El dios de la lluvia llora sobre Méjico (80 page)

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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Era monarca de un pueblo de indios formado por millones. No eran en modo alguno salvajes, desnudos y escondidos en los bosques, sino que formaban tribus con sus leyes, su historia, sus tradiciones. Los caciques de lejanas provincias, que aún no figuraban en mapa alguno, le traían grano, presentes, pieles, oro. De vez en cuando, también le traían esclavos, pues a pesar de todo lo que se decía, creían ellos que los dioses de los blancos también sentían a veces sed de sangre. Así edificó todo un reino, sin dinero, sin sacerdotes, sin hombres entendidos que le ayudaran. Un puñado de soldados aventureros. Tales hombres eran ahora gobernadores de distritos enteros o de regiones, sustituyendo a caciques rebeldes. Tales hombres habían formado su corte y se hacían servir por esclavos indios. Los bienes destinados a un príncipe de sangre y cuyos vasallos pagaban tributo desde hacía siglos al altar de Huitzlipochtli, iban ahora a parar a la iglesia y estaban ahora bajo la dependencia superior del padre Olmedo.

Los habitantes de los pueblos y aldeas estaban más cerca de él. Los de los campos seguían en su mundo cerrado y propio. Los grandes sacudimientos no habían logrado desplazar a tales gentes; cultivaban sus tierras, sembraban, recolectaban maíz, regaban las plantaciones de cacao. Los ancianos distribuían su campo entre cada familia; los casados recibían mayor porción; por cada hijo se les daba una parcela de plus. Los muertos estaban en la tumba y sus tierras quedaron para los vivos. Los soldados españoles extendieron sus manos y dijeron: "Demos vuestra merced esos campos; valen más que los terrenos sin roturar; son cultivables, regados por canales, como los campos andaluces… El protegió a los labradores y protegió también a los aldeanos. En el campo había indígenas que ejercían de jueces. Esos debían juzgar según las leyes españolas y ¡ay de aquel que se atreviera a aproximarse demasiado a campos comunales indios!

Por todas partes se edificaba. Padres franciscanos vinieron a pie de Vera Cruz; doce en total. La gente les salió a recibir, les dio flores y víveres. Venían con burdos sayales, descalzos, sonriendo y chapurreando ya la lengua de los indígenas. Cortés los esperaba a la puerta de la ciudad, ante los diques, con la cabeza descubierta y al verlos hincó una rodilla en tierra y besó la mano del prior que enviaban desde Castilla. Miles de indios, caciques, nobles dignatarios miraban cómo Cortés se humillaba ante aquellos padres pobres y humildes pero de cuyas manos surgían conventos, escuelas, hospitales, iglesias… En la cancillería había ya escribientes indios pues de los colegios salían ya jóvenes indígenas de quince y dieciséis años que sabían escribir el castellano, pero que no habían olvidado, sin embargo, la escritura jeroglífica de sus antepasados. Cada capitán era gobernador de una provincia. Alvarado estaba en Guatemala; Olid, en Honduras; otro, estaba en Panuco; otro, en la región del sur, junto al mar. "El poder de Malinche llega lejos decían los indios, cuyos mensajeros traían sus comunicaciones por valles, montes, pasando a veces entre tribus hostiles. Cortés reinaba realmente. ¿Cuántos podrían ser? Tal vez dos o tres mil españoles, un número escaso que se perdía entre los millones de indios que ya habían adivinado que los
teules
no eran dioses. Sin embargo, Malinche estaba en su trono de Tenochtitlán y reinaba sobre aquellas tierras de Don Carlos. Hacía que sus capitanes llevasen bien las cuentas, deducía la quinta parte de ingresos para la corona, y todos los meses, mandaba las cuentas a Sevilla. Informaba acerca de los conventos, sobre el constante aumento de indios que se bautizaban, acerca de los bienes de la corona…, pero callaba porque debía callarlo, lo que ardía debajo de las cenizas. Omitía hablar de los rumores que circulaban por aquella ciudad supersticiosa. Ora aquí, ora allá, se oía invocar al dios de la lluvia; algunas susurraban:
"Aguila-que-se-abate
vuelve a decir algo desde su esclavitud…, envió un mensaje atado al ala de un quetzal. El ave voló por encima de las costas y descendió en las regiones donde los hijos del pueblo aún conservan su libertad. Guatemoc languidece en su cautividad honrosa de Cojohuacán. El codicioso vampiro Alderete le había sometido a torturas a causa de supuestos tesoros escondidos." Cortés había teñido que tomar cartas en el asunto, pues, como hacía quince siglos, le dijeron como un día al gobernador de Judea: "Si no lo hacéis, no sois fiel servidor de vuestro emperador… " Desde que quemaron las plantas de los pies a
Aguila-que-se-abate
por medió de un hierro al rojo, el príncipe indio cojeaba…, seguía callado. Su esposa Tecuichpo vivía a su lado; pero en la cautividad no tuvo ningún hijo de él. Los guardias españoles no oían nunca su voz, pero en Anahuac todos sabían que
Aguila-que-se-abate
era todavía joven, y si no se teñía cuidado, podían volverle a crecer las alas que le habían sido cortadas.

