El dios de la lluvia llora sobre Méjico (72 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Le ofreció un puñado de manzanas secas. Guatemoc sonrió: "Cómelas tú", dijo. Durante un minuto reinó el silencio. Se oía el retumbar de los cañones. Estaban acostumbrados. Conocían ya el curso que seguían las balas de piedra y sabían que no hacían ningún daño, si llegaban muertas. Desde la azotea miraban hacia abajo. Alrededor se veían las hogueras de las guardias, de los que antes les eran fieles. Más allá, las fogatas de los españoles elevaban sus llamas, formando figuras regulares, cuadros o triángulos con el ángulo agudo delante. Con sólo mirar aquellas hogueras se conocían que eran de rostros pálidos… Después, sus llamas se hicieron menores y acabaron por apagarse como si hubieran recibido señales. El centinela observaba vigilando dónde estaba el campamento de los tlascaltecas y dónde los otros pernoctaron. En el lago se veían los buques; oscilaban las linternas rojas, que el viento balanceaba. Izaban una bandera y entonces se hacían señales…

Extendió el brazo y ofreció la comida a Tecuichpo. A su alrededor había esqueletos, como sombras que hubieran vuelto del otro mundo. Habían sido un día fieles servidores del Terrible Señor. Pensó Papan. Esos no se despertarían ya más. Tal vez seguía pensando. Tenochtitlán se sostendría aún dos días más. Ochenta y ocho veces la noche había seguido al día, desde que Malinche y sus españoles habían invadido la región. ¿Hambre? Casi todos los días comía carne, el buen bocado que le correspondía. Siempre carne sin sal ni aderezo, sin grasa; carne asada en su propio jugo, carne de indios flacos, pues casi cada día caía algún prisionero; a veces también algún blanco, que se traía herido o desvanecido en una canoa con el lazo todavía alrededor del cuello… Era carne. Siempre un bocado tan sólo, pues la fuente iba de mano en mano y cada uno cortaba un pedazo. El sacerdote decía:

—Parece que han vuelto los tiempos de nuestros antepasados. Antes nutríamos nuestro cuerpo con carne de aves, frutas y plantas de la tierra. La carne y la sangre humana sólo llegaban a nuestros labios como un sacrificio religioso. Entre los jóvenes guerreros había ya algunos que cerraban los labios y no querían probar tal clase de comida. Ahora han vuelto aquellos antiguos tiempos en que nuestros antepasados conquistaban tierras, mataban los prisioneros y comían sólo su carne. Nosotros nos habíamos degenerado. La carne humana nos parecía tener un sabor amargo y soso y nos gustaba más la carne blanducha y manida de las aves, los bollos con miel… Ahora hemos vuelto a la verdadera nutrición. Pero eso sólo lo decían los guerreros que guardaban el templo y que recibían algún pedazo de carne de las víctimas. Las mujeres languidecían y estaban pálidas. Tecuichpo estaba cada vez más hermosa, más ligera, más infantil…, como envuelta en un hálito de juventud. Se estremecía cuando oía pasos; a menudo le saltaban las lágrimas cuando se inclinaba sobre una mujer moribunda y comprobaba que en su seno había también un niño… ¿Por qué había de llorar por un niño?, decía el sacerdote. El niño no vivía, sus ojos ampliamente abiertos no veían el Todo. Su débil vida era un círculo estrecho
y
ligero
y
se rompía fácilmente y sin dolor… ¿Por qué había que llorar porque muriera un niño? Tecuichpo tomó las manzanas. Desde hacía varios días se alimentaba solamente de frutas secas que se habían encontrado en la caja de una esclava fugitiva, una caja llena. Las frutas eran cortadas en rodajas finas y se las secaba al sol. Y así eran más sabrosas y alimenticias. La cena de una emperatriz. Estaba tan sin fuerzas que
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no la enviaba ya con sus mujeres que estaban en la habitación cercana llorando. ¿Para qué? Venían hombres, guerreros. Era mejor que viese cuán próximos estaban el principio y el fin. Era mejor que viese que era una piedra al vuelo, una flecha disparada… Venían emisarios y gente de la ciudad. Todos querían la paz. Guatemoc callaba; luego sacudía la cabeza y decía: "No." Corrían las lágrimas por las mejillas y el rostro del dios de la muerte. Los dioses —decían— no podían abandonar a Méjico. Guatemoc no podía ya proponerse nada eficaz. La oruga se arrastraba cada vez más cercana entre los escombros; estaba ya a la sombra de la gran torre del Teocalli; las gentes de Alvarado subían ya las escaleras… ¿Dónde estaba Huitzlipochtli? En la isla del gran lago, donde aún podía llegar la barquilla, donde los dioses descansaban. El sacerdote le miró y preguntóle: "¿Deben los dioses trasladarse?"
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quedó silencioso y, en su lugar, contestó el sabio y viejo cortesano Teuhtitle, que vio cumplirse el destino de Moctezuma: "Dicen los
teules,
señor, que ellos llevan el dios consigo…, lo muestran sobre su pecho y dicen que allí vive… ¿Tendrán razón? ¿Será tal vez en vano que tú quieras llevarte nuestros dioses por encima de las aguas y trates de esconderlos en la montaña, romper el cerco y buscar una nueva patria en las provincias del sur? Tú lo sacrificas todo, señor…, para sostenerlos aquí todavía algún tiempo y huir luego si es posible… Pero ¿quién sabe adónde ellos quieren ir? ¿Quién sería capaz de indicar el camino que debe seguir Quetzacoatl? " Guatemoc levantó la mano.

