Read El Día Del Juicio Mortal Online
Authors: Charlaine Harris
Pensaba en cómo situar esa estructura, imaginando cuánto costaría su construcción, mientras aparcaba detrás de la casa. ¡Pobre Dermot! Al pedirle que pasara la noche fuera, lo había condenado a una penosa y húmeda estancia en el bosque. O al menos eso pensaba yo. Las hadas tienen una escala de valores muy distinta a la mía. Quizá podría prestarle mi coche para que se fuese a casa de Jason.
Oteé a través del parabrisas buscando una luz en la cocina que delatase la presencia de Dermot.
Pero la mosquitera permanecía abierta sobre los peldaños. No pude ver bien si la propia puerta también lo estaba.
Mi primera reacción fue de indignación. «Dermot es un desastre —pensé—. Quizá debí pedirle que se fuese también». Pero entonces me lo pensé de nuevo. Dermot nunca había sido descuidado, y no tenía razón alguna para pensar que hoy iba a empezar a serlo. Quizá, en vez de irritada, debía sentirme preocupada.
Quizá debía hacerle caso a esa alarma que se empeñaba en sonar en mi mente.
¿Sabéis lo que sería inteligente? Dar marcha atrás y salir de allí. Aparté la mirada de la ominosa puerta abierta. Si dudarlo más, puse marcha atrás y empecé a retroceder. Giré el volante y me dispuse a salir a toda prisa por el camino.
Un árbol joven de respetable tamaño se precipitó en ese momento sobre la grava.
Sabía distinguir una trampa cuando la veía.
Apagué el motor y abrí la puerta precipitadamente. Mientras me debatía para salir del coche, una figura apareció entre los árboles y se lanzó en mi persecución. La única arma que llevaba encima era el bidón de leche que acababa de comprar. Aferré las asas de la bolsa de plástico y la alcé sobre mi cabeza. Para mi propio asombro, di de lleno a la figura y la leche se derramó por todas partes. Por absurdo que parezca, sentí un acceso de furia por el derroche, pero a continuación salí corriendo como pude hacia los árboles, escurriéndome sobre la hierba mojada. Gracias a Dios que llevaba las zapatillas deportivas. Corrí para salvar la vida. Puede que mi agresor estuviese algo noqueado, pero no seguiría así siempre, y quizá hubiese más de uno. Estaba segura de haber captado un atisbo de movimiento en mi periferia visual.
No estaba segura de si mis emboscadores pretendían matarme, pero lo que estaba claro era que no iban a invitarme a echar una partida al Monopoly.
Me estaba calando cada segundo que pasaba bajo la lluvia y merced al agua que removía de los arbustos a medida que me iba adentrando en el bosque. Si sobrevivía a ésa, me juré que volvería a correr en la pista de carreras del instituto, ya que el aliento me quemaba cada vez que salía y entraba en mis pulmones. La vegetación veraniega era densa y las enredaderas se extendían por doquier. Aún no me había caído, pero sólo era cuestión de tiempo.
Intentaba pensar en algo con todas mis fuerzas —sería ideal—, pero era incapaz de centrarme. Corre y escóndete, corre y escóndete, era todo lo que mi mente podía inspirarme. Si mis perseguidores eran licántropos, todo había terminado, ya que podrían rastrearme sin problemas aun en su forma humana, si bien la lluvia podría atrasarlos un poco.
No podían ser vampiros. El sol aún no se había ocultado.
Las hadas habrían sido mucho más sutiles.
Humanos, pues. Evité penetrar en el cementerio, ya que me habrían localizado muy fácilmente en terreno abierto.
Oí ruidos en el bosque, a mi espalda, así que corrí hacia el único santuario que aún podía ofrecerme un escondite. La casa de Bill.
No tenía tiempo suficiente para escalar un árbol. Tenía la sensación de que había saltado fuera de mi coche hacía una hora. ¡Mi bolso, mi teléfono! ¿Por qué no había cogido el teléfono? Podía ver con toda claridad mi bolso posado sobre el asiento del copiloto. Mierda.
