El día que Nietzsche lloró (8 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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¿Habría informado Mathilde a Freud? Breuer no quería preguntar. En aquel momento. Quizá más tarde, cuando se hubieran sosegado los ánimos. Por eso escogió las palabras con mucho cuidado.

—Bien, Sig, ya sabes que Bertha presentaba todos los síntomas típicos de la histeria (perturbaciones sensoriales y motrices, contracturas musculares, sordera, alucinaciones, amnesia, afonía, fobias) y otras manifestaciones insólitas. Por ejemplo, sufría extrañas alteraciones lingüísticas. A veces no podía hablar alemán durante semanas enteras, sobre todo por la mañana. Manteníamos nuestras conversaciones en inglés. Más extraña aún era su doble vida mental: una parte de sí vivía en el presente, la otra reaccionaba emocionalmente frente a hechos que habían ocurrido un año antes, según averiguamos al consultar el diario de su madre del año anterior. Tenía, también, una seria neuralgia facial que sólo aliviaba la morfina, por lo que se volvió adicta a esta droga.

—¿Y la trataste recurriendo al magnetismo animal? —preguntó Freud.

—Al principio, ésa era mi intención. Pensaba seguir el método de Liebault y eliminar los síntomas mediante sugestión hipnótica. Sin embargo, gracias a Bertha, que es mujer de una creatividad extraordinaria, descubrí un principio innovador. Durante las primeras semanas, la visitaba a diario y siempre la encontraba en tal estado de agitación que poco trabajo efectivo podía hacerse. Pero luego descubrimos que su agitación se aliviaba cuando me describía detalladamente todo lo desagradable que le había sucedido durante el día. — Breuer cerró los ojos para concentrarse. Sabia que aquello era importante y quería incluir todos los datos significativos—. El proceso fue lento. Bertha solía necesitar todas las mañanas una hora de "deshollinación", como ella misma decía, para eliminar de su mente los sueños y fantasías desagradables, pero cuando regresaba yo por la tarde, ya se habían acumulado nuevos elementos irritantes que también había que deshollinar. Sólo después de haber arrancado por completo de su mente estos resabios diarios podíamos dedicarnos a aliviar los síntomas más duraderos. Y en este punto, Sig, hicimos un descubrimiento sorprendente.

Al oír el tono de Breuer, Freud, que estaba encendiendo un cigarro, se quedó inmóvil y tan deseoso de escuchar las palabras siguientes que el fósforo acabó quemándole el dedo.

—Ach, mein Gott! —exclamó, sacudiendo el fósforo y chupándose el dedo—. Sigue, Josef. ¿Cuál fue ese descubrimiento tan sorprendente?

—Bien, descubrimos que, cuando ella se remontaba al origen mismo de un síntoma y me lo describía, ese síntoma desaparecía solo, sin necesidad de sugestión hipnótica...

—¿Origen? —preguntó Freud, tan fascinado ahora que dejó el cigarro en el cenicero, donde se fue consumiendo solo—. ¿Qué quieres decir, Josef, con el origen del síntoma?

—El agente exasperante original, la experiencia que había dado origen al síntoma.

—Ponme un ejemplo.

—Te hablaré de su hidrofobia. Bertha no podía o no quería beber agua desde hacía semanas. Tenía mucha sed, pero cuando cogía un vaso de agua no podía beberla y se veía obligada a calmar la sed comiendo melón y otras frutas. Cierto día, en pleno trance (se automagnetizaba y de forma automática caía en trance en cada sesión), recordó que hacia unas semanas había entrado en la habitación de su enfermera y había visto al perro lamer el agua de su vaso. En cuanto me describió este recuerdo, desahogó la rabia y el asco que sentía y pidió un vaso de agua, que bebió sin dificultad. El síntoma no volvió a reaparecer.

—Notable, muy notable —exclamó Freud—. ¿Y después?

—Pronto abordamos cada uno de los síntomas de esta manera sistemática. Algunos síntomas (por ejemplo, la parálisis del brazo y las alucinaciones en que veía calaveras y serpientes) se debían a la conmoción que había sufrido al morir su padre. Cuando describió todos los detalles y las emociones relacionadas con el episodio (para estimular su recuerdo, le pedí que colocara los muebles tal como se encontraban en el momento de la defunción), todos los síntomas desaparecieron en el acto.

—¡Qué hermoso es eso! —Freud se había puesto en pie y paseaba emocionado por la habitación—. Las implicaciones teóricas son impresionantes. ¡Y del todo compatibles con las teorías de Helmholtz! Cuando, mediante la catarsis emocional, se libera el exceso de la carga eléctrica cerebral responsable de los síntomas, los síntomas se comportan como es debido y desaparecen de inmediato. Pero pareces muy tranquilo, Josef. Es un descubrimiento fundamental. Debes publicar este caso.

Breuer dio un profundo suspiro.

