El discípulo de la Fuerza Oscura (19 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
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Ackbar dio ocho saltos hiperespaciales aparentemente elegidos al azar para despistar a cualquier posible perseguidor, y después colocó a su caza B en el vector correcto, que llevaba hasta el planeta secreto de Anoth. Terpfen había «tomado prestado» el caza para él, asegurándole que había eliminado todos los registros en los que figuraba. Ackbar no había querido saber cómo se las había arreglado su jefe de mecánicos para burlar a los sistemas de seguridad con tanta facilidad.

El remoto y aislado mundo de Anoth llevaba años siendo el refugio ideal para los niños Jedi gracias a que estaba protegido por su perfecto anonimato y oscuridad. Los gemelos habían ido a vivir a Coruscant hacía tan sólo un par de meses, pero el más pequeño de los tres hijos de Leia —Anakin, que sólo tenía un año de edad— permanecía bajo la protección de Winter, la leal sirvienta de Leia, alejado de los inquisitivos ojos imperiales o de las influencias del lado oscuro que podrían corromper la frágil mente del bebé, sensible a la Fuerza.

El espacio recobró su nitidez habitual alrededor de la nave y Ackbar vio el conjunto que era el planeta múltiple de Anoth. El mundo estaba formado por tres fragmentos de gran tamaño que orbitaban un centro de masa común. Los dos fragmentos de mayores dimensiones casi se rozaban, y compartían una atmósfera venenosa y continuamente agitada por las tempestades. El tercer fragmento era el más alejado y su órbita lo mantenía en una posición precaria pero casi estable, y había sido escogido por Ackbar, Luke y Winter para acoger una fortaleza escondida.

Las descargas electrostáticas se desprendían a cada momento de los dos fragmentos de Anoth que se hallaban en contacto, y la furia ionizada bañaba el fragmento habitable con una sucesión inacabable de tormentas eléctricas que servían para ocultar el planeta protegiéndolo de cualquier búsqueda. Todo el sistema era altamente inestable y se autodestruiría en un parpadeo del tiempo cósmico, pero la vida humanoide había podido establecer una avanzadilla en él durante el último siglo.

Ackbar pilotó su caza B en un vector de aproximación a través de los cielos purpúreos de Anoth. Las chispas seguían brotando del ala de su caza, pero Ackbar no percibía ninguna amenaza en ellas. Aquello no se parecía en nada a la terrible experiencia de volar por entre las tormentas de Vórtice.

La cabina del caza B resultaba un poco pequeña para la corpulencia de Ackbar, y sólo llevaba un mono de vuelo en vez de su uniforme de almirante. Después dejaría el caza que había «tornado prestado» en los astilleros calamarianos, donde un piloto de la Nueva República podría llevarlo de regreso a Coruscant. Ackbar nunca volvería a pilotar un caza estelar, por lo que no tenía ninguna necesidad del aparato.

Envió una breve señal para informar a Winter de su llegada, pero no respondió a su sorpresa o sus preguntas. Desconectó la unidad de comunicaciones del caza y empezó a pensar en cómo le contaría todo lo que había ocurrido. Después se concentró en la tarea de pilotar el caza B durante el descenso.

La superficie de Anoth se extendía debajo de él formando un bosque de pináculos rocosos, cornisas y picos en forma de garra que estaban repletos de las cavernas que se habían ido produciendo a medida que las bolsas de sustancias volátiles atrapadas en los peñascos se habían evaporado poco a poco a lo largo de los siglos, dejando tras de sí únicamente roca que parecía cristal.

Winter había creado un hogar temporal para los bebés Jedi en el interior de aquel laberinto de túneles de paredes pulimentadas. Ya sólo le quedaba un niño del que cuidar, y dentro de un año Winter volvería a Coruscant con el pequeño Anakin, que por aquel entonces ya tendría dos años, y se reincorporaría al servicio activo del gobierno de la Nueva República.

El pequeño sol blanco nunca cedía mucha luz diurna a Anoth, y bañaba el planeta en un lúgubre crepúsculo púrpura, iluminado esporádicamente por los destellos producidos al descargarse los rayos interplanetarios. Ackbar y Luke Skywalker habían descubierto el planeta y lo habían escogido entre todas las posibilidades como el lugar más seguro para esconder a los pequeños Jedi, y Ackbar estaba volviendo a él por última vez antes de regresar a su mundo natal.

Ackbar compadecía al pequeño Anakin, que había pasado todo el primer año de su existencia allí sin poder conocer ningún lugar más acogedor. Siempre se había sentido muy unido al tercer niño, pero había venido a despedirse antes de desaparecer de la vida pública para siempre.

Pilotó el caza B por entre los bosques de cimas y promontorios rocosos. Anoth le recordaba las esbeltas torres gigantes de la Catedral de los Vientos de Vórtice. El recuerdo llegó acompañado por una punzada de dolor casi insoportable, y Ackbar intentó no volver a pensar en lo que había ocurrido allí.

