólo se concedían dos de esas becas por año.
—¿Y ésta es la primera vez que estás en All Souls? —Me mordí el labio y él se rió.
—Terminemos con esto —dijo, y alzó las manos para empezar a enumerar los
colleges
de la universidad—. He sido miembro, una vez, de Merton, Magdalen y University. He sido miembro de New College y de Oriel dos veces en cada uno. Y ésta es la primera vez que All Souls me ha prestado alguna atención.
Al adaptar esta respuesta a Cambridge, París, Padua y Montpellier —universidades que, estaba segura, habían tenido alguna vez un estudiante en sus registros llamado Matthew Clairmont, o alguna variación de este nombre—, se produjo un remolino de títulos dentro de mi cabeza. ¿Qué habría estudiado, durante todos esos años, y con quién habría estudiado?
—¿Diana? —La voz divertida de Matthew se metió en mis pensamientos—. ¿Me escuchas?
—Lo siento. —Cerré los ojos y apreté las manos sobre los muslos en un esfuerzo por evitar que mi mente se dispersara—. Es como una enfermedad. No puedo evitar la curiosidad cuando empiezas a mencionar tus recuerdos.
—Lo sé. Ésa es una de las dificultades a las que un vampiro se enfrenta cuando pasa el tiempo con una bruja que es historiadora. —Matthew torció la boca en un gesto falso de preocupación, pero sus ojos brillaban como estrellas negras.
—Si quieres evitar esas dificultades en el futuro, te sugiero que no pases por la sala de lectura de paleografía de la Bodleiana —dije de manera cortante.
—Con un solo historiador es suficiente de momento. —Matthew se puso lentamente de pie—. Te he preguntado si tenías hambre.
Por qué continuaba haciendo eso era un misterio…, cuándo no tenía yo hambre?
—Sí —dije, tratando de levantarme del mullido sillón Morris. Matthew estiró su mano. La agarré y él me levantó fácilmente.
Quedamos el uno frente al otro, con nuestros cuerpos casi tocándose. Concentré mi atención en la protuberancia de la
ampulla
de Betania debajo de su jersey.
Sus ojos me recorrieron, dejando su rastro de copos de nieve.
—Estás encantadora.
Agaché la cabeza, y el habitual mechón de pelo cayó sobre mi cara. Estiró la mano como ya había hecho varias veces últimamente y lo apartó detrás de mi oreja. Esta vez sus dedos continuaron hasta la base de mi cráneo. Cogió mi pelo apartándolo del cuello para dejarlo deslizarse por entre sus dedos como si fuera agua. Me estremecí con el contacto de aire fresco sobre mi piel.
—Me encanta tu pelo —murmuró—. Tiene todos los colores imaginables…, hasta hebras rojas y negras. —Escuché una fuerte inspiración que indicaba que había encontrado un olor nuevo.
—¿Qué es lo que hueles? —Mi voz sonaba densa, y todavía me había atrevido a mirarlo a los ojos.
—A ti —susurró.
Mis ojos se dirigieron a los suyos.
—¿Vamos a cenar?
Después de aquello, era difícil concentrarse en la comida, pero hice todo lo posible. Matthew me acercó una silla con asiento de paja desde la que podía ver toda aquella hermosa y cálida habitación. De un minúsculo frigorífico sacó dos platos, con seis ostras frescas en cada uno, colocadas sobre un lecho de hielo picado como los rayos de una estrella.
—La primera lección con la que continuamos tu educación consta de ostras y champán. — Matthew se sentó y alzó un dedo como un profesor a punto de embarcarse en su tema favorito. Se aprestó a servir el vino, que estaba al alcance de su largo brazo, y lo sacó de la cubitera. Con una sola vuelta sacó rápidamente el corcho de la botella.
—Por lo general eso a mí me resulta más difícil —comenté secamente, mirando sus dedos fuertes y elegantes.
—Puedo enseñarte a sacar el corcho con una espada, si quieres. —Matthew sonrió—. Por supuesto, también sirve un cuchillo, si no tienes una espada a mano. —Sirvió un poco de aquel líquido en nuestras copas, donde burbujeó y bailó a la luz de vela.
Levantó su copa hacia mí.
—À la tienne.
—À la tienne. —Levanté mi copa aflautada y observé las burbujas que se rompían en la superficie—. ¿Por qué son tan pequeñas las burbujas?
—Porque el vino tiene mucho años. La mayor parte del champán se bebe mucho antes de eso. Pero me gusta el vino añejo…, me recuerda el gusto que tenía antes el champán.
—¿Cuántos años tiene?
—Es mayor que tú —respondió Matthew. Estaba abriendo las conchas de las ostras sólo con sus manos…, algo que generalmente requería un cuchillo muy afilado y mucha destreza… Dejaba las conchas en un tazón de cristal en el centro de la mesa. Me alcanzó un plato—. Es de 1961.
—Por favor, dime que esto es lo más antiguo que vamos a beber esta noche —dije, volviendo a recordar el vino que había llevado para la cena del jueves, cuya botella contenía en ese momento la última de sus rosas blancas en mi mesilla de noche.
—De ninguna manera —dijo con una gran sonrisa.
Puse el contenido de la primera concha en mi boca. Abrí los ojos desmesuradamente mientras mi boca se llenaba con el sabor del Atlántico.
—Ahora bebe. —Cogió su propia copa y observó cómo yo tomaba un sorbo del dorado líquido—. ¿Qué sabor percibes?
La cremosidad del vino y las ostras chocó con el sabor de la sal marina de una manera que era absolutamente maravillosa.
—Es como si todo el océano estuviera en mi boca —contesté, y tomé otro sorbo.
Terminamos las ostras y seguimos con una gran ensalada. Contenía diferentes clases de verduras caras conocidas por la humanidad, frutos secos, frutas del bosque y un delicioso aliño hecho con vinagre de champán y aceite de oliva que Matthew mezcló en la mesa. Las diminutas tajadas de carne que la adornaban eran perdices de los terrenos del Viejo Pabellón. Bebimos lo que Matthew llamó mi «vino de cumpleaños», que olía a cera para el suelo con perfume de limón y humo, y tenía el sabor del yeso con jarabe de caramelo.
El plato siguiente era un estofado, con trozos de carne en una salsa fragante. Mi primer bocado me indicó que se trataba de ternera, preparada con manzanas y un poco de nata, todo servido sobre arroz. Matthew me observó comer y sonrió cuando probé la acidez de la manzana por primera vez.
—Es una vieja receta de Normandía —explicó—. ¿Te gusta?