El dragón en la espada (38 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
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Los soldados de la princesa Sharadim estaban confusos. Los Guerreros en los Confines del Tiempo clavaron sus duros ojos de asesinos en ellos, pero no hicieron nada. Esperaban mis órdenes.

Un general de Sharadim se abrió paso entre las filas. Iba muy elegante con su armadura azul oscuro, las plumas, el yelmo terminado en punta y su poblada barba negra.

—¡Mi señor emperador! Los aliados que nos prometisteis. ¿Ya han llegado todos? —La luz carmesí bañó su rostro—. ¿Acudirá el Caos en nuestra ayuda? ¿Es ésa la señal?

Respiré hondo, suspiré y balanceé la espada.

—Ésta es la señal que esperabais —dije, decapitándole de un solo movimiento. Su cabeza cayó al suelo con un pesado ruido metálico. Entonces, me dirigí al ejército que Sharadim había reunido para conquistar los Seis Reinos—. ¡Ahí está vuestro enemigo! Si combatís contra el Caos, aún os queda una posibilidad de salvaros. ¡Si os alzáis contra nosotros, pereceréis!

Sin hacer caso de los murmullos estupefactos que me respondieron, dirigí mi corcel negro hacia la cicatriz carmesí. Levanté la espada para indicar a mis fieles que me siguieran.

¡Y cargué al galope contra los Señores del Caos!

Oí un ruido detrás de mí, un potente grito que pareció surgir de una sola garganta. Era el grito de guerra de los Guerreros en los Confines del Tiempo. Estaban exultantes. Habían vuelto a la vida. Habían vuelto a la única vida que conocían.

Las inmensas siluetas negras se derramaron por el portal carmesí. Vi a Balarizaaf, majestuoso con la armadura que fluía sobre su cuerpo como mercurio. Vi a un ser con cabeza de ciervo, otro que recordaba a un tigre, y muchos otros que no se parecían a nada que caminara o reptase por los reinos que había visitado. Desprendían un hedor peculiar, agradable y horrible al mismo tiempo, cálido y frío a la vez, como de animal, aunque también podía ser de vegetación. Era el hedor del Caos, el olor que, según las leyendas, surgía del Infierno.

Cuando me vio, Balarizaaf tiró de las riendas de su corcel escamoso. Transparentaba firmeza. Su voz era afable. Meneó la rotunda cabeza y su voz retumbó.

—Pequeño mortal, el juego ha terminado. El juego ha terminado, y el Caos ha ganado. ¿Todavía no os habéis dado cuenta? Uníos a nosotros. Uníos a nosotros y yo os alimentaré. Os dejaré jugar con los seres humanos. Os dejaré vivir.

—Debéis regresar al Caos —respondí—, el lugar al que vos y los de vuestra ralea pertenecéis. Aquí no tenéis nada que hacer, archiduque Balarizaaf. La persona que hizo un trato con vos está muerta.

—¿Muerta? —preguntó Balarizaaf, incrédulo—. ¿Vos la matasteis?

—Ella misma lo hizo. Ahora, las distintas mujeres que fueron Sharadim, que engañaron a tantos de su raza, vagan dispersas por el limbo para siempre. Un destino cruel, pero merecido. Nadie os va a dar la bienvenida, archiduque Balarizaaf. Si entráis ahora en este reino, desobedeceréis la Ley de la Balanza.

—¿Cómo lo sabéis?

—Vos no lo ignoráis. Debéis ser llamado, tanto si hay portal como si no.

Un extraño sonido surgió del enorme pecho del archiduque Balarizaaf. Se llevó a la cara una mano del tamaño de una casa y se rascó la nariz.

—Pero, si entro, ¿quién va a impedírmelo? De hecho, fui invitado. Un mortal preparó el umbral. Estos reinos son míos.

—Yo tengo un ejército y empuño la Espada del Dragón.