Siguió pilotando la nave por entre las rocas, guiándola con rápida seguridad en una trayectoria directa hacia la abertura que daba acceso al laberinto de cavernas. Ackbar posó el caza estelar sobre el suelo de la enorme cueva con una cuidadosa manipulación de los haces repulsores y los chorros de las toberas de descenso.

Una puerta blindada se abrió mientras desconectaba los motores y se preparaba para desembarcar. Una mujer alta y de aspecto un poco hosco apareció en el umbral. Su túnica y su cabellera blanca la identificaban sin lugar a dudas: era Winter, la sirviente de Leia. Winter nunca parecía envejecer, y Ackbar siempre la había encontrado tan peculiar que podía reconocerla sin ninguna dificultad a pesar de que fuese humana.

Ackbar salió de la nave con movimientos lentos y un poco envarados después de llevar tanto tiempo sentado, y ladeó su cabeza color salmón para que sus ojos no se encontrasen con los de Winter. Una rápida mirada hacia atrás le bastó para ver que el bebé estaba acurrucado a los pies de Winter emitiendo ruiditos de satisfacción mientras estiraba el cuello hacia el recién llegado con obvia curiosidad. Ackbar sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo al comprender que probablemente nunca más volvería a ver a aquel niño de cabellos oscuros.

Winter habló con su voz átona en su habitual tono firme y un poco seco. Ackbar la conocía desde hacía mucho tiempo, pero nunca había detectado tanta preocupación en ella.

—Le ruego que me cuente lo que ha ocurrido, almirante Ackbar —dijo la sirviente de Leia.

Ackbar se volvió hacia ella para mostrarle su mono de vuelo y la ausencia de toda insignia militar.

—Ya no soy almirante —replicó—, y es una historia muy larga.

Ackbar estaba comiendo una cena de raciones reconstituidas que Winter había logrado volver sabrosas de alguna manera inexplicable. Winter le contempló en silencio mientras Ackbar le contaba hasta el último detalle de la tragedia ocurrida en Vórtice y cómo había presentado su dimisión. No pareció juzgarle en ningún momento y se limitó a escucharle, parpadeando en muy raras ocasiones y asintiendo todavía con menos frecuencia.

Anakin estaba sentado en el regazo de Ackbar soltando un chorro ininterrumpido de balbuceos llenos de curiosidad y extendiendo las manos de vez en cuando para tocar la piel húmeda y un poco pegajosa o los enormes ojos vidriosos del calamariano. Anakin se echaba a reír cada vez que Ackbar hacía girar sus ojos perfectamente redondos en varias direcciones para evitar sus deditos regordetes.

—¿Pasará la noche aquí... ? —preguntó Winter, y se interrumpió de repente como si hubiera estado a punto de terminar su pregunta llamándole «almirante».

—No —dijo Ackbar, sosteniendo al bebé junto a su pecho con sus manos-aletas—. No puedo hacerlo. Nadie debe sospechar que he venido aquí, y si tardo demasiado en llegar comprenderán que no he ido directamente a Calamari.

Winter vaciló, y cuando volvió a hablar su voz pareció ser menos capaz de ocultar sus emociones de lo que era normalmente.

—Ya sabe que siento un gran respeto hacia sus capacidades, Ackbar —dijo—. Me sentiría muy honrada si se quedara aquí conmigo en vez de ir a esconderse a su mundo natal, y Ackbar contempló a la humana y sintió una profunda emoción que se fue extendiendo por todo su ser. La mera sugerencia de Winter había bastado para hacer desaparecer las capas de culpabilidad y vergüenza en las que se había ido envolviendo a sí mismo. Winter vio que tardaba en responder, e insistió.

—Estoy sola aquí, y su ayuda me resultaría muy útil —añadió—. A veces el bebé se siente muy solo..., Y yo también.

Ackbar por fin consiguió hablar. Rehuyó la mirada de Winter, pero respondió sin darse tiempo a cambiar de opinión.

—Tu oferta me honra muchísimo, Winter, pero no soy digno de ella. Al menos, no por el momento... Debo ir a Calamari y buscar la paz allí. Si yo... —Las palabras se le atascaron en la garganta, y se dio cuenta de que estaba temblando—. Si encuentro la paz, quizá vuelva contigo... y con el bebé.

—Si cambia de parecer, yo... Bueno, si cambia de parecer le estaremos esperando —dijo Winter, y después le acompañó hasta la gruta que servía como hangar.

Ackbar sintió cómo Winter le observaba mientras subía al caza B. Alzó la nave sobre los haces repulsores y se dio la vuelta para verla inmóvil en el umbral, y la saludó encendiendo y apagando las luces del casco.

Winter alzó una mano en un gesto de despedida lleno de tristeza. Después rodeó el bracito regordete de Anakin con la otra mano y lo hizo subir y bajar para que el bebé también se despidiera de Ackbar.

Y el caza de Ackbar se alejó con un rugido, perdiéndose en el espacio y dejándoles atrás.

