El dios de la lluvia llora sobre Méjico (70 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Tercera plataforma. Pocos pasos quedaban para llegar al sacrificio. Abrióse la puerta que conducía al dios Huitzlipochtli, con su rostro terrible
y
sangriento adornado de oro. Los sacerdotes
y
dignatarios pasaban en procesión fabulosa. Delante iba Guatemoc.
Aguila-que-se-abate
aparecía casi cubierto de oro. Su cuerpo joven y esbelto parecía el de un muchacho; su rostro pálido era apenas más oscuro que la piel de los españoles. Parecía una estatua con su corona en forma de tiara, su vestidura resplandeciente y su amplia capa. Oyéronse de nuevo los sones solemnes de la música. Y comenzó la danza en rueda con carracas, matracas y tambores de cuero, que condujeron pronto al paroxismo a aquella marejada humana que danzaba. Seguía la danza. Los destrozados y acabados cuerpos de los veinticinco españoles saltaban y brincaban destacándose por encima del corro de danzantes; se los empujaba hasta el borde de la plataforma, se los volvía de cara adonde estaba el campamento de los españoles. Sí, evidente era lo que se proponían los indios; todo era una función sagrada, ritual… Delante estaban los sacerdotes, detrás el coro y las víctimas, a quienes se hizo dar tres vueltas alrededor de la piedra de los sacrificios.
"Miserere… ",
clamó la voz profunda del padre Olmedo. Después, como un sollozo y una queja, entonó el canto de difuntos, que estremeció al campamento entero. Impotentes estaban ante aquel espectáculo cruel. No se podía apartar la vista de allí; era imposible no mirar cómo el sacerdote-verdugo, con paso lento y acompasado, se aproximaba ya. El coro parecía un gran lamento. Cogieron al primero de los españoles; los demás seguían bailando, pero el primero… Era un pobre y viejo veterano, cuya cara morena estaba rodeada por una barba ya encanecida. Con sus manos atadas, trató de defenderse aún; sus labios murmuraban algo; posiblemente pedía al Señor el perdón de sus pecados. Fue tumbado sobre la piedra. Se vio el brazo del sacerdote con su amplia manga que se elevaba, brilló el cuchillo de piedra y un momento después en la otra mano mostraba algo…, era como un pedazo de carne amorfa y sangrienta.

Los soldados se abrazaban unos a otros y lloraban. Eso no se podía soportar; no se podía resistir tampoco aquel ruido: el vocerío, los cuernos, que redoblaban cada vez que el sacerdote daba el golpe con su cuchillo; entonces había un español menos; su cuerpo era arrojado por las escaleras; abajo le arrastraban a las calderas. Aquella noche los caciques debían darse un festín de carne de españoles. Los capitanes estaban agrupados; sólo Ordaz seguía apartado e inmóvil de pie. Miraba hacia adelante, como si contemplara el tiempo: "Ya vuelve a ver espíritus."

Se hizo el silencio. Comenzó a llover y la gente se retiró a sus tiendas. Tenían la comida delante, pero hasta el pan de maíz quedó intacto aquel día. Los tlascaltecas iban y venían indiferentes; no habían temblado ante aquel espectáculo y, en secreto, abrigaban extraños pensamientos. ¿Cómo debía de saber la carne de los
teules?
Las trompetas habían callado. Hoy no habría ataque. Los diques quedaron sin componer. Hoy, en ambos bandos, debían curarse las heridas. Solamente sobre las aguas del lago cruzaban los buques de vigilancia, apretando cada vez más la cadena que estrechaba el corazón de la ciudad sitiada.