—¿Y habláis de la Balanza? Muy curioso. Tampoco entiendo vuestra lógica, ni creo que la Balanza lo hiciera. ¿Qué me importa si habéis levantado un ejército? Mirad lo que traigo contra vos. —Hizo un gesto con su monstruoso brazo para señalar no sólo a sus vasallos cercanos, nobles menores del Caos, sino a una marea hirviente que podía estar compuesta de animales, seres humanos o ninguno de ambos, pues su forma cambiaba constantemente—. Esto es el Caos, pequeño Campeón. Y aún hay más.

—Os prohíbo entrar en nuestro reino —repuse con firmeza—. He llamado a los Guerreros en los Confines del Tiempo, y empuño la Espada del Dragón.

—De modo que persistís en darme órdenes. ¿He de encomiaros, o debo impresionarme? Pequeño mortal, soy un archiduque del Caos y los mortales me llamaron para gobernar sus reinos. Eso me basta.

—Bien, parece que deberemos luchar.

—Si así es como queréis llamarlo —sonrió Balarizaaf.

Extendí la espada al frente. Un gran grito resonó a mis espaldas.

Cabalgué con decisión hacia las fauces del Caos. No podía hacer otra cosa.

Y vino la batalla.

Fue como si todos los combates de mi vida se fundieran en uno solo. Pareció durar una eternidad. Oleada tras oleada de seres que vomitaban llamas, gemían, ladraban, proferían alaridos y desprendían espantosos hedores se lanzaron contra nosotros, algunos con armas, otros con colmillos y garras, otros con ojos implorantes que suplicaban una misericordia que jamás devolverían. Mis aliados, los Guerreros en los Confines del Tiempo, formaban a mi alrededor una muralla impenetrable de carne endurecida, músculos y huesos que parecía incansable, y peleaban con tanta destreza como yo. Algunos cayeron, aniquilados por los seres del Caos, pero otros les reemplazaban.

Oleada tras oleada del Caos caía sobre nosotros y era rechazada. Además, algunos humanos se habían unido a nosotros. Luchaban con entusiasmo, contentos de no estar ya al servicio de Sharadim. Murieron, pero sabiendo que, en el último instante, no habían traicionado a su raza.

Los Señores del Caos se mantenían apartados. Desdeñaban pelear con los mortales. Sin embargo, a medida que pasaban las horas, se hizo evidente que aquellos seres no podían vencernos. Daba la impresión de que estábamos destinados a aquel gran combate, entrenados en todos los campos de batalla del multiverso. Yo sabía que, en cierto sentido, era mi última lucha, que si la ganaba disfrutaría de paz, siquiera temporalmente.

Poco a poco se fueron abriendo claros en las filas del Caos. Mi espada estaba manchada de su fluido vital —que no era sangre—, y creí que se me iba a desprender el brazo del tronco a causa del cansancio. Mi caballo sangraba por cien cortes diferentes, y yo también había recibido varias heridas, aunque apenas era consciente de ellas. Éramos los Guerreros en los Confines del Tiempo y lucharíamos hasta morir. No podíamos hacer otra cosa.

El archiduque Balarizaaf se abrió paso a caballo entre sus fuerzas. No se mostraba desdeñoso. No reía. Su expresión era sombría y feroz. Estaba irritado y ya no se burlaba de mí con la mirada.

—¡Campeón! ¿Por qué combatir con tal ardor? Pactemos una tregua y discutamos los términos.

Esta vez dirigí mi caballo hacia él. Reuní fuerzas para mí y para mi espada. Y cargué.

Cargué contra el archiduque Balarizaaf. Mi caballo levantó los cascos en el aire y me abalancé contra aquel bulto enorme y sobrenatural. Yo lloraba y gritaba. Sólo deseaba destruirle.

Pero sabía que no podía hacerlo. Lo más probable era que él me matara a mí. No me importaba. Furioso por el terror que había desencadenado sobre los Seis Reinos, por la desdicha que había sembrado y siempre sembraría, por la infamia que acarreaban sus ambiciones, me lancé hacia él con la espada dirigida hacia su boca traicionera.

