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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (45 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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En Anahuac el viento formaba remolinos con las cenizas. Por primera vez habían sido quemados hombres en la plaza del mercado de Tenochtitlán. El cacique que había matado a Escalante y que había tenido que dar cuenta de ello al gran señor, había sido quemado junto con todos sus familiares. La multitud agolpada alrededor había visto aquella escena incomprensible. La puerta del palacio se abrió y la comitiva, como una oruga, se puso en movimiento rodeada de españoles armados. Delante de todo, en su silla de manos, como correspondía a su rango, era conducido el cacique. Las llamas habían prendido la pira y se elevaban ya a buena altura.

Lo primero que ardió fue su manta de algodón. En este país no había sido nadie quemado a fuego lento todavía y por eso la gente miraba con horror cómo las llamas lamían aquel cuerpo. Se vio cómo el cacique rechazaba a los sacerdotes de los hombres blancos y se tapaba la cabeza con la manta después de haber mirado a su hijo, que debía acompañarle en el gran viaje. No se oía el menor ruido sino el crepitar del fuego, que despedía un terrible olor a carne quemada.

Desde hacía algún tiempo, las funciones de intérprete eran desempeñadas casi siempre por Aguilar. Marina, con su cuerpo deformado, pesado y tambaleante, se paseaba por los pasillos del palacio y estaba retirada largas horas en las habitaciones de las mujeres. Los centinelas iniciaban una sonrisa burlona, pero nadie se atrevía a dirigirle una palabra atrevida y ella seguía saludando a los soldados con su extraña voz gutural. Por la noche, las mujeres de Moctezuma quedaban al lado de Marina, pues el gran señor deseaba que se le informara inmediatamente que se presentaran los primeros dolores, como si Marina fuese una de sus propias mujeres que esperaban el trance. Todo se preparó según las viejas costumbres. Todas las noches se ponían grandes vasijas de agua al fuego, después de bendecidas por los sacerdotes. Las mujeres estaban toda la noche esperando y los centinelas oían cómo hasta el amanecer se elevaba el cántico monótono y apagado.

Flor Negra fue a Marina y habló con ella. Marina inclinó la cabeza y rió. Su rostro seguía sereno y no mostraba signo de las molestias que había de sufrir aquella mujer con su cuerpo hinchado y pesado.

—Soy esclava tuya, Flor Negra… —dijo, según la fórmula cortesana, y esperó después a que el príncipe hablase, pensando si también buscaría escondidos tesoros por aquí o si trataría de sonsacarla mediante algunos pequeños regalos.

—Tú más que nadie en Anahuac conoce a esos teules
.
Debes de saber por tanto lo que proyecta Malinche. ¿Quiere pasar su vida aquí, o le mandará regresar su señor, el que vive allende los mares? En tal caso, ¿quedará libre otra vez el Terrible Señor y las cosas irán como iban antes, como fueron siempre, desde los tiempos más remotos?

Marina se envolvió en su manta y sonrió. Flor Negra la acosaba de modo febril, insaciablemente, olvidando que defendía sus derechos delante de una humilde sierva.

Cortés dijo a Moctezuma:

—Augusto señor: No tengo fuerza contra los españoles, es decir, contra mi propia gente. Si te dejo salir de aquí y te hago conducir a tu palacio, como sería en verdad mi deseo, se sublevarían los míos y nos amenazarían a ambos con la muerte. Todos somos hijos del mismo Padre Celestial y por eso somos iguales. Pueden hablar conmigo como yo les hablo a ellos. Tan pronto, empero, como nuestros buques estén construidos de manera que podamos abandonar estas costas y volver a nuestro país… entonces será diferente… Debes ayudarme, augusto señor, a construir mis buques. Sandoval partió hacia Vera Cruz llevando la orden de Moctezuma. Todas las manos debían ayudar a talar árboles, descortezarlos y desbastarlos, siempre que lo pidieran los rostros pálidos. El gran señor contempló los dibujos de las naos que el constructor López había planeado. Movió la cabeza en señal de complacencia. Aquellas casas flotantes serían hermosas verdaderamente. En su pecho llevaba encerrada y oculta la noticia de que los príncipes aliados se habían rebelado; que Cacama los había convocado a Consejo y les había enviado un mensaje diciéndoles que trajeran las pieles de ocelote, sobre las que era costumbre sentarse los hombres cuando se hablaba de guerra.