—No puedo ahogar tus palabras ni tampoco castigar más. Yo no soy Quetzacoatl, quien, como dicen los habitantes de Tula, era absolutamente contrario a los sacrificios de los corazones palpitantes. Yo soy un guerrero y sirvo a Huitzlipochtli. Yo debo morir aquí, Teuhtitle.

Tecuichpo miró a su esposo:

—¿Por qué no quieres hablar con Malinche? El ha enviado a un emisario tras otro y la voz de Malinche se oyó sobre las murallas… ¿Por qué hemos de morir, Guatemoc? Los hombres se miraron. Extendieron los brazos. ¿Quién podía tomar en serio la charla de una mujer? Era una cosa vacía, llevada por el viento. "¿Por qué no escuchas a Malinche? "

—Podría atraerme a una celada.

—Llévate a tus guerreros contigo. El también necesita ya la paz. Yo no quiero morir y tampoco quiero que tú vuelvas a la región de los dioses. Quiero vivir y ver en paz y feliz a la ciudad de mis padres. Envía un mensaje á Malinche.

—Una flecha es mi único mensaje. Enviada por una mano si fuerzas, es como charla de anciano, pero no deja de ser una flecha y no una sumisión cobarde. Que todos se dejen enterrar bajo escombros de Tenochtitlán antes de rendirse. Las palabras salían sin fuerza. Guatemoc no era supersticioso; era fanático. Miraba con ánimo viril pero silenciosamente como hombre dispuesto a morir… Miraba por encima de las fronteras que llenaban sus ojos de círculos de fuego.

—Mañana lo intentáremos…

—¿Qué has decidido, señor?

—Mañana intentaré romper el cerco por la parte de las casa flotantes. Intentaré llevarme conmigo el excremento de los dioses, las piedras y las joyas que amontonaron mis padres y los padres de mis padres. Dad de comer bien a los remeros. Sacrificar a algunos esclavos para que se los coman y en sus brazos haya así fue nueva. Di á los guerreros más fuertes, que saben manejar los remos y arrojar las lanzas, que se preparen. Mañana al amanecer ofrece un sacrificio; celebráremos una gran fiesta y Huitzlipochtli podrá saciarse de corazones. Ofreceremos también sacrificios a Tláloc para que nos favorezca con un buen granizo o un terrible aguacero sobre el lago para que se tienda así un velo entre nosotros y las casas flotantes y vuelva contra ellos sus propios rayos y truenos. Ofreceremos sacrificios a Tlaloc, que, noche, tras noche, salta sobre las puertas de Méjico. Si ponemos pie en los límites del lago; si abrimos paso y podemos llegar a la orilla del sur, estamos salvados. Lleváremos todo con nosotros: nuestros dioses, los dioses sagrados Si uno de nosotros queda con vida, que engendre un niño con la primera mujer que encuentre y enseñe a su hijo: "Venganza, venganza…" Mañana, al dejar Tenochtitlán, nos lo lleváremos todo con nosotros.