Terpfen estaba acostado en el dormitorio de sus alojamientos en Coruscant, temblando y haciendo esfuerzos desesperados para resistirse a las órdenes de los circuitos orgánicos. El jefe de mecánicos hizo cuanto pudo, pero al final los sistemas de control ocultos dentro de lo que quedaba de su cerebro acabaron venciendo.

Bajó al centro de envío y recepción de los niveles inferiores del antiguo Palacio Imperial moviéndose con el caminar lento y envarado que le dictaban los circuitos orgánicos. La gran sala estaba tan llena de ruidos y de agitación que nadie se fijó en él, y Terpfen pasó totalmente desapercibido entre el continuo ir y venir de androides diplomáticos y paquetes automatizados que partían hacia varias embajadas y espaciopuertos de Coruscant llevando mensajes de gran importancia.

Terpfen codificó el mensaje secreto, resumiendo la información que había recibido del sensor que había ocultado en la nave de Ackbar. Después metió el mensaje en un tubo de correo hiperespacial del tamaño de un ataúd, lo selló y protegió el tubo con un campo energético. Lanzó una mirada suspicaz a su alrededor antes de teclear el código diplomático de seguridad personal de Ackbar, que permitiría que el mensaje pasara por todos los controles y puntos de revisión sin ser inspeccionado. Hasta el momento a nadie se le había ocurrido revocar el código de acceso de Ackbar.

Las puertas de envío se abrieron al otro extremo del centro y el tubo plateado que contenía el mensaje se alzó sobre sus campos de lanzamiento. Terpfen extendió las manos en un acto reflejo e intentó agarrar los escurridizos lados del recipiente arañándolos con las afiladas puntas de sus manos-aletas, pero el recipiente salió disparado hacia arriba y empezó a surcar velozmente la atmósfera de Coruscant acelerando más y más a cada momento que pasaba.

Terpfen había programado cinco rutas alternativas para impedir cualquier intento de seguimiento. El recipiente del mensaje llegaría a la Academia Militar Imperial de Caricia sin ser interceptado y sin sufrir retrasos. Los sistemas de codificación sólo mostrarían el mensaje a los ojos del embajador Furgan... y al hacerlo revelarían la localización del planeta secreto en el que estaba escondido el último bebé Jedi.

12

—Lo harás estupendamente, chico —dijo Han intentando mantener su sonrisa despreocupada y fanfarrona.

Kyp Durron asintió ante la puerta de los aposentos de Han y Leia, pero Han captó un leve temblor alrededor de los labios del joven.

—Ya sabes que lo haré lo mejor que pueda, Han.

Han se sintió repentinamente incapaz de pronunciar ni una sola palabra más y abrazó a Kyp, maldiciendo en silencio las lágrimas que habían surgido de la nada para invadir sus ojos.

—Serás el Jedi más grande que haya existido jamás —murmuró—. Creo que incluso conseguirás superar a Luke.

—Lo dudo —dijo Kyp.

Se apartó de su amigo y desvió la mirada, pero no antes de que Han hubiera podido ver que sus ojos también brillaban a causa de las lágrimas.

—Espera un momento —dijo—. Tengo algo para ti antes de que te vayas.

Entró en la habitación y volvió a la puerta con un paquete en las manos. Kyp lo aceptó con una sonrisa vacilante y quitó el papel de regalo que lo envolvía.

Han mantuvo los ojos clavados en el rostro del joven para ver su expresión. Kyp acabó de apartar el papel y se encontró sosteniendo en las manos una capa que brillaba con el suave resplandor de las hebras subliminales reflectivas y que parecía haber sido tejida con rayos de luz de las estrellas.

—Me la dio Lando —dijo Han—. Supongo que se sentía un poco culpable por haberme ganado el
Halcón
jugando al sabacc, pero no puedo llevar algo así. Quiero que te la quedes. Te mereces poder disfrutar de las cosas hermosas después de todos los años que pasaste en aquellas asquerosas minas de especia.

Kyp se echó a reír.

—¿Para estar elegante cuando asista a las fiestas en la Academia Jedi, quieres decir? —Su expresión se volvió repentinamente seria—. Gracias. Han..., por todo. Pero ahora he de irme. El general Antilles va a escoltar el
Triturador de Soles
hasta Yavin, y voy a ir con él. Me dejará en la academia de Luke.

—Buena suerte —dijo Han.

—Lamento mucho que hayas perdido el
Halcón
—dijo Kyp.

—No te preocupes por eso —replicó Han—. De todas maneras no es más que un montón de chatarra, así que...

—Oh, desde luego que lo es —dijo Kyp con una sonrisa, pero los dos sabían que no hablaba en serio.

—¿Quieres que te acompañe hasta el hangar? —preguntó Han, y mientras lo hacía se dio cuenta de que en realidad no estaba muy seguro de querer hacerlo.

—No —dijo Kyp, empezando a dar la espalda a la puerta—. Odio las despedidas prolongadas. Ya nos veremos.

—Claro que sí, chico —dijo Han.

Después permaneció inmóvil contemplando la espalda de Kyp durante un buen rato mientras el joven se alejaba con un paso falsamente elástico y jovial por los pasillos que llevaban al turboascensor.

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