¿Paz? Por un momento el hacha quedó inmóvil en la mano del soldado. ¿Paz?, se dijo, y miró al cielo, de donde caía constantemente la lluvia en largas hebras. La humedad había reblandecido los ladrillos, corría el agua por las grietas y el viento frío entraba en el interior de las casas… ¿Paz? Centenares de brazos golpeaban las piedras, abrían minas, las encendían y los muros se derrumbaban en los canales. Después del gran descalabro continuó el asedio. Paso a paso, iba avanzando la fuerza desde tres puntos distintos. Por la parte del lago, los bergantines. Y en tierra se manejaban también las armas de la diplomacia de las promesas. Méjico actuaba con habilidad desde el Teocalli. Guatemoc tenía de sesenta a setenta mil guerreros y solamente se podía llegar a la frontera del sur por el inseguro camino de las aguas. El asedio era casi incruento; no corría la sangre. Todas las noches las piraguas trataban de romper el cerco. Entonces se efectuaba una batida. Algunas veces los indios lograban atraer a los buques hacia los cañaverales y allí les cerraban la salida por medio de troncos. Así se habían perdido ya dos pequeñas embarcaciones y sus tristes esqueletos se veían entre los juncos.

Reinaba profundo silencio en el mismo lugar donde hacía algunas semanas había estado todavía el cuartel general de los indios. Hoy no trabajaban los tlascaltecas; la gente de Cempoal no amontonaba las piedras en los diques, tampoco nadie oyó cantar hoy a los totonecas. Silencio por todas partes.
Aguila-que-se-abate
había hecho anunciar que, antes de que pasaran ocho noches, Tlaloc pronunciaría un terrible juicio contra todos los rostros pálidos. Así habían hablado los sacerdotes, y Guatemoc se inclinó ante los dioses de sus antepasados y envió emisarios a todos los pueblos, a todos los caciques, aun a aquellos que habían levantado su mano contra él. "Hoy perdona todavía Huitzlipochtli y también Tlaloc perdona hoy todavía —decían los emisarios, que se habían deslizado sigilosamente a través de la noche—. Ahora puedes todavía volver atrás, pues dentro de ocho días se realizarán las profecías. Yo,
Aguila-que-se-abate,
te invito a la gran fiesta, que será la mayor que se haya celebrado jamás, mayor aún que aquella del sacrificio que se celebró por primera vez en el Tenochtitlán. Será la fiesta de Anahuac, cuando la risa de Tlaloc sobrecoja de miedo a los traidores y el sumo sacerdote muestre el corazón de Malinche." Los cuarteles indios quedaron vacíos en dos noches. La oscuridad era su aliada y Cortés, impotente, extendía los brazos. No podía retenerlos. Solamente Flor Negra y el séquito del tlascalteca Chichimecalt seguían siendo una nota de color en el ejército que trabajaba en los diques.

Cortés envió emisarios a los aliados. "Esperad siete días, que es cuando se cumple la profecía; ya veréis que entonces seremos mas fuertes que nunca. Esperad esos siete días."

Alrededor, a dos días de marcha tan sólo, se establecían poderosos campamentos de indios, esclavos de ritos supersticiosos, y esos campamentos corrían confusos rumores. Era gente que se reunía cuando el viento soplaba de la parte de Tenochtitlán. "¿Cuáles son los signos? ", preguntaban. En sus espíritus se mezclaba la tradición con el barbudo y místico padre Olmedo. En su interior luchaban la cruz con Huitzlipochtli; la Virgen y el Niño combatían con el monstruo de las siete flechas. ¿Quién vencería? Esperaban el resultado de esa lucha de dioses y estaban atentos a los signos y señales que Guatemoc cuidaba de enviar por el aire, con el humo o con sonidos.

