—Me temo que esto está cocinado, pero sólo un poco.
—No estarás haciéndome una especie de prueba, ¿verdad? —La cara de Matthew se arrugó cuando frunció el ceño.
—No, no —me apresuré a responder—. Pero no estoy acostumbrada a recibir vampiros a la hora de la cena.
—Me alegro de oír eso —murmuró. Olfateó el conejo—. Huele muy bien. —Cuando se inclinó sobre su plato, el calor del conejo amplificó su propio olor distintivo a canela y clavo. Matthew cortó con el tenedor un trozo del bizcocho de castañas. A medida que fue acercándose a su boca, sus ojos se abrieron—. ¿Castañas?
—Sólo castañas, aceite de oliva y una pizca de levadura.
—Y sal, agua, romero y pimienta —completó tranquilamente, comiendo otro bocado de bizcocho.
—Dadas tus restricciones alimenticias, es bueno que puedas descubrir exactamente qué es lo que te llevas a la boca —mascullé, bromeando.
A medida que íbamos acabando de comer, me fui relajando. Charlamos sobre Oxford mientras yo llevaba los platos y traía queso, frutas del bosque y castañas asadas a la mesa.
—Sírvete tú mismo —dije mientras ponía un plato vacío delante de él. Matthew disfrutó el aroma de las fresas diminutas y suspiró con deleite al coger una castaña.
—Éstas realmente sí son mejores cuando están calientes —observó. Rompió el duro fruto fácilmente con los dedos y sacó rápidamente el interior fuera de la cáscara. El cascanueces que colgaba del borde del tazón era evidentemente un instrumento opcional habiendo un vampiro a la mesa.
—¿A qué huelo yo? —pregunté, jugueteando con mi copa de vino.
Por un momento pareció que no iba a responder. El silencio se prolongó bastante antes de que me mirara con sus melancólicos ojos. Bajó los párpados y aspiró profundamente.
—Tú hueles a savia de sauce. Y manzanilla aplastada. —Olfateó otra vez y mostró una sonrisa leve y triste—. Hay también madreselvas y hojas de roble caídas —dijo en voz baja, suspirando—, junto con avellano en flor y los primeros narcisos de la primavera. Y cosas antiguas…, malva, incienso, milenrama. Los olores que creía haber olvidado.
Abrió los ojos lentamente y miré hacia sus profundidades grises, temerosa de respirar y romper el hechizo que sus palabras habían provocado.
—¿Y yo? —preguntó, sosteniéndome la mirada.
—Canela. —Mi voz sonaba vacilante—. Y clavo. A veces creo que hueles a claveles…, pero no de los que se venden en las floristerías, sino a esos antiguos que crecen en los jardines de las casas de campo inglesas.
—Clavo y claveles reventones —dijo Matthew, arrugando divertido los extremos de sus ojos—. No está nada mal para una bruja.
Estiré la mano en busca de una castaña. Ahuequé las palmas para calentarme las manos pasándola de una a la otra y sentí que el calor subía por mis brazos repentinamente fríos.
Matthew se echó hacia atrás en su silla otra vez, examinando mi cara con pequeños movimientos de sus ojos.
—¿Cómo decidiste qué servir para la cena de esta noche? —Señaló las frutas del bosque y los frutos secos que quedaban sobre la mesa.
—Bien, no fue cosa de magia. El Departamento de Zoología ayudó mucho —expliqué.
Se mostró sorprendido, luego estalló en carcajadas.
—¿Indagaste en el Departamento de Zoología lo que me ibas a servir de cena?
—No exactamente —dije a la defensiva—. Había recetas de comida cruda en Internet, pero no sabía qué hacer después de comprar la carne. Me dijeron qué es lo que comen los lobos grises.
Matthew sacudió la cabeza, pero todavía seguía sonriendo, y mi actitud defensiva desapareció.
—Gracias —replicó sencillamente—. Hacía mucho tiempo que nadie me hacía una comida.
—No hay de qué. El vino fue la peor parte.
Los ojos de Matthew se iluminaron.
—Ya que hablamos de vino —dijo poniéndose de pie y doblando la servilleta—, he traído algo para que tomáramos después de la cena.
Me pidió que trajera dos copas limpias de la cocina. Una botella antigua y ligeramente torcida estaba sobre la mesa cuando volví. Tenía una descolorida etiqueta color crema con letras simples y una corona. Matthew estaba metiendo con sumo cuidado el sacacorchos en un corcho que estaba negro a causa de su antigüedad y amenazaba con desmenuzarse en cualquier momento.
Sus fosas nasales se dilataron al sacarlo y su rostro adquirió la expresión de un gato que ya tenía asegurada la posesión de un delicioso canario. El vino que salió de la botella era espeso como el almíbar y su color dorado lanzaba destellos a la luz de las velas.
—Huélelo —ordenó, entregándome una de las copas— y dime qué te parece.
Olí y abrí la boca.
—Huele a caramelo y frutas del bosque —dije, preguntándome cómo algo tan amarillo podía oler a frutos rojos.
Matthew me miró atentamente, muy interesado en mis reacciones.
