«¿Cómo son hechos los daimones?», se había preguntado Matthew en 1859. Todavía estaba buscando la respuesta un siglo y medio después.
Cuando Darwin empezó a hablar de las afinidades entre especies, la pluma de Matthew no había dejado de correr por toda la página, haciendo casi imposible leer el texto impreso. Junto a un pasaje que explica: «Desde el primer amanecer de la vida, todos los seres orgánicos se parecen entre sí en grados descendentes, de modo que pueden ser clasificados en grupos debajo de grupos», Matthew había escrito « ORÍGENES » en grandes letras mayúsculas. Unas pocas líneas más abajo, otro pasaje había sido subrayado dos veces: «La existencia de grupos habría significado simplicidad si un grupo hubiera sido exclusivamente apto para habitar la tierra y el otro en el agua;
uno que se alimenta de carne, otro de materia vegetal, etcétera; pero las cosas son muy diferentes en la naturaleza; pues es bien sabido que comúnmente incluso los miembros del mismo subgrupo tienen hábitos diferentes».
¿Acaso Matthew creía que la dieta del vampiro era un hábito más que una característica que define a la especie? Al seguir leyendo, encontré la siguiente pista: «Finalmente, las diferentes clases de datos que han sido considerados en este capítulo me parece que proclaman, muy claramente,
que las innumerables especies,
los géneros y las familias de seres orgánicos, con que este mundo está poblado,
todos descienden,
cada uno dentro de su propia clase o grupo,
de progenitores comunes,
y todos han sido modificados en el transcurso de la descendencia». En los márgenes, Matthew había escrito « PROGENITORES COMUNES » y
«ce qui explique tout».
El vampiro creía que la monogénesis lo explicaba todo, o por lo menos lo creía en 1859. Matthew pensaba que era posible que los daimones, los humanos, los vampiros y los brujos compartiesen ancestros comunes. Nuestras considerables diferencias eran producto de la descendencia, el hábito y la selección. Me había respondido con evasivas en su laboratorio cuando le pregunté si éramos una especie o cuatro, pero no podía hacer lo mismo en su biblioteca.
Matthew seguía concentrado en su ordenador. Cerré las tapas del
Aurora Consurgens
para proteger sus páginas y abandoné mi búsqueda de una Biblia más común; llevé su ejemplar de Darwin junto al fuego y me hice un ovillo en el sofá. Lo abrí, con el objetivo de comprender al vampiro a partir de las notas que había escrito en su libro.
Él todavía era un misterio para mí…, quizás todavía más allí, en Sept-Tours. Matthew en Francia era diferente del Matthew en Inglaterra. Nunca se había sumergido en su trabajo de esta manera. En este lugar, sus hombros no estaban ferozmente tensos, sino relajados, y se mordía el labio inferior con su ligeramente alargado y afilado colmillo mientras escribía en el teclado. Era una señal de concentración, como lo era la ligera arruga entre sus ojos. Matthew no me prestaba atención, sus dedos volaban sobre las teclas, haciendo ruido en el ordenador con mucha fuerza. Seguramente cambiaba de portátil muy a menudo, debido a sus delicadas partes de plástico. Llegó al final de una frase, se reclinó en su silla y se estiró. Luego bostezó.
Nunca lo había visto bostezar antes. ¿Su bostezo, al igual que los hombros flojos, era una señal de relajación? Al día siguiente de haber coincido con él en la biblioteca, Matthew me había dicho que le gustaba conocer su entorno. Y aquí él conocía cada centímetro del edificio, y todos los olores le eran familiares, como lo eran todas las criaturas que andaban cerca. Y también estaba la relación con su madre y con Marthe. Aquella rara colección de vampiros era una familia, y me habían aceptado sólo por Matthew.
Volví a Darwin. Pero el baño, el calor del fuego y el constante ruido de fondo de sus dedos sobre el teclado me fueron adormeciendo. Me desperté tapada con una manta.
Sobre el origen de las especies
estaba cerca, en el suelo, cuidadosamente cerrado con un papel que señalaba el lugar donde me había quedado dormida leyendo.
Me ruboricé.
Me había atrapado husmeando.
—Buenas tardes —saludó Matthew desde el sofá que estaba enfrente. Metió un trozo de papel en el libro que estaba leyendo y lo apoyó en sus rodillas—. ¿Quieres un poco de vino?
Eso del vino me resultaba sumamente atractivo.
—Sí, por favor.
Matthew se dirigió a una mesita del siglo XVIII cerca del descansillo de la escalera. Había una botella sin etiqueta, destapada, con el corcho a un lado. Sirvió dos copas y me dio una antes de sentarse. Olí, y me anticipé a su primera pregunta:
—Frambuesas y rocas.
—Para ser una bruja eres bastante buena en esto. —Matthew asintió con la cabeza en un gesto de aprobación.
—¿Qué es lo que estoy bebiendo? —pregunté, tomando un sorbo—. ¿Es antiguo? ¿Único?
Matthew echó la cabeza hacia atrás y se rió.