Ahora corría cuesta arriba, así que me quedaba menos. Me detuve a recuperar el aliento junto a un enorme roble, a unos diez metros del porche de Bill. Asomé la cabeza para echar un vistazo. Allí estaba la casa de Bill, oscura y silenciosa bajo la copiosa lluvia. Mientras Judith estuvo residiendo allí, un día dejé mi copia de sus llaves en el buzón. Me pareció lo más correcto. Pero esa noche me había dejado un mensaje en el contestador diciéndome dónde había dejado las llaves de reserva. Jamás nos habíamos intercambiado una palabra al respecto.
Me arrastré hasta el porche, encontré la llave pegada con cinta bajo el apoyabrazos de una silla de exterior de madera y abrí la puerta principal. Me temblaban tanto las manos que me sorprendió dar con la cerradura a la primera y que no se me cayesen. Iba a entrar cuando pensé: «Huellas». Dejaría huellas por todas partes si entraba. Sería como dejar miguitas de pan para que me siguieran el rastro. Me acuclillé junto a la barandilla del porche, me quité la ropa y el calzado y los escondí tras una tupida azalea que rodeaba la casa. Retorcí mi coleta para retirar el exceso de agua. Me sacudí secamente, como un perro, para desprenderme de toda el agua posible. Y entonces penetré en la tranquila penumbra de la residencia Compton. Aunque no había tenido tiempo de, detenerme a pensarlo demasiado, se me hacía un poco extraño estar en el vestíbulo de la casa desnuda.
Me miré los pies. Una salpicadura de agua. Traté de borrarla con el pie y di una gran zancada hacia el vetusto corredor que daba a la cocina. Ni siquiera miré hacia el salón (al que Bill suele referirse como salita) o el comedor.
Bill nuca me había dicho exactamente dónde dormía durante el día. Entendí que esa información era uno de los mayores secretos para un vampiro. Pero soy una persona razonablemente alerta, y tuve tiempo de imaginármelo mientras estuvimos juntos. A pesar de que estaba segura de que había más de un lugar secreto, uno de ellos debía de estar cerca de la despensa, en la cocina. Había reformado la cocina e instalado una bañera caliente, ya que no necesitaba electrodomésticos para cocinar, pero había dejado una pequeña estancia aledaña intacta. No sabía muy bien si se trataba exactamente de una despensa o del cuarto del mayordomo. Abrí la nueva puerta apanelada y accedí al interior, cerrándola tras de mí. Hoy, las extrañamente altas estanterías sólo contenían unos cuantos paquetes de seis botellas de sangre y un destornillador. Di unos golpes en el suelo, en la pared. Por culpa del pánico y del ruido de la tormenta en el exterior, no fui capaz de notar ninguna diferencia en el sonido.
—Bill —llamé—. Déjame entrar. Dondequiera que estés, déjame entrar. —Parecía un personaje de esas historias de terror.
A pesar de quedarme escuchando durante varios segundos en la más absoluta quietud, no oí nada. No habíamos compartido sangre en mucho tiempo y aún era de día, si bien quedaba poco para el anochecer.
«Mierda», pensé, y entonces vi una fina línea que destacaba entre las tablas, junto al umbral de la puerta. La examiné con cuidado y vi que se extendía hacia los lados. No tuve tiempo de examinarla más de cerca. Con el corazón acelerado por el instinto de supervivencia y la desesperación, hundí el destornillador en la franja e hice palanca. Había un hueco, y por él me metí, llevándome el destornillador y volviendo a poner la tapa en su sitio. Me di cuenta de que las estanterías debían de ser tan altas para permitir que la puerta secreta se deslizase sin obstáculos. No sabía dónde se escondían los goznes, ni me importaba.
