El dragón en la espada (11 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
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Vi parte de su rostro.

Era joven, e increíblemente hermosa. Su piel era blanca, y sus ojos grandes y oscuros. Tenía el rostro largo y triangular que yo asociaba con los Eldren y, cuando se volvió hacia mí, estuve a punto de soltar el catalejo.

Contemplé sin impedimentos los rasgos de una mujer que había atormentado mis sueños, que había llamado a mi hermana Sharadim, que había hablado con suma desesperación de un dragón y una espada...

Pero lo que me trastornó por completo fue reconocer su rostro.

Era el rostro de la mujer que llevaba eones tratando de encontrar, la mujer con la que, día y noche, ansiaba reunirme...

¡Era el rostro de mi Ermizhad!

5

Tuve la impresión de estar contemplando aquellas facciones durante siglos. No sé cómo evité caerme del aparejo. No cesaba de repetir su nombre. Después, presa de una gran excitación, traté de seguirla con el catalejo mientras se movía. Sonrió a la otra mujer, como si le contara un chiste, levantó la mano y bajó la visera.

—¡No! —No quería que ocultase su exquisito rostro—. ¡Ermizhad! ¡No! Soy yo, Erekosë. ¿Me oyes? Te he buscado durante tanto tiempo...

Sentí unas manos que me ayudaban a bajar del aparejo. Intenté apartarlas, pero eran demasiadas. Poco a poco me depositaron sobre la cubierta, al tiempo que voces inquisitivas preguntaban el motivo de mi trastorno. Lo único que podía hacer era repetir su nombre y luchar por soltarme y seguirla.

—¡Ermizhad!

Sabía, en el fondo de mi corazón, que no era mi esposa Eldren, sino alguien que se le parecía muchísimo. Lo sabía, pero me resistía a asumirlo con el mismo empeño que demostraba en liberarme de las manos de mis estupefactos compañeros.

—¡Daker! ¡Herr Daker! ¿Qué ocurre? ¿Se trata de una alucinación? —El conde Von Bek me sujetó la cara y me miró a los ojos—. ¡Está actuando como un loco!

Respiré hondo. Me hallaba cubierto de sudor, y jadeaba. Les odiaba a todos por retenerme, pero me esforcé en serenarme.

—He visto a una mujer que podría ser la hermana de Ermizhad —le dije—. La misma mujer que vi en mi sueño de anoche. Debe de guardar alguna relación. No puede ser ella. Mi locura no llega al extremo de alterar mi lógica. Sin embargo, al verla experimenté lo mismo que si hubiera visto a Ermizhad. He de abordarla, Von Bek. He de interrogarla.

Bellanda chillaba detrás de mí.

—No podéis ir. Lo ordena la Ley. Todos los encuentros son oficiales. La hora de la Asamblea no ha llegado todavía. Debéis esperar.

—No puedo esperar. Ya he esperado demasiado tiempo. —Con todo, dejé que mi cuerpo se relajara, y ellos aflojaron su presa—. Ningún otro ser podría creer que me he pasado vidas buscándola...

La compasión se apoderó de mis acompañantes. Cerré los ojos, y después los abrí un poco. Divisé una posible ruta de acceso a la orilla.

Me puse en pie de un salto, corrí hacia un lado de la cubierta, salte por encima de la barandilla, me precipité hacia el cordaje y luego me dejé caer sobre la cubierta inferior externa. Mientras varios trabajadores proferían gritos de protesta, me abrí paso a empujones entre grupos de hombres que halaban sogas, otros que iban cargados con toneles en dirección a los rodillos y algunos más que transportaban grandes placas de madera de las utilizadas en reparaciones. Ignorando a éstos, me dirigí a un costado y descubrí las sogas que habían sido dispuestas por si alguien deseaba inspeccionar el casco. Me deslicé por una, caí sobre una plancha oscilante, salté hacia una alta escalerilla y bajé por ella hacia tierra. Me puse a correr, pisando el suave césped de la isla, hacia los barcos de las llamadas Mujeres Fantasma.