Oí a mis espaldas el exultante grito de batalla de los Guerreros, como si comprendieran lo que iba a hacer y me animaran, celebrando mi acción y rindiendo tributo a los sentimientos que me impulsaban a atacar al duque.

La punta de la Espada del Dragón tocó sus fauces entreabiertas. Por un momento pensé que sería engullido y caería por aquella garganta roja.

Salí despedido de la silla hacia la cabeza del archiduque Balarizaaf.

Y entonces desapareció y sentí la tierra bajo mis pies. La brecha carmesí se estaba cerrando. Vi los cadáveres amontonados de nuestros enemigos y de nuestros aliados. Vi los cuerpos de diez mil guerreros que habían muerto en aquella batalla, tan terrorífica que su recuerdo empezaba a borrarse de mi mente.

Me volví. Los Guerreros en los Confines del Tiempo estaban envainando sus armas. Secaban la sangre de sus hachas y examinaban sus heridas. Una expresión de pesar asomaba en sus rostros, como si estuvieran disgustados, como si desearan continuar el combate. Los conté.

Quedaban catorce vivos. Catorce y yo.

La herida carmesí del tejido cósmico cicatrizaba rápidamente. Apenas permitía el paso de un hombre. Una silueta surgió por ella.

La silueta se detuvo y contempló como la abertura se cerraba y desaparecía.

El frío se apoderó de la caverna de Adelstane. Los catorce guerreros me saludaron y se encaminaron hacia las sombras, desvaneciéndose al cabo de un instante.

—Descansarán hasta el próximo ciclo —dijo el recién llegado—. Sólo se les permite combatir una vez. Los que mueren son los afortunados. Los otros han de esperar. Ese es el destino de los Guerreros en los Confines del Tiempo.

—¿Cuál fue su crimen? —pregunté.

Sepiriz se quitó el yelmo negro y amarillo, haciendo un leve ademán.

—No fue un crimen, exactamente. Algunos lo llamarían un pecado. Vivieron sólo para luchar. No supieron parar a tiempo.

—¿Son encarnaciones anteriores del Campeón Eterno?

Me miró con aire pensativo y se humedeció el labio superior. Después, se encogió de hombros.

—Piensa lo que quieras.

—Creo que me debes una explicación más detallada, mi señor.

Me cogió por el hombro, conduciéndome hacia Adelstane. Caminamos sobre las piedras, resbaladizas por la sangre de los miles de muertos. Los heridos se ayudaban mutuamente. Los cascos, tiendas de campaña y chozas de piedra albergaban a los moribundos.

—No te debo nada, Campeón. No se te debe nada. Tampoco tú debes nada.

—Eso he de decirlo yo. Tengo una deuda.

—¿No te parece que ya está saldada?

Se detuvo y lanzó una carcajada al observar mi confusión.

—Saldada, ¿eh, Campeón?

Indiqué mi aceptación con una inclinación de cabeza.

—Estoy cansado —dije.

—Ven. —Se abrió paso entre los cadáveres, entre aquel desastre—. Aún queda trabajo por hacer, pero antes debemos comunicar la noticia de tu triunfo a Adelstane. ¿Eres consciente de lo que has logrado?

—Rechazamos la invasión del Caos. ¿Hemos salvado a los Seis Reinos?

—Oh, sí, por supuesto, pero tú has hecho más. ¿Sabes a qué me refiero?

—¿Acaso eso no fue suficiente?

—Es posible, pero también eres responsable de haber desterrado a un archiduque del Caos al limbo. Balarizaaf nunca volverá a gobernar. Desafió a la Balanza. Pudo ganar, pero tu acto de coraje fue decisivo. Una acción semejante encierra tanta nobleza, tanta energía y afecta hasta tal punto a la mismísima naturaleza del multiverso, que su efecto fue superior a cualquiera. Ahora, eres un auténtico héroe, señor Campeón.

—Ya no deseo ser un héroe nunca más, lord Sepiriz.

—Y por ello, sin duda, lo eres en tan alto grado. Te has ganado un respiro.

—¿Un respiro? ¿Eso es todo?