—Nada de eso. Habrá sido embotellado probablemente hace unos cinco meses. Es un vino local, de los viñedos junto al camino. Nada raro, nada especial.
Tal vez no fuera raro ni especial, pero estaba fresco y sabía a madera y a tierra, como el aire en torno a Sept-Tours.
—Veo que dejaste de buscar una Biblia y la cambiaste por algo más científico. ¿Estabas disfrutando con Darwin? —preguntó amablemente después de observarme beber durante un instante.
—¿Todavía crees que las criaturas y los humanos descienden de ancestros comunes? ¿Es realmente posible que las diferencias entre nosotros sean simplemente raciales?
Hizo un ruidito de impaciencia.
—Te dije en el laboratorio que no lo sabía.
—Estabas seguro en 1859. Y pensabas que beber sangre podría ser sólo un hábito alimenticio, no un rasgo de diferenciación.
—¿Sabes cuántos avances científicos ha habido desde los tiempos de Darwin hasta hoy? Un científico tiene derecho a cambiar de opinión cuando sale a la luz nueva información. —Bebió un poco de vino y apoyó la copa sobre la rodilla, haciéndola girar de un lado a otro de modo que el fuego jugó con el líquido—. Además, ya no hay demasiadas pruebas científicas para las teorías humanas de las diferencias raciales. La investigación moderna indica que la mayoría de las teorías sobre la raza no son más que un método humano anticuado para explicar las diferencias fácilmente observables con el otro.
—La cuestión de por qué estás aquí, por qué estamos todos aquí, te consume realmente — reflexioné con lentitud—. He podido verlo en cada página del libro de Darwin.
Matthew examinó su vino.
—Es la única pregunta que vale la pena hacer.
Su voz era suave, pero su expresión era severa, con sus líneas afiladas y la frente arrugada. Yo hubiera querido suavizar esas líneas y levantar sus facciones para convertirlas en una sonrisa, pero me quedé sentada mientras la luz del fuego bailaba sobre su piel blanca y su pelo oscuro. Matthew cogió su libro otra vez y lo meció entre sus dedos largos, mientras su copa de vino reposaba en la otra mano.
Yo tenía la mirada fija en el fuego mientras la luz iba desapareciendo. Cuando un reloj sobre el escritorio dio las siete, Matthew dejó el libro.
—¿Nos reunimos con Ysabeau en el salón antes de cenar?
—Sí —respondí, relajando un poco los hombros—. Pero deja que me cambie primero. —Mi vestuario no podía competir con el de Ysabeau, pero no quería que Matthew se sintiera demasiado avergonzado de mí. Como siempre, él parecía preparado para asistir a una reunión o para dar un paseo por Milán con un simple par de pantalones de lana negros y un nuevo ejemplar de su interminable provisión de jerséis. Mis recientes encuentros con él me habían convencido de que eran todos de cachemira, gruesa y exquisita.
Arriba, rebusqué entre mis pertenencias de la bolsa de lona y seleccioné un par de pantalones grises y un jersey azul zafiro hecho de una lana finamente tejida con cuello en forma de embudo y mangas acampanadas. Mi pelo estaba ondulado gracias al baño que me había dado antes y a que había terminado de secarse aplastado debajo de mi cabeza sobre el sofá.
Satisfechas las condiciones mínimas para estar presentable, me calcé los mocasines y empecé a bajar las escaleras. Los finos oídos de Matthew habían captado el ruido de mis movimientos y me esperaba en el descansillo. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron y mostró una amplia y lenta sonrisa.
—Me gustas tanto vestida de azul como cuando vistes de negro. Estás hermosa —susurró, besándome formalmente en ambas mejillas. La sangre subió hacia ellas cuando Matthew me levantó el pelo alrededor de los hombros e hizo pasar los mechones entre sus largos dedos blancos—. Y ahora, no dejes que Ysabeau te ponga nerviosa, diga lo que diga.
—Lo intentaré —dije con una risita, mirándolo con aire vacilante.
Cuando llegamos al salón, Marthe e Ysabeau ya estaban allí. Su madre estaba rodeada de periódicos escritos en cada una de las más importantes lenguas europeas, además de uno en hebreo y otro en árabe. Marthe, por su parte, estaba leyendo una novela de misterio en edición de bolsillo, con una tapa chillona. Sus ojos negros corrían sobre las líneas impresas a una velocidad envidiable.
—Buenas noches,
maman
—saludó Matthew, acercándose a darle un beso a Ysabeau en sus frías mejillas. Las fosas nasales de ella se dilataron cuando él se apartó, y sus ojos fríos se fijaron en los míos airadamente.
Yo sabía qué era lo que me había hecho acreedora a tan sombría mirada.
Matthew tenía mi olor.
—Ven, niña —invitó Marthe, palmeando el almohadón junto a ella y echándole una mirada de advertencia a la madre de Matthew. Ysabeau cerró los ojos. Cuando los abrió otra vez, la cólera había desaparecido para ser reemplazada por algo parecido a la resignación.
—
Gab es einen anderen Tod
—murmuró Ysabeau a su hijo cuando Matthew cogió
Die Welt
y empezó a mirar los titulares con unos ruidos de desagrado.