Estaba a medio camino de su campamento, pasado el monolito, que ahora se alzaba sobre mi cabeza, cuando mis perseguidores (en los que no había reparado) me atraparon. De pronto, me encontré debatiéndome en una enorme red, y a través de la malla vi a Von Bek, Bellanda, algunos de sus compañeros y a un grupo de basureros.

—¡Príncipe Flamadin! —oí que gritaba Bellanda—. Armiad busca cualquier excusa para destruiros. ¡Si irrumpís en otro campamento antes de que dé comienzo la Asamblea, os condenarán a muerte!

—No me importa. He de ver a Ermizhad. La he visto, o a alguien que sabrá dónde está. Soltadme. ¡Os ruego que me soltéis!

Von Bek avanzó hacia mí.

—¡Daker, amigo mío! Estos hombres tienen órdenes de matarle, si es necesario. No quieren obedecer a Armiad, pero se verán forzados a hacerlo si usted no se calma.

—¿Se da cuenta de lo que he visto, Von Bek?

—Creo que sí, pero si aguarda a que empiece la Asamblea, quizá pueda abordar a esa mujer de una forma civilizada. La espera no será muy larga, después de todo.

Asentí con la cabeza. Corría el peligro de perder la cordura por completo. También podía poner en dificultades a los que me habían ofrecido su amistad. Me obligué a recordar las normas de conducta de los seres humanos normales.

Al levantarme ya había recuperado el pleno control de mi juicio. Me disculpé con todos. Me volví y empecé a caminar hacia nuestro casco. Desde tierra, el agrupamiento de barcos resultaba todavía más impresionante. Era como si todos los grandes transatlánticos, incluyendo el
Titanic
, se hubieran congregado allí, perfectamente varados, con la proa apuntando a tierra firme y sosteniendo sobre su parte trasera una ciudad medieval completa. El espectáculo logró que me olvidara en parte de Ermizhad. Sabía que estaba contemplando algo similar a una alucinación continua, una extensión de mis sueños de la noche anterior. No cabía duda, sin embargo, de que la mujer se parecía a Ermizhad, desde la forma de la boca al sutil color de sus ojos. por lo tanto, las mujeres eran Eldren, aunque no de la misma época, ni siquiera del mismo reino del que me habían alejado contra mi voluntad. Resolví establecer contacto con aquellas mujeres lo antes posible. Quizá me proporcionaran una pista sobre el paradero de Ermizhad. Y tal vez descubriese por qué llamaban a Sharadim.

Von Bek y yo no tardamos en constatar que había sido una sabia medida llevarnos nuestras posesiones al salir de nuestros aposentos. Cuando llegamos ante el rastrillo de Armiad y llamamos a la guardia sólo nos respondió el silencio. Después de repetir la petición por tercera vez, oímos un murmullo.

—¡Hablad en voz alta! —gritó Von Bek—. ¿Cuál es el problema?

Por fin, un guardia chilló que la puerta estaba atorada y pasarían horas antes de que la reparasen.

Von Bek y yo intercambiamos una mirada y sonreímos. Nuestras sospechas se habían confirmado. Armiad no podía expulsamos de su casco, pero haría cuanto estuviera en su mano por amargarnos la vida.

Por mi parte, me alegré de tenerle lejos, y nos dirigimos hacia la parte del barco donde solían reunirse nuestros amigos estudiantes. Algunos se encontraban allí, jugando con sus fichas, y nos comunicaron que Bellanda había ido a una clase particular con un profesor al que habían despedido poco antes de la universidad.