—Más de lo que se nos permite a la mayoría —respondió con cierto estupor—. Yo nunca lo he conocido.

Contrito, dejé que me condujera a través del anillo de fuego de Adelstane hasta los brazos de mis queridos amigos.

—La lucha ha terminado —dijo Sepiriz—. En todos los planos, en todos los reinos. Ha terminado. Ahora, darán comienzo la cicatrización y los cambios.

5

—Los que permanezcan en los Seis Reinos gozarán de una paz mejor —dijo Morandi Pag—. Tendremos que reconstruir y replantar, por supuesto, pero nosotros, los príncipes ursinos, haremos lo posible por colaborar, en lugar de ocultar nuestros antiguos conocimientos y retiramos a nuestras cuevas. Todas las razas aportarán sus habilidades específicas en pro del bien común.

La ciudad blanca de Adelstane había recuperado la tranquilidad. Los restos del ejército de Sharadim, que habían combatido a nuestro lado contra el Caos, habían regresado a sus mundos, decididos a impedir en lo sucesivo la aparición de tiranos. Ninguna Sharadim les volvería a manipular para desencadenar la guerra entre sus mundos. Se formarían nuevos consejos, elegidos entre todas las razas, y la gran Asamblea no serviría sólo para comerciar.

Únicamente lady Phalizaarn y las mujeres Eldren no habían vuelto a Gheestenheem, que, según rumores, había sido diezmado por los soldados de Sharadim. Estaban haciendo preparativos muy concretos para su partida.

Bellanda se había reintegrado a su pueblo, a bordo del
Escudo Ceñudo,
prometiéndonos que, si algún día volvíamos a Maaschanheem, se nos dispensaría una acogida más cálida que la anterior. Nos despedimos de la joven con especial afecto. Sabía que, de no haber guardado la pistola de Von Bek durante todos aquellos meses, tal vez ahora no estaríamos con vida.

Alisaard, Phalizaam, Von Bek y yo nos habíamos instalado en el confortable estudio que los príncipes ursinos utilizaban para sus encuentros y conferencias. Nubes de incienso brotaban de la chimenea y se esparcían por toda la estancia, a fin de que, con total discreción, los osos disimularan la repugnancia que les ocasionaba nuestro olor. Morandi Pag ya había anunciado su decisión de no volver a su refugio marino, sino trabajar con los suyos para mejorar la comunicación entre los Seis Reinos.

—Los tres habéis hecho mucho por nosotros —dijo Groaffer Rolm, con un revoloteo de su manga de seda—, y vos, Campeón, seréis recordado en las leyendas, no os quepa duda. Tal vez como príncipe Flamadin, pues las leyendas tienen la costumbre de mezclarse, transformarse y llegar a ser algo nuevo.

—Me siento muy honrado, príncipe Groaffer Rolm —repliqué con cortesía, inclinando la cabeza—, aunque por mi parte preferiría ver un mundo libre de héroes y leyendas, en especial de héroes como yo.

—No creo que sea posible. Sólo espero que las leyendas ensalcen la grandeza de alma, los hechos y ambiciones nobles. Hemos conocido épocas en que las leyendas no rendían tributo a lo noble, en que los héroes eran seres egoístas e inteligentes que se aprovechaban de su situación en perjuicio de los demás. Tales culturas se hallan al borde de la decadencia y la extinción. Pienso que es mejor alabar el idealismo que denigrarlo.

—¿Aunque el idealismo pueda conducir a actos de inimaginable maldad? —preguntó Von Bek.

—Lo valioso corre siempre el peligro de ser devaluado —repuso Morandi Pag—, y lo puro de ser corrompido. Nos compete a nosotros encontrar el equilibrio... —Sonrió—. ¿Acaso nuestras acciones cotidianas no se hacen eco de la guerra entre el Caos y la Ley? Moderación significa, en último término, supervivencia. Supongo que esto se aprende en la madurez. Hay que encontrar un equilibrio entre el exceso y la moderación, y eso contribuye a mantener la Balanza.

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