Los encantadores creían en sí mismos; pero los signos que adivinaban en los intestinos y entrañas humanas fueron falsos y en la mañana del octavo día los españoles saludaron al sol con un renovado tronar de sus cañones. La gente de Vera Cruz había comprado un buque en viaje a la Florida; habían enganchado los caballos a las culebrinas
y
carros
y
estaban ahora aquí, recién llegados a Tezcuco. Volvían a tener pólvora y los dioses negros de fauces silenciosas volvían a sacar por sus bocas sus lenguas de fuego. Al noveno día, en que debían cumplirse todas las profecías, avanzaban de nuevo los españoles y las tres columnas cambiaron sus señales a la hora convenida. Cortés había esperado el amanecer de esta mañana como el papa Silvestre, quien, según la leyenda, extendió los brazos ante el altar mayor de Roma en la noche de San Silvestre, esperando el fin del mundo de aquel histórico siglo cristiano. Así había esperado Cortés el alba de aquel día que parecía llegar pausadamente y él mismo envió sus mejores emisarios, envió jinetes en todas direcciones; debían llegar a las montañas y mostrar así a todo el mundo que todos los signos de los dioses de Anahuac nada tenían que ver con los
teules.
"A los signos debes responder con otros signos", le dijo lentamente Flor Negra cuando paseaban uno junto al otro en aquella brumosa mañana. "Envíales tus signos", le dijo también Marina, que había pasado en vela la noche.

—¿Debo protegerme yo también con los signos de los idólatras?

—Hazles saber, señor, que tus soldados han visto a Tlaloc, que con su cuerpo de ocelote saltaba sobre la puerta… Hazles saber que Tlaloc se ha reído sobre la puerta de Tenochtitlán. Corrían las noticias; volaban por entre las malezas, llevadas por las voces de los animales a lo largo de todo el valle; y con la velocidad del viento llegaron a la desembocadura de Tabasco; se extendieron por Yucatán, se esparcieron por toda la región de Honduras; penetraron hasta el fondo del Mar del Sur. Los
teules
eran invulnerables a los signos y Tlaloc había reído sobre la puerta de Méjico.

Aquella misma noche se notó la reacción. Secretamente, regresaron los que habían huido de sus antiguos cuarteles, encendieron las hogueras, sus mujeres molieron maíz entre dos piedras, cocieron el pan y después quedaron inmóviles y silenciosas, mirando al fuego, como si nada hubiese sucedido. "¿Quién se atrevía a luchar contra los signos? ", fue toda la disculpa que dieron los cabecillas ante el Consejo de Guerra. "¿Contra los signos?" Bajó la cabeza. Si hubiese sido recién llegado al país, hubiera erigido una horca y hubiese dado un castigo ejemplar a los prófugos. Pero ahora bajó la cabeza; estaba ya aclimatado a un nuevo orden de cosas, a un nuevo mundo; sabía ya que ningún mortal sería capaz de cambiar la mentalidad de esas gentes. "Contra los signos no se puede luchar", dijo, y vio los suaves rasgos de Olmedo que calmaban a todo aquel que llevara una pesadilla en el pecho. Olmedo, desarmado, con su hábito, cruzaba por los templos llenos de cadáveres para curar con sus propias manos a los indios moribundos.

Aquel descanso de una semana había sido útil. La lluvia amainó lentamente y acabó por cesar. Los que regresaban venían con víveres, pero los botes no podían romper el cerco. El hambre imperaba en Méjico. Los desertores y los prisioneros pernoctaban ante su umbral. No precisaban los servicios de Marina, pues podía verse que el hambre les había roído la carne hasta los huesos, y Cortés miraba cómo se extendían sus manos ansiosas hacia el pedazo de pan de maíz agusanado que se les arrojaba. En Méjico apenas quedaba nada para comer. En la orilla del lago se recogían algas carnosas que se hacían fermentar como un queso; se las prensaba y se consumían así; era un alimento maloliente y desagradable, pero que servía para llenar el estómago. Se recogían piedras para buscar el musgo y las raíces que había debajo. Las ratas y los pájaros eran golosinas que habían desaparecido ya casi totalmente. "¿Coméis hombres? ", preguntó Cortés. Los prisioneros bajaron la cabeza; como si no comprendieran la pregunta; pero Cortés volvió a preguntar con decisión: " ¿Coméis hombres? "

—Tenemos muy pocos prisioneros, Malinche. A los españoles, los dioses les han dado una carne desagradable y amarga. Todos los que la han probado, sacerdotes y jefes, la han tenido que escupir; tenía un sabor amargo como la hiel; ni aun para eso son útiles dijeron los jefes. Se encuentran muy pocos prisioneros tlascaltecas y menos aún de Tezcuco; pero a los pocos que tenemos los comemos.