Los rumores corrieron por el palacio. Ante él venían solamente unos pocos. El cerraba los ojos y veía a todos los que se inclinaban ante él rindiéndole homenaje; pero que ahora posiblemente en Iztapalapán se susurraban cosas al oído como en un coro: "En el gran señor se encierra un alma de mujer." Y decían los demás:

"Todos pudieron ver cuando el cacique Huapopoca fue conducido a la hoguera. Volvió su vista hacia nuestro señor; pero éste llevaba grillos en las muñecas. Malinche había colocado a Moctezuma una cadena solamente por una hora, como signo de que era señor culpable de culpable siervo. Después le hizo quitar los grillos. Desde entonces nadie ha visto reír al Terrible Señor; desde entonces han aparecido hebras de plata en sus cabellos y su pluma de quetzal parece mustia y triste. El oyó como se contaba en Iztapalapán lo que se podía leer en la hoja de agave: A estas horas el Terrible Señor no es ningún guerrero; lleva en sí el alma de una mujer."

Cada noticia que llegaba le hacía palidecer más y le ponía más triste, pues todos los que hasta entonces estuvieron pendientes de un solo movimiento de sus cejas, todos, lejanos e insignificantes caciques, los principales aliados, los jefes de las ciudades, y también la más sabia y triste de todas, la señora de Tula, única amada del Señor del Ayuno, todos le enviaban ahora mensajes:"¿Qué más esperas? ¿Qué espera nuestro señor, a quien los rostros pálidos han metido en el cuerpo el aliento de una mujer? " Moctezuma callaba. Esperaba ideas o pensamientos creadores y, entretanto, medía el tiempo por el ruido acompasado de los herrados zapatos de los centinelas.

Los dolores se presentaron cuando se encontraba sola. Al principio, fueron unos dolores imprecisos que daban como empujones. «Todavía no debe de ser eso", pensó. Esperó. La noche empezó a danzar formando círculos de fuego ante sus ojos. Todo eso era una cosa buena; se sentía feliz, indeciblemente feliz, de poder libertar de la prisión de su cuerpo al hijo de su amo. En la estancia próxima dormía Cortés. Desde que ella estaba tan molesta y no deseaba la aproximación del hombre, le veía sólo a las primeras horas de la mañana, cuando él le traía noticias y hablaban un rato a solas. Era Cortés muy diferente de los hombres de aquí. Había visto a la segunda mujer de su padre durante el embarazo. Habla podido ver cómo su padre no la trataba entonces con mayor suavidad que antes ni procuraba, en manera alguna, mitigar sus molestias. Así era conforme a las costumbres y leyes de Anahuac. Pero su señor era muy diferente. Su vos se había ido volviendo más cariñosa y de sus labios salían frases nuevas: «¿Estás cansada, Marina?" Otras veces le decía: "Toma esta manta, envuélvete en ella; te podrías resfriar." Ella le miraba y le admiraba. Había llegado de remotísimas regiones misteriosas; había sido acariciado por los besos de innumerables mujeres blancas de las que había aprendido el amor.

Cuando los dolores arreciaron, todo le daba vueltas alrededor; pero se sentía increíblemente feliz, pues había oído que la víspera Cortés decía a Xaramillo: "Si oyes algo en las habitaciones de la mujeres, avísame en seguida; no quiero estar separado de Marina cuando llegue el momento supremo."