Sus miembros enflaquecidos parecían contener fuego. Se levantó de su bajo asiento; ahora se vela cuán alto y esbelto era y cuán pálida estaba su piel aceitunada. Sus pies iban calzados de sandalias con cordones de oro. En su labio inferior llevaba incrustada la esmeralda imperial. El cabello de su cabeza estaba sujeto con un broche de oro. Su capa, blanca como la nieve, volaba con el viento

—Quiero volver á mirar la ciudad.

Todos se inclinaron ante él y los hombres formaron el séquito. Mañana sólo habría un montón de cenizas en el lugar donde una vez estuvo Tenochtitlán, la ciudad de los antepasados, sobre cuyos tejados habían descansado los dioses, esa ciudad que era la más grande y más hermosa de todo ese continente situado entre dos mares. La comitiva se puso en movimiento. El señor de Iztapalapan los acompañaba. Iban todos los príncipes fieles, los caciques, los dignatarios; todos eran ahora parias hambrientos, fantasmales, envueltos en vestiduras preciosas y floridas y con ricos brocados de oro sobre las costillas.

A su alrededor estaba la ciudad de la muerte. Las sandalias de
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resbalaban a veces sobre la curva que formaba un montón de cadáveres. Parecía asomarse sobre la tierra el demonio de Méjico. Por todas partes, posiciones españolas, detrás de las murallas, detrás de los solares arrasados, de las casas derrumbadas junto a los palacios destruidos y esos canales, obstruidos ahora, donde antes se veían los diques dibujando su raya blanca y prolongada como una franja de nieve en la cumbre de la Mujer Blanca. Al otro lado, piedras. Aquí y allí, alguna terraza derrumbada, una fachada destruida por la que se había abierto paso alguna bala de piedra; pero la planta de la ciudad estaba intacta. Sobre el tejado de la pirámide del templo brillaba el fuego del sacrificio; de minuto en minuto, agudos gritos anunciaban que los dioses aceptaban bondadosamente una nueva víctima. Eso no había cambiado; las piedras eran de colores diversos, llovía en abundancia y sobre los terrados de las casas lucían millones de flores, rosas y cláveles, cuyo perfume se mezclaba con el hedor de las carroñas y cadáveres. Las paredes estaban aún en parte erguidas; sólo los hombres, entre ellas, estaban muertos. Cuando el cortejo iba pasando por las calles, surgían recuerdos.. Allí arriba se alzaba antes el palacio del Terrible Señor con su parque de aves y de peces de colores, animales exóticos y toda suerte de flores, todas las entonces conocidas en aquel mundo. Ahora, a contraluz, se destacaban las vigas carbonizadas; era el único recuerdo tangible. Todo estaba destruido. Lo que estaba a esta parte era un montón de piedras muertas, sembrado de hombres muertos. Por todas partes se arrastraban cuerpos cadavéricos, castañeteando los dientes y cayendo de debilidad mientras murmuraban algo. Eran los enfermos e impedidos para los que nada significaban ya los horrores de la hermosa muerte. Los guerreros se reunían abajo, junto a la orilla del lago, alrededor de las canoas y botes. Los ancianos, las mujeres y los niños que todavía podían arrastrase habían abandonado la ciudad desde hacía varios días. El mismo había dado la orden para que no fueran por más tiempo una carga para Méjico y para que el hedor de sus cadáveres no fuese una molestia más para los guerreros; para que sus llantos no hiciesen aflojar la mano que agarraba la lanza y no inclinaran los corazones hacia un deseo de paz.