Perezosamente pasaban los meses. Si no hubiese sido por las amarguras que le causaba su esposa; si no hubiese teñido esas continuas contrariedades causadas por espías, inspectores, licenciados que llegaban continuamente en los buques y le apretaban el cuello, Cortés se hubiera sentido completamente monarca de este reino cuyos limites nadie conocía y cuyo verdadero rey, Don Carlos, estaba inmensamente lejos. Se hubiera sentido emperador si no fuera por esas pesadas y fastidiosas cargas, sin esas continuas disputas entre los caballeros españoles. Con nostalgia miraba a los jovencitos que enviaba con un recado a este o a aquel capitán… Un día llegaron noticias desde la costa oriental de Honduras, de Yucatán, de Guatemala. Cada informe comenzaba lo mismo: Que Olid se había sublevado contra su legítimo señor y había levantado bandera de rebelión. "Cortés quizá mande en Méjico; pero aquí mando sólo yo." Fue el primer fracaso que con velocidad del rayo se supo en toda la costa. Durante días tuvo que madurar sus plañes; llevaba el mensaje en su jubón y lo releía continuamente. ¿A quién debía enviar contra Olid? ¿A qué compañero, a qué amigo? Todos habían estado junto al rebelde en las adversidades. Por fin tomó uña resolución: Aquella noche se trabajó hasta muy tarde en la cancillería. Se escribieron centenares de cartas, y uña a cada veterano, uña a cada hacienda. El escrito comenzaba con las palabras: "Os hago saber, señor, que parto personalmente para castigar al rebelde Cristóbal Olid. Os suplico os encontréis aquí armado por san Miguel… "

Le sucedió el estremecedor pensamiento de volver a hacer lo imposible con sólo cien hombres. Se sintió de nuevo como cuando tenía veinte años y sus únicos bienes eran la hoja de su espada…

"Todo debe empezar por el principio, caballeros… ", dijo a los escribientes de la cancillería, que con espanto vieron a un señor lanzado, a una loca aventura, de un modo infantil…

Cuando aquella mañana montaron sobre los caballos, Olmedo, llorando, bendijo la expedición, a la que le impedía unirse la gota que le martirizaba. En aquel momento recordaba el veterano la primera salida desde Santiago. Marina, que por disposición de Carlos había sido elevada a estado de nobleza de Castilla, había venido de Chapultepec montada en una mula. Desde que doña Catalina había venido de Cuba, Cortés apenas había visto a Marina; sólo de vez en cuando visitaba a su hijito en ocasión de alguna cacería… Ahora volvían a estar juntos; Cortés escuchaba de nuevo su voz extraña y profunda; los veteranos la rodeaban con alegres gritos y los más viejos la abrazaban. Marina estaba con ellos…, con ella las cosas no podían andar mal. Cortés y Marina se miraron durante un buen espacio de tiempo. ¿Los otros? Los otros se habían acostumbrado a la vida muelle; se habían convertido en grandes señores comodones y gruesos. Muchos tenían hijos, pues habían tomado como esposas a mujeres indígenas. Tenían criados, caballos, armas; se hacían ceremoniosas visitas mutuamente, pero se atenían en sus tratos a la rígida jerarquía española. Venían ahora sobre caballos con arnés, con corazas brillantes. Cortés no conocía ya algunos de ellos, pues no se parecían en nada a aquellos soldados de antes, sucios, harapientos… Vinieron también los caciques de los aliados; montaban también a caballo, pues se habían acostumbrado a aquella costumbre española. También iban de cacería por el bosque a caballo, persiguiendo ciervos y lobos. A veces, empero, se oían tambores durante la noche; unas manos invisibles daban en la oscuridad aquella señal que era la llamada de los dioses. Entonces podía uno adivinar que alguien era colocado sobre la piedra de sacrificios y que los sacerdotes indios, de modo subrepticio, a escondidas, habían tomado de nuevo el cuchillo de
ichtzli,
cuya hoja limpiaban de sangre frotándola con sus ropas.

