El dios de la lluvia llora sobre Méjico (53 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Yo te pregunto y tú debes contestar. Si me contestas con sinceridad, se aliviará en mucho tu suerte; pero si te niegas a hablar, te haré torturar. Ahora te pregunto: ¿Qué significado tiene el que el tallo de maíz, en la fiesta de vuestros dioses, se rompa?

—¿Abandonas por ventura a tu Dios y quieres ahora aprender nuestras fiestas según el rito de nuestros sacerdotes? La semilla está sembrada. La planta brota. Se la recava y se aleja de ella la mala hierba y se la poda. La planta crece, se eleva y por último le sale una barba. Y cuando llega la hora, se la siega.

—Tú eres el príncipe de estos…, de todos estos pueblos… Dime si se prepara algo para la fiesta de mañana.

—Estoy preso y un preso no celebra fiestas. Sólo para él puede haber una única fiesta y es la de volver a ver la luz del sol y subir la escalera para unirse a la divinidad que le liberta de su miseria. Si mañana hay una fiesta, será una fiesta de los hombres, de los hombres que están al sol. En mi calabozo no hay noche ni día.

—¿Acostumbráis ofrecer sacrificios cuando se siega el tallo de maíz?

—¿Puede haber fiesta sin sacrificio?

—¿Cuántas mazorcas acostumbráis ofrecer en sacrificio…? ¿Y cuántos hombres?

—Igual número de mazorcas que de rojas esmeraldas vivas y palpitantes; eso te lo hubiera podido decir un niño. Te hubieras podido ahorrar el camino de venir a verme.

—¿Deseas algo?

Desearía que os convirtieseis en tallos de maíz… en la fiesta de mañana…

El carcelero echó de nuevo el cerrojo.

—Dadles algo de comer —le dijo Alvarado ya en la escalera—. Dale de comer… a ese individuo… Me ha dicho la verdad… Nosotros debíamos ser los tallos de maíz…

Durante la noche hizo una ronda por el gran salón con los oficiales, por el mismo salón donde al siguiente día debía celebrarse la fiesta. A su alrededor se difundía ya el aroma de grandes flores que habían sido traídas desde su plantel; las guirnaldas para la danza estaban ya cortadas y preparadas. En el suelo se había colocado las esteras y tapices. El licenciado señaló con su antorcha hacia una pared: "Vuestra merced puede ver aquí lo que nos espera." Veíase la figura de un dios de nariz ganchuda y con una gran diadema de plumas, arrancando un corazón humano arraigado como una planta en el suelo. Por todas partes veíanse en la pared figuras desagradables, cabezas que se asomaban; algunas eran de ágata negra, otras de cristal de roca…, un cráneo con dos órbitas guarnecidas de diamantes. Alvarado miró a su alrededor. "En esta sala, bien apretadas, caben unas quinientas personas, y bailando, unas trescientas… " Siguieron la inspección. Por todas partes se abrían puertecillas que daban a la sala, cubriéndose su abertura, ancha y baja, por medio de cortinas. Tres de esas puertas se abrían a un pasadizo que conducía al patio. Por ellas debían entrar en la sala los que sirvieran las viandas en el festín, los refrescos, el pulque y demás bebidas. Al piso de arriba, conducía solamente una angosta escalerilla. Por ella debían venir los sacerdotes para bendecir el fuego nuevo, romper el tallo de maíz, como el pueblo hacía en el campo; solamente que ello ahora sucedía en el palacio de los señores.

—¿Por qué se danza en el palacio?

Esta pregunta, obsesionante y siniestra, no abandonaba su cerebro. Lentamente, iba contando los pasos.

—Tú, Gonzalo, estarás aquí mañana con veinte hombres. Ahí al otro lado, estarás… No, no; no necesitamos mosquetes, sino espadas bien afiladas y, a lo sumo, algunos escudos, por si llevasen ellos cuchillos y tratasen de herirnos con ellos. Redobló las guardias. Nadie podía salir. El mayordomo había acumulado provisiones para tres días. En los almacenes había además harina y avena. Alvarado se echó sobre su piel de jaguar y durmióse. Soñó que era gobernador independiente de nuevas provincias. Después de su aventura en Méjico, quería embarcarse llevándose su oro. ¿Por qué estaban viajando siempre Velásquez y Ordaz? Al, sur debían de existir regiones inmensas, desconocidas todavía; nadie las había visto aún; ninguno había llegado a las costas del océano del sur, esas costas donde terminaba ese mar perezoso y luminoso. Así, en su cerebro, los pensamientos se sucedían atropelladamente. Se vio después en Madrid, arrodillándose ante el rey; sobre sus espaldas sentía el espaldarazo de caballero que le daba su señor Don Carlos. Veía a su esposa en traje de corte y ola decir al rey: "Alzaos, don Pedro… " Y ante sí tenía oro, oro tal vez menos duro de adquirir que el aquí logrado de los caciques. Allí el oro era como de cuento…

