Read El dios de la lluvia llora sobre Méjico Online

Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (50 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
5.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

A la hora de comer, bendijo la mesa el padre Guevara. Entre copa y copa de vino, empezó a hacer algunas alusiones:

— Narváez es un joven muy fogoso…, pero tal vez no sea todo osadía; no sabe el arte de hablar a los soldados; también es un poco codicioso; parece envidiar el dinero de los demás y a menudo priva a los soldados de lo que han adquirido por medio de los cambios.

—Sin embargo, por mi parte he de alabar el acierto que ha, tenido don Pánfilo en enviarnos como representante suyo a Vuestra Paternidad. No conozco sus intenciones; pero me parece que Don Carlos, nuestro señor, recompensaría como se merece al hombre que en tan embarazosas circunstancias tuviese en cuenta el bien y los intereses de la Corona antes que pequeños partidos… Considerad, padre; los límites de la diócesis de aquí no han sido trazados todavía… y en Nueva España el pectoral no será simplemente un adorno…

Al emprender el regreso, Guevara colocó algunos buenos saquitos de cuero debajo de las gualdrapas. Se llevaba el oro que le habían regalado y también el oro destinado a aquellos que debía conquistar para el partido de Cortés.

Moctezuma esperaba a Malinche. En su presencia no podía resistir su supersticioso encanto. Seguía viendo en él al milagroso descendiente de la Serpiente Alada y lo hubiera dado todo para lograr la gracia del emperador de los dioses que vivía allende los mares. Cada vez que hablaba con Cortés, renacían en su recuerdo imágenes estudiadas y aprendidas en su niñez. Cuando quedaba solo, el encanto se disipaba. Entonces venía
Aguila-que-se-abate y
decía:

—Los dioses han enviado niebla ante tus ojos; no ves cómo los ladrones y los buitres rodean tu palacio. No ves que nada bueno se pueden proponer. Esos recién llegados quieren castigar, pero no unirse con ellos… Tal vez sean éstos los verdaderos que anuncian los sacrificios sangrientos. Ya oíste lo que dijo uno de ellos: que en Tenochtitlán iba a quitarle las orejas a Malinche… También éstos quisieran a veces sangre…, también ellos.

Secretamente, Pánfilo de Narváez enviaba mensajeros a Moctezuma. Y con ello perdió el juego. Llegaban unos indios con la cabeza cubierta, desenrollaban sus hojas de
nequem y
a media voz comunicaban su mensaje, como si se tratara del asunto de un pleito, indicando que venían de parte de unos rostros pálidos que esperaban en la costa. Esos enviados llegaban a él como el reclamo puede llegar a oídos del pájaro enjaulado. Narváez ofrecía sus saludos al Terrible Señor, como triste prisionero del impío Cortés, lleno de anhelo de ser liberado con ayuda del capitán Narváez… Le hacía decir que vendrían gustosos…, pero que para ello necesitaba oro y tesoros, para así poderse acercar más rápidamente y romper las cadenas del gran emperador prisionero. La carta que habían traído los emisarios fue quemada como se quema el copal en los braserillos; los emisarios tampoco fueron vistos nunca más… Teuhtitle había desaparecido del palacio. Disfrazado de mercader, marchaba hacia el norte con algunas piedras preciosas en la faltriquera. La misión era corta, desagradable. La voz de Moctezuma sonaba solitaria en la boca del jefe: "Al nuevo gran jefe de los rostros pálidos le han engañado las noticias de fingidos servidores. El gran señor de Tenochtitlán está sentado en su trono en medio de sus príncipes. El antepasado suyo, y dios de su casa, Tlaloc, deja oír su voz. Tú hubieses visto al señor en todo su esplendor, y no en prisión."

Cortés fue despertado muy de mañana por el padre olmedo, quien, valiente como un guerrero, había marchado por los caminos de la costa y ahora se apoyaba sobre la piel de oso que cubría a Cortés. Desde que se marcharon Guevara y el notario, todos habían dejado ya de usar las ceremoniosas formalidades.

