El discípulo de la Fuerza Oscura (23 page)

BOOK: El discípulo de la Fuerza Oscura
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—Me llamo Cilghal —dijo la embajadora.

La calamariana alzó sus dos manos-aleta, y Leia se fijó en que el tejido que unía sus dedos de forma espatulada parecía un poco más traslúcido que el de las membranas de Ackbar.

Leia levantó una mano respondiendo a su saludo.

—Gracias por haberme recibido, embajadora —dijo—. Agradezco su ayuda.

Las manchitas de la piel de Cilghal se oscurecieron un poco en una reacción que Leia reconoció como buen humor o diversión.

—Ustedes los humanos han llamado a Mon Calamari «el alma de la Rebelión» —dijo—. ¿Cómo podemos rechazar cualquier petición de ayuda después de haber recibido tal elogio?

La embajadora dio un paso hacia adelante y movió una mano señalando el ajetreo incesante del complejo de muelles de atraque y zonas de construcción espacial.

—Veo que ha estado observando nuestros trabajos en el
Marea Estelar
—dijo—. Esa nave será la primera adición que hacemos a la flota de la Nueva República en muchos meses. Hasta ahora hemos estado consagrando la mayor parte de nuestros recursos a recuperarnos del ataque de los Devastadores de Mundos del Emperador que tuvo lugar el año pasado.

Leia asintió, y volvió a contemplar la silueta de aspecto casi orgánico del crucero calamariano a medio construir, el equivalente de la Nueva República al Destructor Estelar imperial. La estructura ovoidal del navío de combate ya contaba con las protuberancias de los emplazamientos para las baterías turboláser y los generadores de campo, y también se podían ver las mirillas y los abultamientos de los camarotes y las salas de reunión, que parecían haber sido repartidos al azar por encima del casco. Cada crucero estelar era único: siempre se partía del mismo diseño básico, pero éste era alterado en cada caso por los calamarianos para satisfacer criterios individuales que Leia no entendía del todo.

—Las unidades impulsoras están instaladas y conectadas —siguió diciendo Cilghal—, y el casco ya casi ha sido terminado. Ayer mismo probamos los motores sublumínicos haciendo que remolcaran todo el complejo del muelle espacial durante una órbita entera alrededor del planeta. Todavía harán falta dos meses más de trabajo para completar las mamparas interiores, las salas y los alojamientos de la tripulación.

Leia apartó los ojos de toda aquella actividad, miró a la embajadora y volvió a asentir.

—Los recursos y la dedicación de los calamarianos me dejan tan asombrada como siempre —dijo—. Su esclavizamiento por el Imperio y los ataques que sufrieron fueron terribles, pero han aportado tanto a la Nueva República a pesar de ello... Apenas me atrevo a pedirles más ayuda, pero necesito hablar con el almirante Ackbar lo más pronto posible.

Cilghal alisó los pliegues de su túnica azul.

—Hemos respetado la petición de soledad formulada por Ackbar y su necesidad de pasar por un período de contemplación después de la tragedia ocurrida en Vórtice —dijo—, pero nuestro pueblo sigue sintiéndose orgulloso de él, y cuenta con todo nuestro apoyo. Si desea presentar nuevas acusaciones contra él...

—¡No, no! —se apresuró a exclamar Leia—. Soy una de sus más convencidas defensoras, pero las circunstancias han cambiado desde que se exiló aquí. —Leia tragó saliva y decidió que conseguiría llegar más lejos si confiaba en Cilghal—. He venido para suplicarle que vuelva.

El tono verde aceitunado de la piel de Cilghal se volvió un poco más oscuro, y la embajadora se movió con tal rapidez que pareció deslizarse sobre el suelo de la estación orbital.

—En ese caso, una lanzadera está preparada para llevarla a nuestro mundo —dijo.

Leia se agarró a los brazos del espacioso y cómodo asiento de pasajeros mientras Cilghal maniobraba la lanzadera ovoidal a través de las cortinas de lluvia que repiqueteaban sobre el casco y las masas grisáceas de las nubes de tormenta.

La oscura superficie de los profundos océanos de Calamari estaba tachonada de olitas blancas. Cilghal hizo descender un poco más la lanzadera sin que parecieran preocuparle en lo más mínimo los vendavales de las tormentas. La embajadora mantenía sus grandes manos-aleta sobre los controles mientras se inclinaba encima de los paneles visores. Los sensores de alta resolución habían sido específicamente diseñados para los ojos enormes y muy separados de los calamarianos, y los controles de gran tamaño y carentes de ángulos cortantes también estaban adaptados a la manipulación por los dedos del pueblo acuático.

Cilghal siguió maniobrando la lanzadera con tanta facilidad como si ésta fuese un esbelto pez que se deslizaba a través de las aguas. La nave trazó una curva alejándose de un grupo de pequeñas islas pantanosas, unos cuantos puntitos de tierra habitable donde la raza anfibia de los calamarianos había establecido su civilización por primera vez. Hilillos de agua de lluvia empezaron a bajar rápidamente por la ventanilla lateral de Leia cuando Cilghal hizo virar la lanzadera dejando encarado al viento aquel lado de la nave.