Durante un largo instante, me quedé sentada, desnuda, en la tierra prensada, jadeando mientras intentaba recuperar el aliento. No había corrido tanto durante tanto tiempo desde…, desde la última vez que corrí porque alguien intentaba matarme.
«Tengo que cambiar de vida», me dije. No era la primera vez que lo pensaba, que me conjuraba para buscar un modo de vida menos arriesgado.
No era momento para ponerse a pensar tan profundamente. Era momento para rezar para que quienquiera que se dedicara a tumbar árboles en mi camino no me encontrase en esa casa, desnuda e indefensa, escondida en un agujero con… ¿Dónde estaba Bill? Por supuesto que estaba muy oscuro con la puerta cerrada, y no se colaba luz alguna por la disposición del hueco y la oscuridad del lluvioso día. Palpé en la oscuridad en busca de mi involuntario anfitrión. ¿Y si estaba en otro escondite? Era sorprendente lo amplio que era ese espacio. Mientras buscaba, tuve tiempo de pensar en todo tipo de bichos. Serpientes. Cuando te encierras en un agujero, desnuda, no te gusta la idea de que algunas cosas toquen zonas corporales que rara vez están en contacto con el suelo. Gateé y palmeé a ciegas, y de vez en cuando daba respingos al sentir (o imaginar) unas diminutas patas recorriendo mi piel.
Finalmente localicé a Bill en un rincón. Aún estaba muerto, por supuesto. Para mi mayor asombro, mis dedos me indicaron que él también estaba desnudo. Práctico, sin duda. ¿Para qué ensuciarse la ropa? Sabía que dormía de esa guisa fuera en ocasiones. Me sentí tan aliviada al tocarlo que lo que menos me importó fue que no llevara ropa.
Intenté calcular cuánto tiempo me habría llevado el viaje de vuelta desde el Merlotte’s, cuánto había estado corriendo por el bosque. Mi mejor pronóstico era que aún faltaba media hora, tres cuartos, antes de que Bill despertase.
Me hice un ovillo junto a él, aferrando el destornillador, escuchando con cada nervio de mi cuerpo cualquier sonido. Cabía la posibilidad de que ellos (ese misterioso «ellos») no pudieran seguir mi rastro dentro de la casa, ni el de mi ropa. Pero si mi suerte no había variado, seguro que podrían encontrar mi ropa, y sabrían que había entrado en la casa y entrarían ellos también.
Tuve tiempo de lamentarme por haber ido corriendo al hombre más cercano en busca de protección. Aun así, me controlé; no eran tanto sus músculos lo que buscaba como el cobijo de su casa. Y eso era aceptable, ¿no? En ese momento, la corrección social era lo que menos me importaba. La supervivencia estaba en lo más alto de mi lista. Y Bill no estaba precisamente a mi disposición, suponiendo que estaría dispuesto…
—¿Sookie? —murmuró.
—Bill, gracias a Dios que has despertado.
—Estás desnuda.
Qué raro que un hombre mencione ese detalle desde el principio.
—Y tanto. Y te diré por qué.
—No puedo levantarme todavía —dijo — . Debe de estar… ¿nublado?
—Sí. Una gran tormenta. Está oscuro como la boca del demonio, y hay gente…
—Vale. Más tarde. —Y volvió a dormirse.
¡Mierda! Me arrebujé más aún contra su cuerpo y escuché. ¿Había dejado la puerta principal sin cerrar? Claro que sí. Y en cuanto me di cuenta, oí el suelo de madera crujir sobre mi cabeza. Estaban dentro.
—No hay gotas —dijo una voz, probablemente desde el vestíbulo. Me arrastré a cuatro patas hacia la puerta secreta para escuchar mejor, pero me detuve. Aún quedaba la posibilidad de que aunque abriesen la puerta, no nos viesen ni a Bill ni a mí. Estábamos en el rincón más alejado, y el espacio era muy amplio. A lo mejor fue un sótano, o lo más parecido en un lugar con una tasa de lluvias tan generosa.