—¡Una carta de Narváez para vuestra merced! Dice en ella que vuestra merced puede quedar contento con ostentar la representación de comandante y, en debida obediencia, entregarle las llaves de Tenochtitlán y Cholula. Pero en ello hay falsía, don Hernando. Si yo tuviera cien manos, todas se me hubieran fatigado de tener que contar
y
dar oro para comprar tantas adhesiones a vuestra merced como están para vender. Muchos capitanes y subalternos me eran conocidos de Cuba y no tuve que buscar mucho para poder oír algunas palabras sinceras. La gente desembuchó la verdad. No espere nada bueno vuestra merced de ese mocoso presumido. El y los de su camarilla injurian continuamente a vuestra merced, sobre todo cuando están animados por el vino. ¿Quién se

preocupa allí de los soldados? A éstos no se les deja ver nunca oro, ni se les da jamás carne. Comen de lo que pueden. Los jefes indios vinieron a verme a escondidas para preguntarme si alguna enfermedad extraña había privado de la razón a los rostros pálidos. Hasta el pobre viejo cacique cojea desde que le tostaron las plantas de los pies.

—¿Qué se propone hacer Narváez?

—Ahora descansa. Hasta ahora ha podido ir tirando escribiendo cartas. Todo lo que vuestra merced ha logrado hacer tan sabiamente, amenaza destruirlo él del modo más necio. Quiere levantar los caciques contra nosotros para que así caiga Tenochtitlán sin necesidad de exponer él la piel. Imagina que su camino ha de ser un paseo.

—¿No me aconsejáis vos la paz?

—Es soberbio y además necio. Dios me perdonará el creer que ahora entre los españoles no conviene hablar de paz. Por lo menos aquí, no conduciría la paz a la victoria de nuestra fe. A mí solamente me salvaron mis hábitos de ser castigado, cuando me negué a sumarme a los suyos. Su mayordomo, el obeso Salvatierra, desea saborear vuestras orejas aderezadas con vino… Después de cenar, todos injurian a porfía a Cortés. No tenéis más que llevar la mano al puño de la espada, y me parece que todos volarán como pajitas en la era.

Al amanecer hizo decir al gran señor que deseaba hablarle inmediatamente, aunque la hora era intempestiva, por cierto. Moctezuma estaba sentado en su silla de astrólogo, tratando de ver y de adivinar los signos. Hizo una seña de aquiescencia. Para Malinche siempre estaba abierta su puerta.

—Parto dentro de una hora. Lo acabo de decidir así. Ahora estoy cogiendo la gente. Vendrán pocos, pues conmigo está la palabra de mi señor Don Carlos y ésta es más fuerte que todas las armas. Voy a castigar a aquellos
y
regresaré seguidamente
y
después orientaremos nuestras velas en el triunfo.

—¿Cuántos hombres te llevas?

—Setenta. En Cholula nos esperan el doble.

—A cada uno de vosotros le corresponderán veinte de aquellos
teules.

—La palabra del emperador está con nosotros. Por eso seremos fuertes. Si quisiera, podría llevar más gente conmigo; pero he resuelto dejar aquí a Tonatiuh con los cañones y los restantes soldados. Te ruego, señor, te hagas cargo de nuestra situación y del difícil cometido de Alvarado. Creo que tan pronto como hayamos podido poner orden entre nuestra gente y hayamos aumentado el número de honrados soldados que me sean fieles, podremos entonces cumplir más rápidamente la voluntad de nuestro rey, y todo el veneno y amargura de esos días tristes llenos de cuidados desaparecerá, y todos, con el corazón tranquilo, podremos emprender el camino hacia Castilla.

—Eso necesita su tiempo, Malinche. Ambos somos hombres y guerreros. Vuestro número es limitado y aquí no vas a combatir con tabascanos. Te ofrezco, con mi palabra de rey, mis cinco veces mil guerreros, mis mejores soldados. ¿Te place? Cortés dobló una rodilla. Su voz estaba un poco velada cuando contestó:

—Augusto señor: eres en verdad bondadoso. Nuestro señor te recompensará por ello. Todo lo malo que yo hice, no lo hice para mi provecho personal y utilidad, sino para bien de nuestra fe. Te doy las gracias, pero no acepto tu generosa oferta. Parto solo con mis setenta hombres.