La embajadora calamariana movió una de las bulbosas palancas de control y habló por un micrófono invisible.

—Ciudad de la Espuma Vagabunda, aquí lanzadera SQ/uno —dijo—. Les ruego que me proporcionen un vector de aproximación y los últimos datos climatológicos.

La voz de Cilghal era firme y segura de sí misma, pero la embajadora habló en un tono tan suave como si no hubiera tenido necesidad de gritar en ningún momento de su vida.

La voz gutural de un calamariano brotó de la rejilla del comunicador unos instantes después.

—Estamos transmitiendo su vector de aproximación, embajadora Cilghal. En el momento actual tenemos vientos que se están intensificando, pero que están muy lejos de las pautas máximas habituales de la estación. No esperamos tener dificultades, pero vamos a emitir un comunicado desaconsejando los viajes por la superficie durante esta tarde.

—Recibido —dijo Cilghal—. Planeamos hacer el resto del trayecto por vía subacuática, Gracias. —Cortó la comunicación y se volvió hacia Leia—. No se preocupe, ministra. Puedo captar su inquietud, pero le aseguro que no existe ni el más mínimo motivo de preocupación.

Leia se irguió en su asiento, y trató vanamente de dominar el nerviosismo que la estaba invadiendo hasta que consiguió identificar su origen.

—No dudo de su palabra, embajadora —dijo—. Es sólo que... Bueno, la última vez que volé a través de una tormenta fue en Vórtice. Cilghal asintió sombríamente.

—Lo comprendo. —Leia captó la sinceridad de Cilghal, y se dio cuenta de que su rostro de pez había adquirido una expresión de profunda simpatía—. Descenderemos dentro de unos minutos.

Leia vio cómo se aproximaban a una isla metálica que fue cobrando nitidez y haciéndose más claramente visible entre la neblina y los chorros de espuma a cada momento que pasaba. La Ciudad de la Espuma Vagabunda surgía de las olas formando un hemisferio lleno de protuberancias, a pesar de lo cual tenía una apariencia general tan curiosamente lisa y reluciente como si fuera un arrecife de coral orgánico. Un bosque de atalayas reforzadas y antenas de comunicaciones brotaba de la parte superior de la ciudad, pero el resto de la metrópolis a la deriva mostraba el mismo tipo de ángulos rebajados y promontorios pulimentados que distinguía a los cruceros estelares de Mon Calamari.

Las luces de los millares de ventanas situadas por encima de la superficie arrojaban joyas de luz visibles incluso a través de las cortinas de lluvia que no paraban de caer del cielo. Leia sabía que todas las ciudades flotantes tenían muchas torres submarinas y enormes complejos que iban bajando por debajo de la cúpula hemisférica, creando una especie de imagen reflejada del horizonte urbano de Coruscant. Los rascacielos invertidos de las unidades de alojamiento y las estaciones procesadoras de agua alojadas debajo del hemisferio hacían que la ciudad pareciese una medusa mecánica.

Las islas pantanosas de Mon Calamari apenas tenían materias primas, por lo que los calamarianos no habían sido capaces de crear una civilización hasta que unieron sus fuerzas a las de otra especie inteligente que vivía en las profundidades de los océanos. Los quarrens, una raza humanoide con la cabeza en forma de casco y un rostro que parecía un puñado de tentáculos brotando debajo de unos ojos muy juntos, habían encontrado yacimientos de minerales metálicos en la corteza del océano. Los quarrens empezaron a colaborar con los calamarianos y construyeron docenas de ciudades flotantes. Los quarrens también podían respirar aire, pero prefirieron permanecer en las profundidades marinas mientras los calamarianos diseñaban naves espaciales para poder explorar las «islas resplandecientes del espacio».

Cilghal se fue aproximando al hemisferio salpicado de protuberancias de la Ciudad de la Espuma Vagabunda y trazó un círculo hacia aquella parte del perímetro en que la masa de la metrópolis protegería su lanzadera del azote de los vientos. Las olas se estrellaban contra las placas gris oscuro del casco exterior de la ciudad, creando arcos de gotitas que subían centelleando como puñados de diamantes antes de volver a caer al océano.

—Abran las compuertas de oleaje —dijo Cilghal por el micrófono.

Después dirigió la lanzadera hacia una hilera de potentes luces que guiaron a la nave durante la maniobra de entrada. Unas gruesas puertas se abrieron ante la proa de la lanzadera, moviéndose en diagonal para formar una especie de boca torcida antes de que Leia hubiese podido detectar las junturas.

Cilghal metió la nave por un túnel de paredes lisas bañadas por el resplandor verde de las tiras de iluminación sin reducir la velocidad. Las puertas se cerraron detrás de la lanzadera, volviendo a proteger la metrópolis contra las embestidas de la tormenta.