—¿Y a los más débiles de entre vosotros? ¿Los niños?

El prisionero se tapó los ojos.

—Terrible lo que preguntas, señor. ¿Comerse a nuestro propio pueblo? Eso no se ha visto nunca desde que los gigantes dejaron este país a nuestros antepasados y a nosotros.

No se devoraban mutuamente. Disimularon el horror del canibalismo con humo de copal, y si comían carne de semejantes, lo hacían deificándola, convirtiéndola en un manjar celestial.

Cortés hizo llamar a tres prisioneros de categoría superior. Eligió, a tres portadores, los cargó de víveres y les dio el distintivo de los mensajeros. Se prepararon para partir cuando se aproximó Marina.

—Permíteme, señor que vaya con ellos. Quiero hablar con
Aguila-que-se-abate.
—¿Acaso alguna mujer ha sido encargada alguna vez de una embajada?

—No me puedo comparar con la señora de Tula; pero la señora de Tula envía solamente mujeres como embajadoras. No me impidas, señor, que yo hable con él y le ruegue que ponga fin a ese horror. Por todas partes se ven cadáveres, cuyo hedor envenena el aire. El niño no puede apenas respirar. Llora toda la noche cuando oye los tambores.

—¿Y si no te dejan regresar? ¿Si te sucediera algo, Marina?

—En Anahuac no se hace nunca daño a los emisarios. Los dioses, de nuestros antepasados así lo mandan. Los portadores de una embajada o mensaje son sagrados.

Marina avanzó llevando el distintivo de embajador. Detrás de ella marchaban los tres caciques y seguían después los portadores. No le fue disparada ninguna flecha; no vio ninguna piedra. Se la condujo detrás del dique principal, que estaba aún indemne y donde se alzaban todavía los magníficos palacios en aquella ciudad destruida casi. Guatemoc no vivía en el palacio de Moctezuma. La entrevista se celebró en una fortaleza en forma de castillo, formada por varias habitaciones unidas. Los jefes estaban sentados alrededor de una mesa. Esta se curvaba bajo el peso de las grandes fuentes de manjares. Sobre platos de oro había manjares y bebidas como en los tiempos de Moctezuma. Marina pudo ver cómo los caciques doblaban sus dedos como garras y miraban con ansia las fuentes. Fue un triste espectáculo el que ofreció Méjico, condenado a muerte, a Marina y a sus acompañantes. Marina habló. Todos la conocían. Nadie pensó en preguntarle qué buscaba aquí esa mujer que pasaba por encima de la naturaleza y abría sus labios para hablar en el lugar donde estaban reunidos sus señores, los hombres. Estaban callados e inmóviles. Marina se cubrió la cabeza, según la costumbre cortesana, con un manto de
nequem;
bajó después la vista, como la bajara un día ante el Terrible Señor, y se aproximó con pasos breves a
Aguila-que-se-abate,
en cuyo rostro se leía la historia de aquel medio año transcurrido. Marina habló en voz baja. Entre los españoles se había acostumbrado a usar expresiones cortas y agudas, sin arabescos que adornaran su pensamiento. Hablaba breve y sin colorido, sin la amplitud acostumbrada en los hombres que acudían a los consejos. Habló de cosas extrañas, que solamente podían ser pensadas por las mujeres y de las que nadie había oído hablar. Nadie había visto nunca que un emisario en tiempo de guerra hubiera hablado en Anahuac de cosas semejantes.

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