Cuando se reunieron en el patio, la noche era negra. No se dejó oír ningún rumor. El general estaba allí con todas sus armas; todos sabían que ahora se jugaban la vida y la libertad. Buscó y escogió una tercera parte de sus hombres, jóvenes o viejos indistintamente. Eran setenta hombres fuertes; además se unieron a ellos doscientos tlascaltecas. Apenas tomó bagajes, ni cañones, ni caballos. Dejó también a la mayor parte de los mosqueteros en el palacio.

—El señor de Alvarado toma el mando.

Dio el escrito en que se daba esta orden y, al firmarla, se preguntó si no sería la última vez que mojaba la pluma en tinta. En pocos minutos se hubieron despedido. Entró en el palacio. Marina dormía junto a su hijito. Cortés se inclinó e hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño; éste se agitó un momento, pero siguió durmiendo. Tampoco se despertó Marina. Cortés quedó unos momentos pensativo. Luego llamó a su paje:

—Xaramillo. Tú me respondes de Marina. Moctezuma le mandó recado de que deseaba verle otra vez y Cortés subió a su cámara. Desde su llegada, no había llevado Cortés su armadura y equipo completo. Ahora estaba como guerrero, con la visera levantada, ante Moctezuma. Contemplóle éste largamente; después, sin decir nada, levantóse y le abrazó…

La tropa se puso en movimiento, sin toques de trompetas. El licenciado, desde la puerta, los bendijo. Eran setenta en total: la mayoría llevaba corazas o petos de algodón porque sus cotas de metal estaban rotas y los yelmos de buen hierro castellano habían quedado reventados. Algunos llevaban buenas cadenas de oro pendientes del cuello, pues oro sí que tenían; lo que les faltaba era hierro. Las cantineras escanciaban generosamente el pulque. " ¡Vuelve a beber! »

Durante cinco días marcharon sin descansar; de día caminaban por los bosques y pantanos por los que sólo pasaban algunas sendas de indios. Al tercer día llegaron a las fronteras de Cholula. La vanguardia anunció que había oído trompetas españolas. Cambiaron miradas. ¿Se trataba de Narváez, o de Velázquez de León? En estos toques se escondía la vida o la muerte. Un soldado se encaramó hasta lo alto de una ceiba y con amplias manotadas dijo:

—Lo conozco, señor. Solamente mi amigo Bernardo puede tocar tan mal una corneta. Son la gente del señor Velázquez de León. Velázquez de León era capitán de Cortés; pero también primo del gobernador Velázquez y estaba, por añadidura, emparentado con Narváez. Si ahora los atacaba con sus ciento cincuenta hombres, estaban perdidos. Entonces sí que no había más que levantar la espada; era el fin. Se aproximaron con precauciones. "Toca el cuerno", dijo al muchacho, y seguidamente sonó la contraseña del capitán general. Esperaron. De pronto oyóse ruido de mosquetes y gran griterío de júbilo estalló en la tranquilidad de aquellas praderas y senderos. Velázquez de León llegó galopando, saltó de la silla y abrazó a Cortés. Durante un minuto permanecieron así, abrazados.

—Me alegro mucho de veros, tanto como si fueseis mi propio hijo.