—Tal vez, algún día. Pero no es éste el mejor momento. Hay demasiadas complicaciones personales. He de tener en cuenta los sentimientos de Mathilde. Ahora que te he descrito el tratamiento que apliqué, puede que te percates de la cantidad de tiempo que tuve que invertir en Bertha. Bien, Mathilde no podía, o no quería, apreciar la importancia científica del caso. Como sabes, acabó quejándose debido al número de horas que pasaba con Bertha y, de hecho, sigue tan enfadada que se niega a discutir el asunto conmigo. Además, no puedo publicar un caso que terminó tan mal. Ante la insistencia de Mathilde, me desentendí del caso y trasladé a Bertha al sanatorio de Binswanger, en Kreuzlingen, el pasado mes de julio. Todavía recibe tratamiento allí. Ha costado acabar con su morfinomanía y al parecer han vuelto algunos síntomas, como la imposibilidad de hablar alemán.

—Aun así —dijo Freud, pasando por alto el enfado de Mathilde—, es un caso que abre un nuevo camino. Podría significar el inicio de un nuevo enfoque terapéutico. ¿Lo seguiremos discutiendo cuando tengamos más tiempo? Me gustaría conocer hasta el último detalle.

—Ningún problema, Sig. En el consultorio tengo una copia del informe que envié a Binswanger. Unas treinta páginas. Puedes leerlo cuando quieras.

Freud miró su reloj.

—¡Caramba! Es ya muy tarde y todavía no me has contado lo de la hermana del estudiante de medicina. Su amiga, la que quiere que trates con la terapia coloquial ,¿es histérica? ¿Presenta síntomas como los de Bertha?

—No, Sig, es aquí donde la historia se pone interesante. No hay histeria y el paciente no es una mujer. La persona amiga es un hombre que está, o estaba, enamorado de ella. Cuando ella lo dejó por otro hombre, un antiguo amigo de él, el individuo sufrió una especie de mal de amores suicida. Es obvio que ella se siente culpable y que no quiere tener un suicidio en la conciencia.

—Josef, Josef —Freud parecía escandalizado—, el mal de amores no compete a la medicina.

—Esa fue también mi primera reacción. Fue lo que le dije a ella. Pero escucha el resto. La historia es increíble. El amigo, que es un notable filósofo y amigo personal de Richard Wagner, no quiere ayuda, o es demasiado orgulloso para pedirla. Ella quiere que yo haga de mago. Con el pretexto de tratar su estado físico, quiere que cure de forma subrepticia su problema psicológico.

—¡Eso es imposible! No lo harás, ¿verdad, Josef?

—Lo cierto es que ya he aceptado.

—¿Por qué? —Freud recogió el cigarro del cenicero y se inclinó hacia delante. La preocupación por su amigo le hizo fruncir el entrecejo.

—Ni siquiera yo lo sé. Desde que terminó el caso Pappenheim, me he sentido inquieto y estancado. Tal vez necesite distracción, un estímulo como éste. Pero hay otra razón por la que he aceptado. La hermana del estudiante de medicina es muy convincente. No se le puede decir que no. Seria una misionera excelente. Podría convertir un caballo en pollo. Es extraordinaria. No puedo describírtela en este momento. Tal vez algún día la conozcas. Entonces te darás cuenta.

Freud se puso en pie, se estiró, fue al balcón y abrió las cortinas de terciopelo. Como no podía ver a través del cristal empañado, limpió una pequeña parte con el pañuelo.

—¿Sigue lloviendo? —preguntó Breuer—. ¿Llamamos a Fischmann?

—No, ya casi no llueve. Iré andando. Pero se me ocurren más preguntas sobre tu nuevo paciente. ¿Cuándo lo verás?

—Todavía no se ha puesto en contacto conmigo. Ese es otro problema. Fräulein Salomé y él no están en buenas relaciones ahora. De hecho, me enseñó unas cartas que destilaban odio. Aun así, me asegura que "se las arreglará" para que él acuda a mí para solucionar sus problemas de salud. Y estoy convencido de que, en esto, como en todo, conseguirá lo que se propone.

¿Exigen consulta médica los problemas de ese hombre?

—Sin ninguna duda. Está muy enfermo y ya ha confundido a dos docenas de médicos, casi todos de excelente reputación. Fräulein Salomé me describió una larga lista de síntomas: terribles dolores de cabeza, ceguera parcial, náuseas, insomnio, vómitos, indigestión, problemas de equilibrio, debilidad. —Al ver que Freud cabeceaba con perplejidad, añadió—: Si quieres ser especialista, debes acostumbrarte a estos cuadros clínicos desconcertantes. Los pacientes polisintomáticos que van de un médico a otro son parte diaria de mi práctica. ¿Sabes, Sig? Este caso podría enseñarte algo. Te mantendré informado. —Breuer meditó un instante—. Hagamos una breve comprobación ahora. Hasta el momento, teniendo en cuenta los síntomas descritos, ¿cuál sería tu diagnóstico?

—No lo sé, Josef. Los síntomas no forman un todo coherente.

—No seas tan cauto. Adivina. Piensa en voz alta.

Freud se sonrojó. Por más sediento de conocimientos que estuviera, detestaba pasar por ignorante.

—Quizá una esclerosis múltiple o un tumor en el occipital. ¿Saturnismo? No lo sé.

—No olvides la hemicránea. ¿Y qué me dices de la hipocondría delirante?