Leia tenía la sensación de ser arrastrada por una corriente invisible mientras la embajadora avanzaba con una gracia líquida, moviéndose en un progreso tan tranquilo como incontenible por las secciones submarinas de la ciudad flotante. Cilghal había impuesto desde el principio un paso rápido y sin interrupciones que ayudaba a Leia a darse prisa sin llegar a alarmarla. Aquello no era una simple misión diplomática.

Mientras atravesaba las curvas llenas de colorido de los niveles superiores Leia se acordó de las cámaras que se retorcían en el interior de una colcha gigante. No vio ningún ángulo, sólo bordes redondeados y adornos minuciosamente pulidos de coral y madreperla. La atmósfera olía a sal incluso dentro del recinto protegido de la ciudad, pero el débil olor a mar no resultaba desagradable.

—¿Sabe dónde está Ackbar? —preguntó por fin.

—No exactamente —dijo la embajadora—. Respetamos su derecho a la intimidad y no le seguimos. —Cilghal rozó el hombro de Leia con su gran mano-aleta—. Pero no se preocupe... Los calamarianos poseen fuentes de información cuya existencia jamás llegó a ser sospechada por el Imperio. Conseguimos mantener intacto nuestro conocimiento colectivo incluso durante la ocupación, y le aseguro que encontraremos a Ackbar.

Leia siguió a Cilghal al interior de un turboascensor que se precipitó hacia las profundidades de los niveles submarinos de la ciudad flotante. Cuando salieron de él, Leia vio que la apariencia general de los pasillos había cambiado. La iluminación era más tenue y estaba impregnada de matices iridiscentes azulados que hacían pensar en la claridad de una inmensa gema reflejada a través de las muchas lámparas facetadas y las gruesas ventanas de transpariacero que permitían contemplar los abismos oceánicos.

Leia pudo ver siluetas que nadaban por entre el amasijo de redes y cables de atraque, jaulas satélite y pequeños vehículos sumergibles que iban y venían alrededor de las torres invertidas de la ciudad. La atmósfera se había vuelto más húmeda e impregnada de olores. Los habitantes de aquellos niveles eran casi todos quarrens, y parecían estar tan absortos en sus asuntos que no prestaron ninguna atención a la presencia de las dos visitantes.

Los quarrens y los calamarianos se habían aliado para construir su civilización, pero Leia sabía que aun así la colaboración entre las dos comunidades no estaba exenta de pequeñas fricciones. Los calamarianos insistían el hacer realidad sus sueños de llegar a las estrellas, mientras que los quarrens deseaban volver a los océanos. Algunos rumores sugerían que los quarrens habían traicionado su planeta al Imperio, pero lo que resultaba innegable era que durante la ocupación imperial habían sido tratados con tanta dureza como los calamarianos.

Cilghal se detuvo y habló con un quarren que estaba atendiendo un puesto de control de válvulas. El quarren alzó la mirada ante la interrupción y sus ojos oscuros se posaron primero el Leia y luego en Cilghal. La embajadora calamariana habló en un lenguaje estridente que parecía una sucesión de burbujeos, y el quarren respondió secamente de una manera muy similar. Después señaló una empinada rampa en forma de tornillo que descendía hasta el nivel inferior y que empezaba a su izquierda.

Cilghal le dio las gracias con un asentimiento de cabeza sin parecer molesta por la brusquedad del quarren, y llevó a Leia hacia la rampa. Salieron a una gran explanada llena de equipo, y Leia se encontró en un hangar abierto que había sido presurizado para permitir un acceso fácil y rápido a las aguas.

Cinco calamarianos estaban trabajando en un pequeño sumergible suspendido de un rayo tractor, moviéndose al unísono para descargar cajas goteantes de una bodega de carga. Quarrens vestidos con trajes negros que parecían estar cubiertos de diminutas escamas relucientes atravesaban campos de acceso para zambullirse en las profundidades del océano. Las paredes del hangar brillaban cada vez que débiles rayos de tenue claridad subían y bajaban por las superficies pulimentadas, creando un ambiente general de verdes y azules oscuros que resultaba casi hipnótico.

Cilghal fue hacia una hilera de pequeños compartimentos de porcelana y abrió uno. Dos trabajadores quarrens fueron rápidamente hacia ella antes de que pudiera meter las malos dentro, hablando a toda prisa su lenguaje burbujeante en un tono bastante seco. Leia captó un nuevo olor acre que brotaba de sus cuerpos.

Cilghal se inclinó pidiéndoles disculpas, y después fue a otra hilera de compartimentos que examinó con más cautela antes de abrirlos. Leia la siguió intentando pasar lo más desapercibida posible. Ya se había dado cuenta de que en toda la gran estancia no había más que nativos. Los quarrens la miraban fijamente, aunque los calamarianos no parecían prestarle ninguna atención.

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