Trajeron a Guatemoc. Nadie debía darse cuenta de que era un prisionero. Su rostro estaba pálido como el de un cadáver. Cortés contempló a los jefes indios, que bajaron rápidamente los ojos cuando vieron ante ellos la verde pluma de quetzal, símbolo de su monarca y de sus dioses. Le hizo montar a caballo, tomó las riendas y le atrajo hacia él; su sitio debía estar entre él
y
Marina. Los españoles no comprendieron eso y algunos preguntaron: "Señor, por qué llevamos esa carga con nosotros?"

—¿Acaso querríais dejar aquí al que fue monarca de este imperio? ¿No sabéis, pues, que cuando hubiéramos partido, podrían abrirse las cerraduras y que, con sólo una chispa, ardería todo Tenochtitlán?

Orteguilla y Xaramillo ya no eran muchachos, sino jóvenes crecidos, principalmente Xaramillo, que ahora cabalgaba a la derecha de Marina, no sin antes haberle hecho el ceremonioso saludo que se debe a las damas… ¿Se acordaría aún el muchacho de aquella noche, lejana ya, cuando en Tabasco guardó el sueño de la nueva esclava con el sable en la mano?

Los desposados con la muerte se abrazaron. Cambiaron apretones de mano. Cada uno buscaba a sus camaradas. Cada uno de ellos sabía contar cosas de los otros; cada uno sabía bien redondear la historia de los demás que, reunidas, eran la historia de todos… El día era hermoso, sí, un hermoso día de San Miguel. Su destino era Honduras.

Eran apenas doscientos cincuenta, pero Cortés no deseaba tampoco un gran ejército. Más de la mitad eran jinetes; cincuenta hombres llevaban mosquetes; los otros, armas blancas. Como en otras ocasiones, los oficiales que ahora mandaban la expedición se inclinaban sobre pedazos de tela donde estaban dibujados montes y valles, ríos y lagos. El general les indicaba la ruta. Toda la aventura de Honduras se esfumó como en la niebla. Había en ella alegría verdadera cuando pasaban entre salvas por los diques donde las mujeres les ofrecían flores. Oíanse las trompetas de Ortiz que abrían la marcha. Atravesaron el valle. Los jefes, caciques, centenares de gentes sencillas, se agolpaban en el borde del camino. De nuevo en Anahuac se hablaba de Malinche; todos le querían ver pasar. Los colonos y las guarniciones que quedaban atrás se apretujaban para verle marchar. Así llegaron a Vera Cruz y luego siguieron caminando hacia el este. Los buques seguían lentamente, no lejos de la costa. Volvieron a ver el campo de batalla de Tabasco y rezaron un
requiem
piadoso por las almas de los camaradas que allí cayeron. Siguieron marchando. Estaban ya en el país de los mayas, y aquí era de nuevo Marina la única que entendía el lenguaje del pueblo.

Ya era de noche cuando Cortés, fatigado, se retiró a su tienda. Este viaje le había resultado más fatigoso que aquel primero desde Cuba. Miró alrededor; le hacía falta alguien…, era la antigua costumbre. No era la flaqueza de su carne lo que le hacía buscar alrededor, sino que deseaba ver los ojos de Marina en aquel silencio nocturno del campamento; necesitaba oír su voz, que prestaba como un sentido profundo a las cosas más triviales. Pero en vez de Marina, le esperaba, vestido en traje de fiesta, Juan de Xaramillo, su antiguo paje. Apenas comenzó a hablar, ya sabía Cortés de qué se trataba…

Claramente comprendió entonces por qué el joven, días y días, había cabalgado junto a Marina, por qué tan a menudo arreglaba su cuello de puntilla, por qué tan solicito, cuidaba de llevarle el agua…

—Señor; os ruego me concedáis la mano de Marina. La quiero para legítima esposa… Y si ello no ha de ofender a vuestra merced, quisiera hacer las veces de padre al pequeño Martín…

Cortés dudó entre atacar al joven con el sable o abrazarle… Su propia voz le parecía lejana y absurda cuando contestó al muchacho, que escuchaba con rostro pálido como la luna:

—Bien…, por mí…, estoy conforme, hijo mío. Y si Marina quiere…

Al día siguiente todo el ejército se formó en forma de cuadrilátero. Cuando hubo terminado la bendición, el padre soltó la estola que ataba aquellas manos. Los veteranos besaron a Marina y por primera vez la trataron de "tú". El sacerdote preguntó en voz alta y clara si Juan de Xaramillo quería como esposa a la noble dama doña Marina de Painala. El primero en dar la enhorabuena fue El Galante, el cual dobló una rodilla ante Marina y dijo: "Durante la ceremonia, López el carpintero, ayudado de dos soldados, ha levantado en el bosque un pabellón para los recién casados, a los que el ejército felicita. "