La fiesta comenzó a media mañana. A primera hora, los jóvenes nobles habían presentado sus homenajes al emperador. Había éste escuchado con atención las palabras a media voz del mayordomo, cuando se los presentaba uno después de otro. Sonreía a veces, moviendo la cabeza cuando algún esbelto y guapo mozo se postraba ante él. Cuando todos estuvieron juntos, los miró nuevamente a todos. ¡La flor y nata de Tenochtitlán! A ellos debería su resurrección el imperio. Alzó ambas manos: ¡Que empiece la fiesta! Los danzarines se pusieron en movimiento con sus pasos rítmicos y ondulatorios; la música rompió el solemne silencio. Uno tras otro, fueron entrando en la sala ricamente adornada; desde el amanecer, cubrían los ladrillos del suelo infinidad de flores entretejidas. En los peinados, mostraban su magnificencia las orquídeas del jardín con su hermoso color azul violeta o cárdeno. Los sacerdotes bendijeron la guirnalda que debían llevar los danzarines en su danza en corro. En el centro de la sala estaba la figura del dios de las flores; era una estatua gigantesca sentada, con sus manos sobre el pecho, rígida, con sus ojos mirando la inmensidad del tiempo; era el dios de las flores, el del ayuno y el de la madurez; su nombre era Xochipilli y representaba hoy, en esta fiesta, a todos los demás dioses.

Los que entraban se quitaban de la cabeza el velo de la modestia que se hablan puesto para presentarse ante Moctezuma. Con todo su esplendor brillaba el oro y las piedras preciosas como flamantes recuerdos de las campañas de sus antepasados; sus vestiduras de ceremonia hablaban del brillo de aquel reino que se había hecho poderoso por la unión de las ciudades. No llevaban armas, excepto el cuchillo de
ichtzli
que pendía de su cinto; la empuñadura era en mineral de oro. Los criados se aproximaron por ambos lados. Sobre bandejas llevaban golosinas, hongos hervidos en miel, cerveza aromática: Otros, caminando con paso ceremonioso y rítmico, presentaban los tallos de maíz, recientemente arrancados, limpios y atados con cintas de colores. Cada uno derramaba una gota dula bebida en el suelo; después bebían al compás de la música el aguardiente de maíz hervido. Esta bebida contenía una sustancia que embriagaba y hacía aparecer en los labios una sonrisa de felicidad. Los ojos se abrían desmesuradamente y las pupilas adquirían cierta extraña fijeza, como si estuvieran perdidas en la visión de un sueño. Los criados salieron de la sala; nadie observó que ya no entraba ningún otro invitado por la puerta. Con sonrisa, feliz, danzaban ya todos en corro. En el estrado, estaban los músicos con sus grandes flautas de arcilla cocida, sus cuernos marinos. y sus tambores hechos de cuero, sobre los que marcaban incansablemente el ritmo monótono.

Seguía el festival. Por la puertecilla que comunicaba, con el piso de arriba,, llegaban ya los sacerdotes; eran tres. Sus: capas negras estaban abiertas por delante, dejando, ver la túnica blanca y ricamente bordada con el signo de la paz y del sacrificio incruento, Se colocaron en medio de la rueda de danzantes, apoyando sus k das en la poderosa imagen de piedra; , allí esperaron hasta haber tomado todas las plantas de maíz que uno a uno les iban ofreciendo a los que danzaban después, con sus cuchillos, hendían la cubierta de la mazorca y mostraban su contenido al dios de las flores y de la madurez. Ese era el sacrificio incruento que hoy se ofrecía; así había ordenado que se hiciera hoy en el palacio el Terrible Señor.