Eran doscientos veinte ahora y creían que tenían, por tanto, la victoria en las manos. Enviaron mensajeros a Tlascala. Se acostaron, y muertos de cansancio permanecieron echados todo el día en la cama del cuartel del príncipe Maxiska. Aquí se le unió Tobillón con algunos montañeses y doscientos cincuenta hombres armados de lanzas con puntas de cobre. "Contra los caballos», fue la orden que se les dio cuando tomando la lanza con ambas manos comenzaron a practicar ejercicios. Desde Cholula, Cortés envió un nuevo mediador a Narváez; le escribió una nueva carta en la cual le ofrecía la paz y una participación. Llegó aviso de Sandoval que estaba en camino con cincuenta soldados para unirse a Cortés. En poco tiempo, sesenta hombres de Narváez se pasaron a las filas de

Cortés. Se los trataba mal decían—; se les daba escasa comida… y además habían oído decir que Cortés regalaba oro a puñados. Llegaban noticias continuamente. El cuartel general era como un hormiguero de laboriosos hombres; en el vestíbulo esperaban mensajeros de Tlascala, que por la noche llevaban el correo, veloces como el viento.

Continuó la marcha. El ejército se había aumentado en unos quinientos tlascaltecas. Iban por los atajos, caminos y veredas, que sólo eran conocidos por los indígenas. El aire de la selva era asfixiante, sofocante; les debilitaba. Durante el día tenían que echarse a descansar y, al hacerse de noche, reanudaban el camino. Los indios iban quedando atrás poco a poco. Ahora no se trataba de ir a guerrear contra mejicanos, sino que habrían de medirse con
teules…
¿Para qué iba a servirles eso? Solamente los portadores y los guías seguían aguantando. Así llegaron a una aldehuela que distaba ya tan sólo una jornada de Cempoal. Ocuparon los caminos. Al mediodía llegaron los dos emisarios enemigos al campamento. Uno de los dos era nuevamente Guevara; el otro era un antiguo amigo de Cortés, Andrés del Duero, que venía en funciones de notario real. El capitán general les salió al encuentro, y tomando la mano del Del Duero, la retuvo un tiempo entre las suyas. El descolorido funcionario contempló el rostro de Cortés, quemado por el sol, su barba rebelde y su coraza abollada en las batallas. También la voz le había cambiado, se había vuelto más bronca, y en sus ojos no brillaba ya aquella lucecita de antes. Duero, el inteligente y estimado Duero, antes siempre cínico y discutidor, hablaba ahora con frases breves y secas:

—Doña Catalina ha pasado ya lo peor…, la señora se encuentra relativamente bien…, aún tose algunas veces…, la casa y las tierras sigue todo igual; no ha sido confiscado nada…, doña Catalina está harta de indios y llora por su esposo ausente; espera que nada malo le sucederá…

Ambos hombres se retiraron a hablar; se inclinaron sobre unas esterillas indias, a la fresca sombra de la tienda, y comenzó la entrevista a solas. Cortés fue quien comenzó:

—No toméis a mal, amigo mío, que os descomponga el orden de vuestros pensamientos. Me quitaré un peso de encima si permitís que os diga que puse a buen recaudo la parte de vuestra merced, junto con el beneficio que os corresponde; depositado está en el palacio de Axayacatl. Todo ello según os corresponde como copropietario de los buques, según consta en este documento, sellado, firmado y extendido en debida forma.

Señaló el papel que ante sí tenía. Una ojeada le hizo ver cómo Cortés había administrado sus ducados.

—¿Quién habría de preocuparse del dinero si vuestra merced fuera hecho prisionero?

—Mi última instrucción al señor Alvarado dice así: "Si yo cayera en la lucha o fuera hecho prisionero, o el señor Narváez viniese sin mi consigna, entonces debéis salir a alta mar con los bergantines cargados con los tesoros y allí en medio del lago incendiarlos." De mi oro, Narváez no tendrá en ningún caso un solo céntimo. Por muy penoso que sea decirlo a vuestra merced, en tal caso, preciso es que os avise que todo vuestro oro volaría, quedaría reducido a la nada…, salvo esas pequeñas joyas que yo ahora como recuerdo de amistad os ofrezco.

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
5.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cowboy Colt by Dandi Daley Mackall
The Barbed Crown by William Dietrich
Diamond Dust by Vivian Arend
When Mercy Rains by Kim Vogel Sawyer
Love Me Forever by Ari Thatcher
Julia's Future by Linda Westphal