—El problema —dijo Freud— es que ninguno de esos diagnósticos explica todos los síntomas.

—Sig —dijo Breuer, poniéndose en pie y hablando en tono confidencial—, te revelaré un secreto profesional. Un secreto que un día será la columna que te sostendrá como especialista. Lo aprendí de Oppolzer, que una vez me dijo: "Los perros pueden tener pulgas y también piojos".

—Eso quiere decir que el paciente...

—Sí —dijo Breuer, pasando el brazo por los hombros de Freud. Los dos hombres echaron a andar por el largo pasillo—. El paciente puede tener dos enfermedades. Así ocurre por lo general con los pacientes que llegan al especialista.

—Volvamos al problema psicológico. Tu Fräulein Salomé dice que este hombre no admite que tiene un problema psicológico. Si no quiere reconocer que posee impulsos suicidas, ¿cómo procederás?

—Eso no debería ser un problema —respondió Breuer en tono confidencial—. Cuando estudio una historia clínica, siempre encuentro la oportunidad de deslizarme hasta el reino psicológico. Cuando pregunto acerca del insomnio, por ejemplo, a menudo interrogo al paciente sobre los pensamientos que lo mantienen despierto. O, cuando el paciente ha enumerado todos sus síntomas, adopto una actitud comprensiva y le pregunto, de repente, si se siente desalentado por su enfermedad, con ganas de abandonarse; si quiere seguir viviendo. Pocas veces falla y el paciente acaba contándomelo todo. —Ya en la puerta de la calle, ayudó a Freud a ponerse el abrigo—. No, Sig, ése no es el problema. No me costará ganarme la confianza del filósofo y hacer que lo confiese todo. El problema consiste en qué hacer con lo que averigüe.

—Sí, ¿qué harás si es un suicida?

—Si me convenzo de que planea suicidarse, haré que lo encierren en seguida, en el manicomio de Brrinnlfeld o en un sanatorio privado, como el de Breslauer en Inzerdorf. Pero ése no será el problema. Piensa: si de verdad fuera un suicida, ¿se molestaría en acudir a mí?

—¡Claro, ya entiendo! —Freud, sonrojándose, se dio un golpecito en la sien.

—No —prosiguió Breuer—, el verdadero problema es qué hacer con él si no es un suicida, si sólo se trata de que sufre mucho.

—Sí —convino Freud—, ¿y entonces?

—Tendré que convencerlo de que vea a un sacerdote. O de que haga una larga cura en Maxienbad. O si no, inventaré mi propia manera de tratarlo.

—¿Inventar una manera de tratarlo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué manera?

—Luego, Sig. Hablaremos más adelante. Ahora, vete. No te quedes dentro con el abrigo puesto.

Al cruzar la puerta, Freud se volvió hacia su amigo.

—¿Cómo has dicho que se llama ese filósofo? ¿Es alguien que yo conozca?

Breuer vaciló. Recordando la promesa hecha a Lou Salomé, inventó en el acto un nombre para Friedrich Nietzsche según el método por el que Anna O. había representado a Bertha Pappenheim.

—No, no es conocido. Se llama Müller, Eckart Müller.

Cuatro

Dos semanas después, instalado en su consultorio, enfundado en la bata blanca, Breuer leía una carta de Lou Salome.

23 de noviembre de 1882

Estimado doctor Breuer:

Nuestro plan funciona. El profesor Overbeck conviene con nosotros en que la situación es muy peligrosa. Nunca ha visto a Nietzsche tan mal. Hará lo posible por convencerle de que le visite a usted. Ni Nietzsche ni yo olvidaremos su bondad en este momento de apuro.

Lou Salomé

"Nuestro plan", "nosotros", "Nietzsche y yo". Breuer dejó la carta —después de haberla leído quizá por décima vez desde su llegada, hacía una semana— y cogió el espejo que había encima del escritorio para verse a sí mismo pronunciando la palabra "nuestro". Vio un delgado fragmento de labio rosado alrededor de un pequeño agujero oscuro, rodeado de pelos castaños. Dilató el agujero y vio que los labios se estiraban elásticamente alrededor de los dientes amarillentos que salían de las encías como lápidas medio enterradas. Pelos y agujero, hueso y dientes: erizo, morsa, mono, Josef Breuer.

Aborrecía el aspecto de su barba. Cada vez se veía a más hombres afeitados por la calle. ¿Cuándo se animaría a eliminar toda aquella masa de pelos? También aborrecía los brotes grisáceos que de forma insidiosa despuntaban en el bigote, en el lado izquierdo de la barbilla y en las patillas. Sabia muy bien que esos pelos grises eran los primeros exploradores de una despiadada invasión invernal. Y no habría forma de detener el paso de las horas, los días, los años.

Breuer aborrecía todo lo que reflejaba el espejo: no sólo la marea gris, los dientes y el pelo, sino también la nariz aguileña que se esforzaba por doblarse hacia la barbilla, las orejas absurdamente grandes y la frente despejada y amplia desde la que la calvicie había empezado a abrirse camino hacia la coronilla, sin piedad, dejando al descubierto la vergüenza del cráneo pelado.

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