—Toma un sorbo —sugirió.
Los sabores dulces del vino estallaron en mi boca. Albaricoques y natillas de vainilla hechas por las señoras de la cocina rodaron sobre mi lengua, y mi boca siguió impregnada con ellos hasta mucho después de haber tragado. Era como beber magia.
—¿Qué es esto? —dije finalmente, cuando el gusto del vino hubo desaparecido.
—Fue hecho con uvas recogidas hace mucho, mucho tiempo. Aquel verano había sido caluroso y soleado, y a los agricultores les preocupaba que vinieran las lluvias y arruinaran la cosecha. Pero el tiempo se mantuvo estable y cosecharon las uvas justo antes de que cambiara.
—Uno puede saborear el sol —dije, ganándome otra hermosa sonrisa.
—Durante la cosecha un cometa brilló sobre las viñas. Había sido visible a través de los telescopios de los astrónomos durante varios meses, pero en octubre era tan brillante que casi se podía leer con su luz. Los trabajadores lo vieron como una señal de que las uvas estaban benditas.
—¿Eso fue en 1986? ¿Era el cometa Halley?
Matthew sacudió la cabeza.
—No. Fue en 1811. —Miré asombrada aquel vino de casi doscientos años en mi copa, temiendo que pudiera evaporarse ante mis ojos—. El cometa Halley pasó en 1759 y en 1835. —Dijo «Hawley» al pronunciar ese nombre.
—¿Dónde lo conseguiste? —La tienda de vinos que estaba junto a la estación del tren no tenía un vino como ése.
—Se lo compré a Antoine-Marie en cuanto me dijo que iba a ser extraordinario —explicó divertido.
Giré la botella y miré la etiqueta. Château Yquem. Incluso yo había oído hablar de él.
—Y lo has conservado desde entonces —dije. Él había bebido chocolate en París en 1615, había recibido un permiso de construcción de Enrique VIII en 1536… y por supuesto había comprado vino en 1811. Además estaba la antigua
ampulla
que llevaba alrededor del cuello, de la que podía verse el cordón.
—Matthew —dije lentamente, mirándolo en busca de cualquier señal de advertencia previa a su enfado—, ¿qué edad tienes?
Su boca se endureció, pero mantuvo la voz tranquila:
—Soy más viejo de lo que parezco.
—Lo sé —dije, incapaz de controlar mi impaciencia.
—¿Por qué es importante mi edad?
—Soy historiadora. Si alguien me dice que recuerda cuándo fue introducido el chocolate en Francia o un cometa que pasa por el cielo en 1811, es difícil no sentir curiosidad por los demás acontecimientos de los que podría haber sido testigo. Estabas vivo en 1536…, he estado en la casa que hiciste construir. ¿Conociste a Maquiavelo? ¿Sobreviviste a la peste negra? ¿Estabas en la universidad de París cuando Abelardo enseñaba allí?
Permaneció en silencio. Me empezó a picar el pelo en la nuca.
—Tu símbolo de peregrino me dice que visitaste Tierra Santa. ¿Fuiste en una cruzada? ¿Viste el cometa Halley cuando pasó sobre Normandía en 1066?
Siguió sin decir nada.
—¿Asististe a la coronación de Carlomagno? ¿Sobreviviste a la caída de Cartago? ¿Ayudaste a evitar que Atila entrara en Roma?
Matthew alzó su dedo índice derecho.
—¿Qué caída de Cartago?
—¡Dímelo tú!
—Maldito seas, Hamish Osborne —farfulló mientras cerraba su mano sobre el mantel. Por segunda vez en dos días, Matthew luchaba contra lo que tenía que decir. Fijó la mirada en la vela, pasó lentamente el dedo a través de la llama. Su carne ardió produciendo rojas ampollas de furia, luego se suavizó hasta llegar un instante después a una perfección blanca, fría, sin que la más mínima chispa de dolor fuera evidente en su rostro.
—Creo que mi cuerpo tiene casi treinta y siete años de edad. Nací en los tiempos en que Clodoveo se convirtió al cristianismo. Mis padres recordaban eso; si no hubiera sido así, yo no tendría la menor idea. En esa época no celebrábamos los cumpleaños. Es más simple pensar que era el año 500 y listo. —Levantó la vista hacia mí, brevemente, y volvió su atención hacia las velas—. Renací como vampiro en el año 537 y, con excepción de Atila, que vivió antes de mis tiempos, tú has nombrado la mayor parte de los puntos altos y bajos del milenio entre entonces y el año en que puse la piedra angular de mi casa en Woodstock. Dado que eres historiadora, me siento obligado a decirte que Maquiavelo no era de ninguna manera tan impresionante como todos vosotros pensáis. Era simplemente un político florentino, y no de los mejores. —Una nota de desánimo se había deslizado en su voz.
Matthew Clairmont tenía más de mil quinientos años.