Siguió marchando por las calles y pasando los puentes. Aquí estaba todavía la red de canales; aquí estuvieron un día aquellas hermosas y alegres fuentes. Hoy, unas manos ansiosas escarbaban la tierra para desenterrar alguna raíz. Un día pasó por este mismo lugar la lujosa comitiva que acompañaba a Tecuichpo desde el palacio imperial hasta el de su esposo. Entonces existía aún la casa de sus padres, de la que ahora ni aun los restos se descubrían. Por aquí había pasado el cortejo nupcial; el sumo sacerdote había extendido los brazos y todos los invitados se habían apretujado. Alguien había comenzado a decir los epitalamios tradicionales… Todo eso había pasado; estaba ahora en el más allá, al otro lado de ese mundo donde hoy solamente cadáveres se veían. El monarca hizo seña de que quería regresar.

Brillaban las luces. El copal convirtió en un salón de príncipes aquel granero limitado por sacos. Tecuichpo estaba sentada entre las mujeres y escuchaba adormecida la canción quejumbrosa y dolorida. Como un tallo de lirio cruzó por la habitación y se echó después, desfallecida de debilidad, en su poltrona. Las mujeres contaban cuentos, se quejaban, cantaban, embriagándose y aturdiéndose a sí mismas. Fue entonces cuando entró
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.
Las que no dormían bajaron la cabeza para que sus ojos no contemplaran la divinidad que resplandecía en su augusto rostro. Los movimientos de Guatemoc eran todavía seguros y vigorosos. Desde su primera juventud había sufrido toda suerte de padecimientos corporales y había saboreado todos los tormentos y dolores. La fuerza que parecía irradiar refrescaba el vigor de los guerreros ya cansados, que esperaban ver alegrado aquel rostro semidivino por una graciosa sonrisa. Se paró a la puerta, ante el grupo de hambrientas mujeres que respiraban el embriagador humo de copal para asfixiarse y morir así fácilmente y sin dolor.

—¡No nos preparamos para la muerte, Tecuichpo! —gritó.

Las viejas se alejaron y él quedó solo con sus esposas.

—He tomado una decisión. Mañana quedaremos libres. Por la noche estaremos ya al otro lado del lago y marcharemos hacia regiones desconocidas…, por países que no se han separado de mí. A nuestro alrededor tendremos bosques, donde la flecha alcanza a la caza. Tú cogerás fruta fresca. No tendrás que sentir más este hedor de cadáver… Encontrarás una fuente donde bañarte. Que nadie se prepare hoy para morir. Todos aquellos a quien los dioses ha dado un corazón fuerte y robustos brazos, vienen con nosotros.

—¿Quiere mi señor huir a las montañas… como hizo en una ocasión el Lobo Ayunador de las Praderas?

Guatemoc calló. Afuera se oían las garras negras de la lluvia arañando la noche. Algunas gotas caían por las rendijas de las paredes del granero.

—Tlaloc nos ayudará. Lloverá y la niebla cubrirá el lago.

Era hora de comer. Por lo demás, no se trataba más que de engañar el estómago. En el templo se había sacrificado la última víctima. Estrechó a su esposa contra el pecho. Era su última noche en la ciudad. ¿Podía pensar en eso, él que había visto centenares y millares de veces cómo morían los hombres? Debía hacer algo para ahuyentar los espíritus de la noche. Levantó en alto una lámpara que representaba a Tlaloc. Tomó en su mano la piel blanca que envolvía un libro con dibujos. Tecuichpo se inclinó a su lado; ambos conocían cada dibujo; habían tenido que estudiar aquel libro años y más años hasta que supieron de memoria todos, los cantos
y
versos que en él había.
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abrió el libro de las leyendas de los reyes de Tezcuco y recitó, medio leyendo, medio con el sonante de los narradores de cuentos,, la maravillosa historia del mil veces victorioso Lobo Ayunador de las Praderas, que huía por montes y valles.

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