—¿Dónde? —pregunté. Se había encontrado otro cadáver sin sangre. Si Ysabeau creía que iba a dejarme fuera de la conversación hablando alemán, sería mejor que se lo pensara dos veces.
—Múnich —informó Matthew con la cara metida entre las páginas—. Por Dios, ¿por qué nadie hace nada al respecto?
—Debemos ser cuidadosos con lo que deseamos, Matthew —dijo Ysabeau. Bruscamente cambió de tema—: ¿Qué tal fue tu paseo a caballo, Diana?
Matthew observó con cautela a su madre por encima de los titulares de
Die Welt
.
—Maravilloso. Gracias por dejarme montar a
Rakasa
—respondí, apoyando la espalda junto a Marthe y obligándome a mirar a Ysabeau a los ojos sin pestañear.
—Es demasiado obstinada para mi gusto —señaló, para luego dirigir la atención a su hijo, que tuvo el buen sentido de meter la nariz otra vez en su periódico—.
Fiddat
es mucho más dócil. A medida que envejezco, encuentro que esa cualidad es admirable en los caballos.
«Y también en los hijos», pensé.
Marthe me sonrió de un modo alentador y se levantó para ocuparse de algo que había sobre el aparador. Le sirvió una copa grande de vino a Ysabeau y una mucho más pequeña a mí. Marthe volvió a la mesa y regresó con otro vino para Matthew. Éste lo olió para confirmar su calidad.
—Gracias,
maman
—dijo, levantando su copa con un gesto de deferencia.
—Hein, no es para tanto —respondió Ysabeau, tomando ella también un sorbo del mismo vino.
—No, no es para tanto. Sólo es uno de mis favoritos. Gracias por recordarlo. —Matthew paladeó los sabores del vino antes de tragar el líquido.
—¿A todos los vampiros les gusta tanto el vino como a ti? —le pregunté a Matthew mientras olía aquel vino picante—. Bebes constantemente, y nunca te pones ni siquiera ligeramente alegre.
Matthew mostró una gran sonrisa.
—A la mayoría de los vampiros les gusta mucho más. En cuanto a emborracharse, nuestra familia siempre ha sido conocida por su admirable autodominio, ¿verdad,
maman?
Ysabeau dejó escapar un bufido muy poco digno de una dama.
—Ocasionalmente. Con respecto al vino, quizás.
—Deberías haber sido diplomática, Ysabeau. Eres muy buena dando respuestas poco comprometidas —dije.
Matthew estalló en una carcajada.
—Dieu, nunca pensé que llegaría el día en que mi madre fuera considerada diplomática. Y menos su lenguaje. Ysabeau siempre ha sido mucho mejor con la diplomacia de la espada.
Marthe se rió con disimulo para mostrarse de acuerdo.
Ambas, Ysabeau y yo, nos mostramos indignadas, lo cual sólo consiguió que dejara escapar otra carcajada.
La atmósfera durante la cena fue considerablemente más distendida de lo que lo había sido la noche anterior. Matthew estaba sentado a la cabecera de la mesa, con Ysabeau a su izquierda y conmigo a su derecha. Marthe se movía sin cesar yendo de la cocina a la chimenea y luego a la mesa, sentándose de vez en cuando para tomar un sorbo de vino y hacer algunas pequeñas contribuciones a la conversación.
Platos llenos de comida iban y venían. Había de todo, desde sopa de champiñones silvestres hasta codornices y delicadas tajadas de carne de ternera. Me maravillé en voz alta de que alguien que ya no comía alimentos cocinados pudiera tener tan buena mano con las especias. Marthe se ruborizó y mostró sus hoyuelos, pero intentó aplastar con la mirada a Matthew cuando éste trató de contar historias de sus más espectaculares desastres culinarios.
—¿Recuerdas el pastel de paloma viva? —Él se rió entre dientes—. Nadie te explicó que tenías que tener a las aves sin comer durante veinticuatro horas antes de meter el pastel en el horno porque, si no, tendría el aspecto del palo de un gallinero. —Eso le valió una colleja en la parte de atrás del cráneo.
—Matthew —le advirtió Ysabeau, secándose las lágrimas de los ojos después de una larga carcajada—, no debes burlarte de Marthe. Tú también has tenido tus propios desastres a lo largo de los años.
—Y yo los he visto todos —informó Marthe, que llevaba una ensalada. Su inglés se hacía más fluido a medida que pasaban las horas, ya que cambiaba a este idioma cada vez que hablaba delante de mí. Regresó al aparador y fue a buscar un tazón de nueces, que puso entre Matthew e Ysabeau— . Uno fue cuando inundaste el castillo con tu idea de almacenar agua en el techo —dijo, y comenzó a enumerar con los dedos—. Dos, cuando te olvidaste de cobrar los impuestos. Era la primavera, estabas aburrido y entonces te levantaste una mañana y te fuiste a Italia a hacer la guerra. Tu padre tuvo que pedir perdón de rodillas al rey. ¡Y después ocurrió lo de Nueva York! —gritó triunfal.