En una ocasión le dijo: "Marina: eres una mujer a quien tengo mucho que agradecer." Se lo dijo entre besos, después de un largo silencio. Nunca le habló de su esposa blanca que vivía lejos y con la cual estaba ligado hasta la muerte. Por los capitanes, había sabido Marina que el color de aquella mujer era tan blanco como su vestido, que tosía siempre y a menudo escupía rojas rosas de sangre. Otra ves él le dijo: "Marina: eres casi como si fueras mi verdadera esposa." Moctezuma era un gran señor y cien mujeres gozaban de sus favores; sin embargo, entre todas ellas sólo habla dos reinas. También doña Luisa era la esposa legítima del señor de Alvarado; sin embargo, ayer mismo le había visto cómo se deslizaba cautelosamente en la habitación de la sucia Beatriz… Ella se había avergonzado y había vuelto la cabeza al otro lado, mientras Alvarado se reía. Los, hombres blancos eran extraordinarios, sus abrazos y sus palabras no tienen freno. Es como si su pensamiento no reposara nunca en su interior y como si nunca se vislumbrara el alma desde el exterior.

Debió de gemir con fuerza, porque oyóla la vieja mujer de Moctesuma y entró. Mezcló las hierbas y masculló las fórmulas mágicas mientras manipulaba en las vasijas. Trajo una escudilla que representaba la figura de la diosa Toci agachada; esa diosa era la fuente, el origen alegre de todos los dolores de la mujer. La vieja le dio a beber su contenido, que era amargo como la hiel. —Almita mía; tus dolores han de acentuarse todavía. No te duermas. Debes sufrir todo lo que puedas soportar. Bebe. — El padre Olmedo hizo preguntar si en esa hora solemne no sentía necesidad de fortificar su espíritu. Marina dijo que no. Estaba asombrada. ¿Un hombre en tales momentos? Olmedo apartó la cortina y miróla sonriendo. "Todos somos siervos de Dios. Te bendigo, hijita, en esta hora de dolor." Y le dejó un crucifijo sobre la colchoneta, a la cabecera. Cuando el Padre hubo salido, la mujer vieja contempló admirada el crucifijo: "¿Un crucifijo aquí? ¿Se negará la diosa a prestar su ayuda… ? " Fueron pasando las horas y llegó el nuevo día, el primero de un nuevo año que los españoles llamaban mil quinientos veinte.

Cuando llegó el hijo, era ya mediodía. Marina, pálida, sonreía; estaba rendida, marchita, como una flor arrancada de la planta. Se sentía tan débil… El niño había venido con dificultades y la mujer que la asistía había preparado ya el cuchillo para ayudar con algunos cortes si era necesario. Pero de un modo u otro había ya llegado el niño; pequeñito y débil. Pasada la rubicundez primera, su piel quedó pálida, casi blanca. Solamente por su pelo negro, por sus pómulos prominentes y sus ojos, mostraba su parecido con la madre. Los españoles cambiaban miradas. ¿Lograría vivir ese gusanito pálido? Las mujeres indias le envolvieron en lienzos. Una de ellas calentaba en un brasero unos paños suaves para acogerle y conservar su calor.

Se le echó por la boquita un líquido tibio; escuchaban su respiración, mientras un adivino afuera consultaba ya a los astros. Cortés estaba escuchando un informe de su enviado de Tezcuco cuando le llegó la noticia de que ya estaba allí, en el mundo, su hijo. Levantóse de un salto y, sin sombrero, vestido de negro, entró en la habitación donde Marina sonreía, envuelta en gruesas mantas; y su sonrisa era desmayada, sin vida apenas. Cortés le puso la mano en la frente y le hizo el signo de la cruz. Sobre una tabla veíanse todas las cosas que Cortés había regalado a la muchacha: un peine español de madreperla, la mantilla, un pequeño puñal, algunas joyas, la pulsera, la cruz de oro, la sortija… "Si muero, quiero que me entierren con todas esas cositas." Cortés vio claramente este pensamiento al mirar aquellos objetos, y las lágrimas le subieron a los ojos.