Empezó la danza ritual. Comenzaron a inclinarse lentamente ante las flores, cual si el viento doblegase los tallos; luego recomenzaba con viveza la danza en un ritmo más vivo y creciente, como si la música fuera un látigo que fustigara. Algunos pétalos caían aquí y allí, como rendidos de cansancio, algún cáliz se desprendía del tallo y era tragado por aquel loco oleaje de sandalias doradas. En los ojos había un brillo de bienaventuranza y en los labios una sonrisa digna de dioses. Los sacerdotes cambiaron miradas…, ahora…, ahora…, ahora que la embriaguez estaba en su punto más alto.

La música arreció… y de pronto se oyó una música exterior que contestaba. A las flautas de arcilla contestaban desde fuera las trompetas de guerra de los españoles, que penetraban en la sala por las cuatro puertas a un tiempo. Una maza, una alabarda o un hacha rompía la puerta, y los españoles iban apareciendo cubiertos de pies a cabeza con su arnés. De sus gargantas partían estentóreos gritos de " ¡Victoria! " En sus manos blandían cortantes espadas y, en el brazo, veíanse sus poderosos escudos… Entraron por cuatro puntos a la vez, sin que apenas se dieran cuenta de ello los danzantes, que se estremecían en la voluptuosidad del ritmo. Se oyó un grito agudo, terrible, un grito de muerte…; Las espadas no respetaban la danza y la sangre saltaba al aire… Tocaban las trompetas sin interrupción la marcha diabólica y bárbara, ese toque que convertía a los pacíficos españoles en demonios terribles… Así avanzaban los verdugos con un fuego terrible y dominador en los ojos; con ellos iba Alvarado, con su roja cabellera despeinada. Se había quitado el yelmo…

—¡Adelante, no perdonéis a nadie…, lucháis por vuestra propia vida…, no hay perdón para nadie…!

Las dilatadas pupilas parecían romperse de horror. En los ojos se leía la pregunta: " ¿Por qué? ¿Por qué?"

Los soldados segaban vidas por los cuatro lados del salón. El pavimento se cubrió de una papilla resbaladiza, formada por la sangre, junto con los pétalos
y
mazorcas pisoteadas. Empezó una danza mortal, en la que también algunos españoles cayeron. Los jóvenes indios se vieron como en una cacería nocturna en las garras de las fieras y lucharon como jaguares. Tenían sus dientes y su cuchillo… Las corazas presentaban también algunas aberturas y el peto de algunos españoles era solamente de algodón apretado, abierto en el cuello, en ese cuello donde se marcaba la yugular, esa yugular de los rostros pálidos… Bastaba morder y desgarrar con los dientes. Así que se arrojaron al suelo con los españoles luchando a mordiscos en un abrazo estremecedor y mortal… Ahí y aquí se oía a veces un estertor " ¡Santa María! ", y la palabra moría en la boca del soldado… En una puerta se abrió una abertura y uno de los jóvenes indios la vio; el miedo puso alas en aquellos cuerpos. Una salida no estaba cerrada… y unos cincuenta muchachos indios se precipitaron por ella, sangrantes, medio estrangulados… Con sus ensangrentadas mazorcas en la manó, corrieron para salvar la vida arrollando la guardia española. Con sus frentes heridas, sus brazos cubiertos de sangre, los ojos velados, corrieron por el patio del palacio y salieron en terrible fuga hacia la puerta de la ciudad. Por donde pasaban, la multitud quedaba admirada. Todos estaban allí esperando la solemne procesión que debía llevar a los rostros pálidos al Teocalli para ser ofrecidos en sangriento sacrificio; allí debía tener lugar el gran sacrificio de los corazones arrancados. Pero ahora quien pasaba corriendo eran los sacrificadores, mostrando en sus rostros y en sus cuerpos ensangrentados su supremo terror… "Tonatiuh lo ha hecho", decían todos. En la plaza del mercado, la multitud de mil cabezas estaba llena de negro y terrible espanto, un espanto que helaba. Este espanto se metió por los palacios donde aquella misma mañana los jóvenes nobles se habían acicalado para la fiesta… y los gritos de horror resonaban como el lúgubre canto de un búho.