Cortés bajaba a caballo por el sendero que era lo último que estaba marcado en el mapa de hoja de
nequem.
Ante ellos se abría una garganta de más de ocho mil pies de profundidad. Los mulos de carga debían pasar por encima de arroyos espumeantes y revueltos. No se veía un alma alrededor. La gente había huido de las aldeas y, en el camino que seguía el ejército, sólo se veían piedras mohosas y muertas. El hambre parecía extender los brazos y gritarles continuamente: "¡Alto!" Como si fueran langostas y saltamontes roían raíces, cortezas de árboles, gusanos. Los guías indios desaparecieron en la espesura del bosque o se perdieron por los pantanos. Cortés sólo conocía una cosa: la dirección que había de seguir y que su brújula le mostraba y de la cual la superstición de los indios decía que traicionaba los pensamientos de los hombres y que, cuando uno mentía, la aguja oscilaba. Hubo también días más alegres. Los emisarios de un rey maya vinieron a anunciar la inminente visita de su señor. Era el rey de la célebre y legendaria región de Itza, un caneca, de cuyo poder ya se tenía noticia en Méjico. Esperaron al rey, como antaño habían esperado en la costa del norte la llegada de los caciques. Se lavaron, se peinaron. La voz del indio era extraña, melodiosa. A Marina le costaba gran esfuerzo comprender sus palabras. Era un verdadero rey, como no habían visto ninguno semejante desde los tiempos de Moctezuma; llevaba su guardia de corps; iba cubierto de oro y de brillantes piedras finas; era más alto y esbelto que los otros, era, en fin, un rey de raza en la cumbre de su poder. Los veteranos se frotaban los ojos cuando sonaron los pífanos de Ortiz y la aromática nube del incienso envolvió los cantos gregorianos del pequeño ejército español. Los ojos de Cortés se fijaron en el rey indio y
,
maravillado
y
asombrado, vio como aquel excelso príncipe prorrumpía en sollozos. Cuanto más fuerte cantaban los coros, cuanto más apasionadamente cantaban los soldados, tanto más copioso era el llanto de aquel rey caneca. "Es como si hablaseis con los dioses en un idioma de maravilla", dijo, y rogó después hiciese cantar de nuevo al ejército. No se cansaba de oír aquella música desconocida y, al amanecer, rogó a Cortés que, en calidad de amigo, le acompañara a la sagrada ciudad de sus antepasados, donde deseaba rendir homenaje al dulce y blanco Dios de los españoles por medio de aquel canto arrebatador. Todos le hablaron de la ventura en que estaban ocupados, pero él se sentía como caballero español, como héroe de un antiguo romance y tampoco podía resistir la tentación de la ventura. Con diez hombres, embarcó en el bote del caneca para visitar la ciudad de Itza. Con sólo cerrar los ojos, veía la risueña y extraña ciudad profundamente incrustada entre montañas, ciudad donde todo era color de flores, donde todos parecían ofrecerle su afecto… En vez de austeros, secos aztecas, había allí los mayas alegres, frívolos… Entre filas de sacerdotisas fue conducido a la orilla del lago sagrado, a ese lago profundo que devoraba una vez al año a la más hermosa doncella de Itza. Por vez primera, sonó el saludo español a la orilla de este lago y las largas trompetas repitieron ante el rey, anegado en llanto, el alegre himno pascual de la Resurrección. La aventura de Itza fue la última agradable que quedó en lo profundo de su memoria. El ejército siguió después por comarcas abruptas, pasó por barrizales inmensos bajo la lluvia incesante. Durante semanas y meses, marcharon hambrientos, luchando contra toda suerte de alimañas. Estaban ya en Honduras y había que prepararse para ajustar cuentas. Una mañana llegaron a hurtadillas algunos españoles al campamento de Cortés. Como nuncios de tristes noticias en escenario de cómicos ambulantes, se arrojaron a los pies del general y le cantaron la cantinela de la fraternidad entre los españoles: "Señor, vuestra merced nada tiene que hacer aquí; ya se ha hecho justicia en la persona del rebelde Cristóbal de Olid. Sus capitanes le prendieron en ocasión de cenar juntos y en nombre de vuestra merced le ajusticiaron a puñaladas. Así se cumple la justicia española "

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