—No debería entrometerme… —dije a modo de disculpa, sin saber adónde mirar y desconcertada por haber llegado a pensar que el hecho de saber los acontecimientos históricos que este vampiro había presenciado me iba a ayudar a conocerlo mejor. Una frase de Ben Jonson flotaba en mi mente. Parecía explicar a Matthew de una manera que la coronación de Carlomagno no podía—. «¡Él no pertenecía a una era, sino a todos los tiempos!» —murmuré.
—«Conversando contigo me olvido de todo el tiempo» —respondió, avanzando en la literatura del siglo XVII y citando a su vez a Milton.
Nos miramos uno al otro todo el tiempo que pudimos soportarlo, forjando otro débil hechizo entre nosotros. Yo lo rompí:
—¿Qué estabas haciendo en el otoño de 1859?
Su cara se ensombreció.
—¿Qué te ha estado contando Peter Knox?
—Que seguramente no estabas dispuesto a compartir tus secretos con una bruja. —Mi voz parecía más serena de lo que yo me sentía.
—Ah, ¿sí? —dijo Matthew en voz baja, mostrando menos enojo del que evidentemente sentía. Podía darme cuenta por la tensión en su mandíbula y sus hombros—. En septiembre de 1859 estaba revisando manuscritos en el Museo Ashmolean.
—¿Por qué, Matthew? —«Por favor, dímelo», lo insté en silencio, cruzando los dedos en mi regazo. Lo había provocado para que revelara la primera parte de su secreto, pero quería que él me diera el resto libremente. «Nada de juegos, nada de acertijos. Sólo dímelo».
—Hacía poco que había terminado de leer el manuscrito de un libro que estaba a punto de publicarse. Había sido escrito por un naturalista de Cambridge. —Matthew dejó su copa.
Mi mano voló hasta mi boca cuando me di cuenta del significado de la fecha.
El origen
. Como el gran trabajo de física de Newton, los
Principia,
ése era un libro que no requería una cita completa. Cualquiera que hubiera aprobado Biología en el instituto conocía
El origen de las especies,
de Darwin.
—En un artículo, el verano anterior, Darwin presentó su teoría de la selección natural, pero el libro era muy diferente. Era maravillosa la manera en que mostraba cambios fácilmente observables en la naturaleza y lo empujaba lentamente a uno a aceptar algo tan revolucionario.
—Pero la alquimia no tiene nada que ver con la evolución. —Cogí la botella y me serví un poco más del precioso vino, menos preocupada por que pudiera desvanecerse que por la posibilidad de perder la compostura.
—Lamarck creía que cada especie descendía de antepasados diferentes y se desarrollaba por separado hacia formas superiores del ser. Eso es excepcionalmente similar a lo que tus alquimistas creían…, que la piedra filosofal era el esquivo producto final de una transmutación natural de metales de inferior nivel en metales más nobles, como cobre, plata y oro. —Matthew estiró la mano hacia el vino y yo se lo acerqué.
—Pero Darwin no estaba de acuerdo con Lamarck, a pesar de haber utilizado la misma palabra, «transmutación», en sus primeras discusiones sobre la evolución.
—Él no estaba de acuerdo con la transmutación lineal, es cierto. Pero la teoría de la selección natural de Darwin todavía puede ser vista como una serie de transmutaciones encadenadas.
Tal vez Matthew tenía razón y la magia estaba realmente en todo. Estaba en la teoría de la gravedad de Newton, y podría encontrarse también en la teoría de la evolución de Darwin.
—Hay manuscritos de alquimia en todo el mundo. —Yo trataba de relacionar todos los detalles a la vez para intentar comprender la imagen más amplia—. ¿Por qué los manuscritos de Ashmole?
—Cuando leí a Darwin y vi que él parecía explorar la teoría alquímica de la transmutación a través de la biología, recordé historias acerca de un misterioso libro que explicaba el origen de nuestras tres especies: los daimones, las brujas y los vampiros. Yo siempre las había desechado como algo fantástico. —Tomó un sorbo de vino—. La mayoría indicaba que la historia estaba oculta a los ojos humanos en un libro de alquimia. La publicación de
El origen
me impulsó a buscarlo, y si ese libro existía, Elias Ashmole lo habría comprado. Él tenía una asombrosa habilidad para encontrar manuscritos raros.
—¿Lo estabas buscando aquí, en Oxford, hace ciento cincuenta años?
—Sí —confirmó Matthew—. Y ciento cincuenta años antes de que te entregaran el Ashmole 782 me dijeron que estaba perdido.
Mi corazón latió más rápido y él me miró preocupado.
—Continúa —dije, haciéndole señas para que no se detuviera.
—Desde entonces he estado tratando de encontrarlo. Todos los demás manuscritos de Ashmole estaban ahí, y ninguno parecía prometedor. He estudiado manuscritos en otras bibliotecas…, la Herzog August Bibliothek en Alemania, la Bibliothêque Nationale en Francia, la Biblioteca Medici en Florencia, el Vaticano, la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
Mis ojos parpadearon al pensar en un vampiro recorriendo los pasillos del Vaticano.
—El único manuscrito que no he visto es el Ashmole 782. Por un simple proceso de eliminación, ése debe de ser el manuscrito que contiene nuestra historia…, si todavía existe.