En la sala seguía aún la lucha entre los moribundos, un golpe más todavía antes de morir; una cuchillada entre las costillas…, doce españoles yacían bañados en su propia sangre entre unos trescientos indios muertos o moribundos. En el centro, los sacerdotes se habían caído entre las piernas encogidas de la estatua; se abrazaban a la negra piedra de aquella figura; los tres estaban sin sangre… Las orquídeas pendían marchitas de las paredes y caían en el torbellino de polvo que la lucha levantara. La noticia llegó hasta Anahuac. Moctezuma nada sabía aún; pero en los barrios populosos de la ciudad se había encendido ya la fiebre; los huidos mostraban por doquier sus heridas a los sacerdotes. Corrieron éstos a la terraza del templo, ala cámara cerrada, donde estaba guardada la gran trompeta de arcilla, la trompeta cuyo sonido podía ser oído en todos los parajes del gran lago y que según decían llegaba incluso hasta la costa. Ninguno de los habitantes de la ciudad había oído nunca su sonido, pues la gran trompeta sólo podía ser tocada cuando Méjico estuviese en extremo peligro. Los sacerdotes corrieron a la plataforma superior, donde estaba la gran trompeta de arcilla de veinticuatro pies de longitud, rodeada de otras reliquias. Los sacerdotes juzgaron que había llegado la hora del extremo peligro para Anahuac. El Terrible Señor dormía. El Terrible Señor era como si no viviese ya; cada uno debía defenderse… El Sumo Sacerdote había aprendido cuando niño cómo debía tocarse la gran trompeta. Desnudóse el torso; fue traído uno de los esclavos destinados al sacrificio; el sacerdote humedeció sus labios con la sangre que goteaba de la herida que se hizo al esclavo; seguidamente sopló, y oyóse el sonido lúgubre que jamás había oído ninguno de los habitantes que vivían en Tenochtitlán.

Era un sonido espantoso, como un prolongado lamento, un grito de dolor que llegaba a la medula y que atravesaba escalofriante el silencio solemne de la fiesta. Se le oyó en Iztapalapán; llegó hasta Tezcuco; fue percibido también por los habitantes de Teotihuacán. El portero del castillo de Xoloch dio la señal de alarma. En pocos minutos, las calles estaban inundadas de una multitud clamorosa y alocada. Todos salían presurosos de sus casas con las armas en la mano. Se sabía ya el resultado sangriento de la fiesta y la terrible muerte de los jóvenes de la nobleza. Las familias nobles tenían

casi todas que lamentar la pérdida de algún hijo; por eso ahora marchaban delante de aquel furor popular: " ¡Corazones..: —gritaban—, corazones de los blancos…! “, ése era el grito que sacudía los nervios de todos; ese grito llegaba hasta los españoles, penetrándoles hasta los huesos, resonando en el alma, porque en su acento y en su tono había algo diabólico… No había salida. En vano uno se tapaba los oídos; el aullido penetraba lo mismo en el cerebro que en el corazón. No, no había salida ni escapatoria. El veterano fue arrancado violentamente de frente al altar. Se estaba acariciando su dolorida pierna cuando, casi sin darse cuenta, ya le habían atado las manos. De un empujón, derribaron la imagen de la Virgen, que cayó haciéndose pedazos sobre la terraza de abajo. Con hachas de piedra destrozaron el retablo del altar y todos los objetos de culto. Poco tiempo después, el viejo estaba ya, con las manos atadas, en la rampa de la plataforma superior, donde le esperaba la piedra sangrienta de_ los sacrificios a Huitzlipochtli. De pronto sonaron abajo las trompetas españolas. Enfrente; sobre los muros del palacio de Axayacatl, veíase al centinela español que señalaba con el dedo tembloroso hacia arriba, diciendo: «Mirad, mirad…, el viejo Miguel… " A todos les corrió el frío por la espalda… Vieron el torso desnudo del viejo; se oyó un grito de agonía, que se apagó en una espantosa gritería. Tal vez se hubiera santiguado, pero no pudo con sus manos atadas. En sus labios asomaron unas palabras. ¿Era un juramento, o el
Confiteor?
Le echaron sobre la piedra con una mueca feroz. No, nadie pudo oír el grito del viejo Miguel. Su corazón chorreando sangre brillaba ya a la luz del sol. El sacerdote lo había clavado en una lanza y lo mostraba a la multitud… y a los españoles.

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