Miró al niño envuelto en mantas. Era su hijo, su primer hijo, su querido hijo y, como tal, debía reconocerlo ante Dios.

¿Qué hacemos con él, señor?

El notario real sonreía al saludar al padre, estrechándole la mano. Olmedo trajo velas y una pequeña jofaina con agua bendita y también un poco de aceite.

—¿Qué nombre llevará cuando sea mayor y cuál ha de ser su patrón?

—Dadle el nombre de Martín, que es el de mi anciano padre. Que Dios permita que llegue a hombre. Le reconozco como hijo. Alvarado y doña Luisa fueron los padrinos. También, según los usos mejicanos, había padrinos, regalos de las vecinas, ritos. Doña Luisa frotó el cuerpecito del niño con miel, quemó copal y dijo a media voz unas oraciones para preservarle del mal, oraciones a las que ni aun el padre Olmedo hubiera podido objetar nada. Marina estaba en el cuarto inmediato y, sonriendo, veía desde allí cómo Cortés se inclinaba sobre la criatura y reía…, se quitaba el guante y pasaba la mano sobre la manta para alisarla. Marina se sentía muy débil y se adormeció. Al despertar, notó y vio el humo que ellos quemaban en honor de su Dios, y aun con los ojos cerrados lo hubiera conocido por el aroma peculiar que tan familiar le era ya.

Olfateó como puede olfatear en los bosques la presencia de un animal nuevo o extraño cualquiera de sus habitantes.

Cortés contemplaba el rostro pálido, amarillento, de su hijo. Después su mirada se dirigió por encima del jardín a la orilla del lago donde los carpinteros construían los bergantines. Fue hasta allí. En el lindero del jardín del palacio se había excavado un corto canal y se había construido una especie de astillero primitivo, don de se alzaban ya los armazones de madera de las embarcaciones. Aspiró aquel dulce aroma de resina fresca. El sol hacía brillar las maderas recién cortadas. Miró luego en dirección a la otra ala del palacio y sobre la plataforma vio al gran señor, solo, pensativo. También éste le vio a él. Los trabajadores indios iban y venían activamente, mezclados con los carpinteros españoles. Moctezuma contemplaba cómo se iban amontonando aquellas dispersas piezas, cómo se ponían los mástiles, cómo se iba formando la nueva cubierta y poco a poco se iba terminando el buque… Los cuatro bergantines a medio construir parecían estar absortos en la contemplación del mar.

Por primera vez desde que fue preso Moctezuma visitó el Teocalli. Por primera vez abandonó el palacio para ofrecer su sacrificio a aquel cuya fiesta se había de celebrar, al Ser Supremo, a quien no se designa con ningún nombre, aquel que está por encima de todos los dioses y que no puede ser representado por imagen ni dibujo alguno. En la plataforma inferior, le esperaban los soldados destinados a su custodia y protección, todos con armaduras y, lanzas en las manos, mientras él estaba en la terraza del templo y esperaba a que el sol mandase sus rayos perpendicularmente, pues sólo entonces debía hablar la Divinidad. Esperaba el veredicto que pondría fin a sus dudas y vacilaciones. Pero el oráculo callaba; ningún viento movía las frescas flores que él había puesto como ofrenda ante los ídolos en vez de corazones humanos. La noche anterior, los rostros pálidos habían pasado y vuelto a pasar por delante de su puerta; los oyó durante largas loras de insomnio; escuchaba el ruido de sus pasos, el chocar de sus armas y las órdenes que daban los capitanes. Al romper el día, aquellos ruidos fueron desplazados por otros nuevos: oyó entonces el golpear de las hachas en el astillero y los tablones que resonaron extrañamente. Levantóse de puntillas, para no ser oído por los camareros, salió a ver la aparición de la aurora y contemplar aquellos extraños hombres que trabajaban afanosamente con sus hachas.

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