Continuamos asistiendo a los preparativos de la Asamblea, asesorados de buen grado por Jurgin. Se habían erigido varios establos, corrales, tiendas de campaña y otros edificios provisionales. Cada grupo de los Seis Reinos había traído productos con los que deseaba comerciar, así como ganado, publicaciones y herramientas nuevas. Las gentes de Draachenheem parecían despreciar un poco a las demás, en tanto las Mujeres Caníbales se mantenían apartadas de todo el mundo.

Un grupo en especial parecía más acostumbrado al comercio. Poseían el aspecto sencillo y tenaz de las personas habituadas a viajar de pueblo en pueblo para cambalachear cosas. Se distinguían de los demás por la forma de montar sus puestos, mirar a sus vecinos y charlar entre ellos. Lo único que me sorprendió fueron sus embarcaciones, muy poco eficaces. Imaginé que su fuerte sería viajar por tierra. Su reino, que según recordaba estaba protegido por una isla volante, se llamaba Fluugensheem. Un nombre muy exótico para gente de aspecto tan normal.

Todavía no se veían señales de los que habían llegado en el arca de forma extraña, ni de los que viajaban a bordo de los enormes vapores de paletas.

—Esta noche —me dijo Jurgin— empezará la primera ceremonia, cuando todo el mundo se presente y ofrezca sus nombres. Entonces les veréis a todos, incluyendo a los príncipes ursinos.

No dijo más. Cuando le pregunté por qué estos últimos eran llamados así, se limitó a sonreír. Tal enigma deliberado no me molestó, porque el principal objeto de mi interés eran las Mujeres Fantasma.

Huelga decir que ni Von Bek ni yo estábamos incluidos entre los invitados a la primera ceremonia, pero observamos desde el cordaje del
Escudo Ceñudo
cómo se iban congregando poco a poco alrededor del monolito los diferentes habitantes de los Seis Reinos. El monolito recibía el nombre de Piedra de Encuentro y había sido erigido siglos antes, cuando se iniciaron esas extrañas reuniones. Hasta entonces, me explicó Bellanda, todos los reinos se contemplaban mutuamente con supersticioso temor, y las contiendas bélicas eran frecuentes. Poco a poco, al irse conociendo, habían inventado este método de comerciar e intercambiar información. Por lo visto, cada trece meses y medio, los Seis Reinos se cruzaban, de forma que cualquiera podía penetrar en otro. El período no duraba más de unos tres días, pero bastaba para que todo el mundo ultimara sus negocios, con la condición de aplicarse tan sólo las normas formales más rigurosas. No se podía perder tiempo en otra cosa que no fueran las actividades concertadas.

Los imperturbables mercaderes de Fluugensheem ocuparon sus lugares a un lado del monolito. A continuación, las Mujeres Fantasma de Gheestenheem se situaron al otro lado. Las siguieron los seis capitanes barones de Maaschanheem, seis espléndidos mandatarios de Draachenheem y, procedentes de los extraños vapores, seis barbudos representantes de Rootsenheem, adornados con pieles y provistos de grandes guanteletes metálicos y máscaras, también de metal, que ocultaban la mitad superior de su cabeza. Pese a ello, el último contingente fue el que más me sorprendió.

El nombre de príncipes ursinos era muy preciso. Los cinco grandes y hermosos animales que surgieron del arca y se deslizaron por una rampa hasta el suelo no eran seres humanos, sino osos de enorme tamaño, mayores que los grises, ataviados con sedas ondulantes y finas capas a cuadros. Cada uno llevaba sobre los hombros una especie de delicada estructura en la que, suspendida sobre su cabeza, colgaba una bandera, sin duda la bandera de su familia.

Von Brek frunció el ceño.

—Estoy patidifuso. ¡Es como estar viendo a los legendarios fundadores de Berlín! Ya sabe que tenemos algunas leyendas... En mi familia se cuentan historias relativas a animales inteligentes. Creía que se referían a lobos, pero ahora comprendo que hablaban de osos. ¿Ha visto algo parecido a los príncipes ursinos durante sus viajes, Daker?

—Nada en absoluto —dije.