—Sí, pero la puerta estaba abierta. Debe de haber entrado. —Era una voz nasal, y sonaba un poco más cerca que la anterior.
—¿Sin dejar huellas? ¿Con todo lo que está lloviendo? —La voz sarcástica era un poco más profunda.
—No sabemos qué es — dijo el de la voz nasal.
—No es una vampira, Kelvin. Eso lo sabemos.
—Quizá sea una cambiante que se transforma en pájaro, o algo así, Hod.
—¿Pájaro? —El bufido de incredulidad reverberó por la oscura casa. Hod podía ser muy sarcástico.
—¿Viste las orejas de ese tipo? Eso sí que era increíble. En estos tiempos no se puede descartar nada —recomendó Kelvin a su compañero.
¿Orejas? Estaban hablando de Dermot. ¿Qué le habían hecho? Era la primera vez que pensaba que le podría haber ocurrido algo a mi tío abuelo.
—Sí, ¿y? Seguro que es uno de esos empollones aficionados a la ciencia ficción. —Hod no parecía prestar mucha atención a lo que estaba diciendo. Oí que abrían puertas de armarios. Imposible que me escondiese allí.
—Qué va, tío. Estoy seguro de que eran reales. No tenía cicatrices ni nada. Quizá debí quedarme con una.
¿Quedarse con una? Me estremecí.
Kelvin, que estaba más cerca de la despensa que Hod, añadió:
—Subiré a comprobar las habitaciones. —Oí el ruido de sus pasos alejarse, el distante crujido de las escaleras, pasos amordazados por las alfombras de la planta alta. Supe dónde estaba en cuanto lo tuve justo encima, en el dormitorio principal, donde dormía cuando estaba con Bill.
Con Kevin ausente, Hod se dedicó a ir de un lado para otro, aunque no me pareció que pusiera demasiado empeño en encontrarme.
—Vale…, aquí no hay nadie —anunció Kelvin al regresar de la antigua cocina—. ¿Por qué habrá una bañera caliente en la casa?
—Hay un coche fuera —apreció Hod, pensativo. Su voz estaba mucho más cerca, justo al otro lado de la puerta secreta. Estaba pensando en regresar a Shreveport y darse una ducha caliente, ponerse ropa seca y puede que hacer el amor con su mujer. En eso capté más detalles de los que me hubiesen gustado. Puaj. Kelvin era más prosaico. Quería recibir el pago, así que deseaba entregarme. ¿A quién? Maldita sea, no estaba pensando en eso. Se me hundió el corazón, aunque hubiese jurado que ya lo tenía a los pies. Mis pies desnudos. Menos mal que me había pintado las uñas. ¡Irrelevante!
Una brillante luz se dibujó de repente a lo largo de la hendidura de la puerta secreta, la escotilla o comoquiera que Bill la llamase. Habían encendido la luz de la despensa. Me quedé quieta como un ratoncillo, esforzándome por respirar superficial y silenciosamente. Me pregunté cómo se sentiría Bill si me matasen justo a su lado. ¡Irrelevante!
Pero algo sentiría.
Oí un crujido y supe que uno de los hombres estaba justo encima de mí. Si hubiese podido desconectar mi mente, lo habría hecho. Era tan consciente de la vida en otras mentes que me costaba creer que la detección no fuese recíproca, sobre todo si se trataba de una tan nerviosa como la mía.
—Aquí sólo hay sangre —dijo Hod, tan cerca que di un respingo—. De esa embotellada. ¡Eh, Kelvin, esta casa debe de pertenecer a un vampiro!
—Eso da igual mientras siga dormido. A lo mejor es una tía. Eh, ¿nunca te lo has hecho con una vampira?
—No, ni quiero. No me gustan los muertos. Bueno, la verdad es que algunas noches Marge no es mucho mejor.
Kelvin se rió.
—Más vale que no te oiga decir eso, hermano.
Hod rió también.