Estaba muy impresionado por su belleza. Se agruparon también alrededor de la Piedra de Encuentro, y pronto captamos algunas palabras de la ceremonia. Cada persona dio su nombre. Cada una explicó los motivos que la habían impulsado a participar en la Asamblea. Hecho esto, uno de los capitanes barones exclamó:

—¡Hasta mañana por la mañana!

—¡Hasta mañana por la mañana! —fue la respuesta.

Todos volvieron por diferentes caminos hacia sus barcos.

Me había esforzado por escuchar los nombres de las Mujeres Fantasma. Ninguno se parecía ni remotamente a «Ermizhad».

Aquella noche fuimos invitados de los estudiantes. Dormimos en sus ya abarrotadas dependencias, inhalando ceniza sin cesar, acosados por corrientes de aire, arrojados de un lado a otro por repentinos movimientos del casco, que, pese a estar inmóvil, seguía sujeto a peculiares estremecimientos, como alguien que padece un sueño inquieto. En ocasiones, tuve la impresión de que el
Escudo Ceñudo
había sintonizado con mi estado de ánimo.

Las pesadillas me visitaron con frecuencia durante la noche. Oí cantar a las Mujeres Fantasma, pero no en mis sueños, sino en su propio campamento. Anhelaba ir a su encuentro, pero la única vez que me levanté con la intención de saltar una vez más por la borda, Von Bek y Jurgin me sujetaron para impedírmelo.

—Sea paciente —dijo Von Bek—. Recuerde la promesa que nos hizo.

—Pero están llamando a Sharadim. Necesito saber lo que quieren.

—A ella, probablemente. No a usted. —Su tono era perentorio—. Si se va ahora, es probable que Armiad y sus hombres le vean. Considerarán que tienen derecho a matarle. ¿Para qué arriesgarse, si mañana puede acercarse a ellas, durante la Asamblea?

Reconocí que el mío era un comportamiento infantil. Hice un esfuerzo y me acosté de nuevo. Yací en mi camastro, escrutando a través de las grietas del techo ocasionales explosiones de cenizas brillantes, el cielo frío y gris, intentando apartar mis pensamientos de Ermizhad o de las Mujeres Fantasma. Dormí un poco, pero sólo conseguí oír las voces con más claridad.

—¡No soy Sharadim! —grité en cierto momento.

Estaba amaneciendo. Los estudiantes acostados a mi alrededor comenzaban a removerse. Bellanda se abrió paso por entre los cuerpos dormidos.

—¿Qué pasa, Flamadin?

—¡No soy Sharadim! —le dije—. Quieren que sea mi hermana. ¿Por qué? No me llaman a mí. Es decir, sí, pero por el nombre de mi hermana. ¿Es posible que Sharadim y Flamadin sean la misma persona?

—Sois gemelos, pero de sexo diferente. No cabe que os confundan con ella... —La voz de Bellanda estaba un poco aletargada de sueño—. Perdonadme. Supongo que estoy diciendo tonterías.

Alargué una mano para tocarla y disculparme.

—No, Bellanda, soy yo quien debe pedir perdón. Últimamente, cometo muchas estupideces.

—Si pensáis así —sonrió ella—, quiere decir que no estáis tan loco. ¿Decís que esas mujeres han estado llamando durante toda la noche a la princesa Sharadim? Yo no las oí con tanta nitidez. Sonaba como un conjuro. ¿Creen que Sharadim es un ser sobrenatural?

—No lo sé. Hasta ahora, siempre he reconocido el nombre que oía en mis sueños, y he respondido a él. Fui Urlik Skarsol, después otras varias encarnaciones, luego otra vez Skarsol, y ahora Flamadin. El hecho es, Bellanda, que es a mí a quien deberían estar llamando.

Me callé, pensando que desvariaba como un egomaníaco (y tal vez lo fuera). Me encogí de hombros y me desplomé sobre la manta.

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